Este libro analiza lo
que relaciona y lo que separa a la filosofía y a la ciencia; expone la
concepción histórica de la relación entre la idea y la realidad, la razón y el
caos; critica a la filosofía tradicional en lo referente a la dualidad espíritu
y materia que proviene de la antigua antinomia de lo uno y lo múltiple, y
sienta nuevas bases para una metafísica a partir del conocimiento científico.
Patricio Valdés Marín
Registro de propiedad
Intelectual Nº 169.033, Chile
Prefacio a la colección El universo, sus cosas y el ser humano
El formidable desarrollo que ha experimentado la tecnología
relacionada con la computación, la informática y la comunicación electrónicas
ha permitido el acceso a un inmenso número de individuos de la cada vez más
gigantesca información. Por otra parte, existe bastante irresponsabilidad en
parte de esta información sobre su veracidad por parte de algunos de quienes la
emiten, tergiversando los hechos. Además, mucha de la información produce alarmas y temores, pues aquella gira
en torno a intrigas, conspiraciones, crisis y amenazas. Habría que preguntarse
¿hasta qué punto esta información refleja la compleja realidad? ¿Cuánta de toda
esa información es verdadera? ¿En qué nos afecta? Como resultado hemos entrado
en una era de desconfianza, relativismo y escepticismo. Sin embargo la raíz de
ello debe buscarse más profundamente.
Nuestras ideas son representaciones subjetivas y abstractas
de una realidad objetiva y concreta, pero la realidad es profundamente
misteriosa y nuestro intelecto es bastante limitado para aprehenderla. De este
modo se intentará reflexionar en forma
sistemática y unificada sobre los temas más trascendentales de la realidad. En
este discurrir, deberemos mantenernos críticos, en el sentido de análisis y
juicio referido a la realidad, pues dichas ideas no son “claras y distintas”,
como supuso Descartes. El filosofar que podemos emprender debe intentar
entender tanto el sentido último del universo, sus cosas y los seres humanos
como servirles de fundamento racional. Replanteándolo todo hasta querer
bosquejar un nuevo sistema filosófico, un nombre apropiado para esta obra de
diez libros podría ser simplemente El
universo, sus cosas y el ser humano.
Vivimos en un periodo histórico ya denominado posmodernismo,
que se caracteriza por el derrumbe de los dogmas religiosos y sistemas
filosóficos tradicionales a consecuencia del enorme progreso que ha tenido la
ciencia moderna y su método empírico, contra cuyo descubrimiento de la realidad
no pudieron sostenerse. Sin embargo, la antigua sabiduría respondía de alguna
manera a las preguntas más vitales de los seres humanos: su existencia, su
sentido, el cosmos, el tiempo, el espacio, la vida y la muerte, Dios, la verdad,
el pensamiento, el conocimiento, la ética, etc., pero la ciencia, que ocupó su
puesto, no ha podido responderlas, ya que no son esas preguntas su objeto de
conocimiento. Por la ciencia entramos en una época de enorme conocimiento y
certeza, pero si no se es fiel a la verdad que devela, es fácil caer en el relativismo: ahora todo es opinable y no se
respeta ninguna autoridad, en cambio se pide respetar a cualquiera por
cualquier sonsera que esté diciendo; existe poca o ninguna crítica; aparecen
gurúes, charlatanes y falsos profetas por doquier, mientras la gente permanece desorientada
y escéptica; se divulga falsedades por negocio, fama o intereses espurios.
No se trata de revivir los antiguos dogmas religiosos y
sistemas filosóficos, sin embargo, 1º las preguntas que responden al ¿qué es?
filosófico, más que el ¿cómo es? científico, que éstos intentaban responder
están tan plenamente vigentes hoy, ya que sin aquellas nuestra vida sería vacía
y que la filosofía emergió como un esfuerzo racional y abstracto para conferir
unidad y racionalidad al mundo, y 2º, la ciencia sigue con firmeza develando
esta tan misteriosa realidad, puesto que no fue hasta el desarrollo de aquella
que el mundo comenzó a ser entendido como sujeto a leyes naturales y
universales de relaciones causales. En consecuencia, esta obra requerirá llegar
a los grados de abstracción que demanda la filosofía y a partir de justamente
la ciencia intentará responder a las preguntas más vitales. El criterio de
verdad que la guiará son las ideas universales y necesarias de ‘energía’ para
lo cosmológico y la complementariedad ‘estructura-fuerza’ para el universo
material.
EL CONTEXTO CÓSMICO
DE LA OBRA
Parafraseando el inicio del Evangelio de s. Juan (Jn. 1, 1),
afirmaremos, “En el principio, estaba la infinita energía”. La energía, que no
se crea ni se destruye, solo se transforma —según reza el primer principio de
la termodinámica—, que no debe ser pensada como un fluido, ya que no tiene ni
tiempo ni espacio, que su efectividad está relacionada con su discreta
intensidad, que es tanto principio como fundamento de la materia, no puede
existir por sí misma y debe, en consecuencia, estar contenida o en dependencia.
Y Dios la causó y liberó en un instante, hace unos 13 mil setecientos millones
de años atrás, la codificó y la dotó de su infinito poder, creando el universo
entero. La cosmología llama “Big Bang” a esta ‘explosión’ y se puede definir
como un traspaso instantáneo, irreversible y definitivo de energía infinita a
nuestro material universo en el mismo instante de su nacimiento. La energía que
este agente suministró al universo, tal como si fuera un sistema, no termina en
desorden, sino sirve para generar y estructurar la materia. El Big Bang, que
sería el soplo divino, es también el instante del punto del comienzo de la
creación y es igualmente el manto que, desde nuestro punto de vista, envuelve
todo el universo. En el mismo grado
que el objeto que se aleja cercano a la velocidad de la luz del observador, que
de acuerdo con la contracción de FitzGerald se acorta en el eje común entre
objeto y observador, aseveramos que, con el fin de mantener la simetría, el
plano transversal del objeto a este eje se agranda recíprocamente hasta
identificarse con la periferia de nuestro universo. Inversamente, la
teoría especial diría que para un observador situado justo en el Big Bang, Dios
en este caso, el tiempo habría sido tan grande que ni una fracción
infinitesimal de segundo habría transcurrido. Una vez más, para este observador
la distancia se habría reducido a cero, como si el Big Bang fuese la base de un
tronco que sostiene la inmensidad del universo, dándole unidad a través de una
inmensa relación causa-efecto. Dado que todo el universo tuvo un origen único y
común, entonces las mismas leyes naturales gobiernan todas las relaciones de
causa-efecto entre sus cosas. Para la causa del universo entronizada en el Big
Bang, a pesar de estar a alrededor de 13,7 mil millones de años de distancia en
el pasado, cada parte del universo estaría en su propio tiempo presente,
mientras que la manifestación de causalidad estaría recíprocamente presente en
todo el universo.
El universo conforma una unidad en la energía que no admite
dualismos espíritu-materia, como los postulados por Platón, Aristóteles o
Descartes. Así, el universo, en toda su diversidad, está hecho de energía y
nada de lo que allí pueda existir puede no estar hecho de energía. Tales de
Mileto, considerado el primer filósofo de la historia, postuló al “agua” y sus
tres estados como clave para incluir la diversidad del universo; después de él
otros sugirieron diversos entes como fundamento de la cosas; tiempo después
Parménides inventó el concepto de “ser” para darle unidad a la realidad,
concepto que hechizó a toda la filosofía posterior; ahora proponemos la idea de
“energía” para este mismo efecto metafísico. Si desde Heráclito la filosofía
comenzó a especular sobre el cambio que ocurre en la naturaleza, la ciencia
observó por doquier a conjuntos relacionados causalmente como sistemas que se
transforman de modo determinista según las leyes naturales que los rigen y ella
los reconoció, más que cambios, como procesos. El tiempo y el espacio del
universo están relacionados con el proceso. Ambos no son categorías kantianas a priori que residen en nuestra mente.
El tiempo proviene de la duración que tiene un proceso y el espacio procede de
su extensión. La infinidad de interacciones originadas en el Big Bang
constituyen el espacio-tiempo del universo, donde cada ser u observador existe
en su tiempo presente y todo lo demás está entre su próximo y lejano pasado,
estando el Big Bang a la máxima distancia y siendo lo más joven del universo.
La velocidad máxima de las interacciones es la de la luz. La fuerza
gravitacional es el producto de la masa que se aleja con energía infinita de su
origen en el Big Bang a dicha velocidad y que forzadamente se va separando
angularmente del resto de la masa del universo, por lo cual el universo es una
enorme máquina que, por causa de su expansión radial (no como un queque en el
horno), genera la fuerza de gravedad, teniendo como consecuencia su pérdida
asintótica de densidad. Y esta fuerza más el electromagnetismo y las otras dos
que ellas causan dentro de la estructura atómica producen la incesante
estructuración y decaimiento de las cosas.
Algunos científicos creen observar un completo
indeterminismo en el origen del universo, pudiendo éste haber evolucionado
indistintamente y al azar en cualquier sentido. No consideran que el universo
haya seguido la dirección impresa desde su origen según las propiedades de la
energía primordial y la relativa estabilidad de lo que se estructura. De modo
que la energía primigenia se convirtió en el universo y fue desarrollándose y
evolucionando, auto-regulado por lo posible en cada posible escala estructural.
La energía comprende los códigos de la estructuración de las partículas
fundamentales de la materia. Estas partículas poseen máxima funcionalidad, ya
que adquirieron entonces energía infinita, lo que las llevó a viajar a la
máxima velocidad posible (la de la luz) desde el Big Bang. El universo que
percibimos es estructuración de
energía en materia en dos formas básicas, como masa según la famosa ecuación E
= m·c² y como carga eléctrica (positiva y negativa). La conversión en carga
eléctrica requirió también mucha energía. La fuerza para vencer la resistencia
entre dos cargas eléctricas del mismo signo es enorme. Se calcula que solamente
100.000 cargas (electrones) unipolares reunidas en un punto ejercerían la misma
fuerza que la fuerza de gravedad de toda la masa existente de la Tierra.
Infinitos y funcionales puntos o centros atemporales y adimensionales de
energía generan el espacio-tiempo del universo al interactuar entre sí y
relacionarse causalmente mediante también energía, estructurando enlaces
relativamente permanentes, generando la diversidad existente, que se rige por
el principio complementario de la estructura y la fuerza, y produciendo energía
cinética y/o ondulante que podemos sentir, que nos puede afectar y que mediante
éstas también podemos afectar a otras cosas.
El mundo aparecía naturalmente a nuestros antepasados como
caótico y desordenado, existiendo allí tanto nacimiento, gozo y regeneración
como sufrimiento, muerte y destrucción. Ellos se esforzaron en dar
explicaciones para dar cuenta de esta arbitraria situación y que resultaron ser
mayormente míticas. Ahora, por medio de la ciencia moderna, podemos entender
objetivamente este mundo y su evolución y desarrollo. El dominio de la ciencia
comprende las relaciones de causa-efecto que producen el cambio en la
naturaleza, determinadas según sus leyes naturales, siendo válido para todo el
universo, y que es virtualmente todo lo que sabemos con mayor, menor o total
certeza. Las hipótesis científicas concluyen en la definición de las leyes
naturales que rigen la causalidad del universo a través de la demostración
empírica y la observación. La ciencia devela que en el curso de su existencia
el universo ha ido evolucionando y se ha ido desarrollando hacia una
complejidad cada vez mayor de la materia, la que se ha venido estructurando en
escalas incluyentes cada vez más multifuncionales. Desde las estructuras
subatómicas, atómicas, moleculares y biológicas, hasta las psicológicas,
sociales, económicas y políticas, la estructuración en escalas mayores y más
complejas no ha cesado. Las estructuras, que se ordenan desde las partículas
fundamentales hasta el mismo universo, son unidades discretas funcionales que
componen estructuras de escalas mayores y cada vez más complejas (por ejemplo,
solo existe un centenar de tipos de átomos relativamente estables y unos 50.000
tipos de proteínas) y son formadas por unidades discretas funcionales de
escalas menores. La estructura más compleja y de mayor funcionalidad es el ser
humano, el homo sapiens del orden
mamífero de los primates.
Como todo animal con cerebro, que ha venido adaptativamente a relacionarse con
el medio a través del conocimiento, la afectividad y la efectividad y que
necesita satisfacer sus instintos primordiales, fijado por la especie, de
supervivencia y reproducción, el ser humano es capaz de generar estructuras
psíquicas (percepciones e imágenes) a partir de la materialidad biológica y
electro-química de este órgano nervioso central y de las sensaciones que
proveen los sentidos. Pero a diferencia de todo animal el más evolucionado
cerebro humano tiene capacidad de pensamiento racional y abstracto, pudiendo
estructurar en su mente todo un mundo lógico y conceptual, a partir de
imágenes, y que busca representar el mundo real que experimenta y comprender el
significado de las cosas y de sí mismo. Él estructura en su mente relaciones
lógicas, ontológicas y hasta metafísicas y también puede comprender las
relaciones causales de su entorno. Para ello se ayuda del sistema del lenguaje
que emplea primariamente para comunicarse simbólicamente con otros seres
humanos y también para acumular información y desarrollar aprendizaje y
cultura. La realidad que conoce es la sensible y, por tanto, material. Su
accionar más humano en el mundo es intencional y responsable, ya que emana de
su libre albedrío, que es producto de su razonar deliberado. En esta misma escala
su afectividad, más allá de sensaciones y emociones, se estructura propiamente
en sentimientos. Persiguiendo vivir la vida con la mayor plenitud posible, los
individuos humanos se organizan en sociedades que buscan la paz, el orden, la
defensa, el bienestar y la explotación de los recursos económicos a través de
la cooperación y la justicia, pero muy imperfectamente, ya que algunos fuerzan
satisfacer necesidades individuales de modo desmedido y otros dominan y
explotan al resto. Son objetos (no sujetos) de los derechos reconocidos como
fundamentales por la sociedad civil, y resguardados por sus instituciones de
poder político.
Cuando el ser humano reflexiona sobre el por qué de sí
mismo, llegando a la convicción de su propia y radical singularidad, su
multifuncionalidad psíquica es unificada por y en su conciencia, o yo mismo,
pero no de modo mecánico, sino transcendente y moral. La transcendencia es el
paso desde la energía materializada, que se estructura a sí misma y es
funcional, hasta la energía desmaterializada que la persona estructura por sí
misma. Si el individuo se estructura a partir de partes que anteriormente
pertenecieron a otros individuos y pertenecerán en el futuro a nuevos
individuos, la persona se estructura a partir de energía que permanecerá en lo
sucesivo estructurada. La conciencia humana es el advertir que el yo (el
sujeto) es único y que su existencia transcurre en una realidad objetiva que su
intelecto le representa como verdadera. Pero transcendiendo esta materialidad
que ella conoce, está lo llamado “espiritual” y viene a ser la estructuración
de la energía como producto del intencionar, en lo que llamaremos conciencia
profunda, forjándola indeleblemente en sí de un modo desmaterializado. El punto
de partida de este tránsito a lo inmaterial es la acción intencional, que
depende de la razón y los sentimientos y que se relaciona al otro a través del
amor o el odio; ésta se identifica con el ejercicio de la libertad y con la
autodeterminación, siendo lo que caracteriza al ser humano. La conciencia
profunda reconoce que la realidad, no es solo material, sino que también es
transcendente, y la puede conocer con otros “ojos” que ven la experiencia
sensible, los cuales podrían abrirse completamente solo tras la muerte
fisiológica del individuo. El alma no preexiste en un mundo de las Ideas, al
estilo de Platón, para unirse al cuerpo en el momento de la concepción, sino
que se fragua en el curso de la vida intencional. Esta metempsicosis transforma
lo inmanente de la cambiante materia en lo transcendente de la energía
inmaterial. La estructuración de una mismidad singular como reflejo de la
actividad psíquica de su particular deliberación es el máximo logro de la
evolución que, a partir de materia individual, produce energía estructurada.
Así, el ser humano puede definirse, más que como animal racional, como un
animal transcendente que transita de lo animal a la energía personal. Desde
esta perspectiva el sentido de la vida es doble: vivir plena y conscientemente
la vida y estar consciente de la vida eterna y sus demandas. Estas
explicaciones son especulativas y no se asientan ciertamente en conocimiento
científico alguno, pues están fuera del ámbito de lo material, ya que solo
conocemos lo sensible, pero está en sintonía con los sucesos místico y
parapsicológico reconocidos y surge de superar el dualismo del ser metafísico
por la energía que incluye tanto lo material como lo inmaterial.
Y cuando la muerte, propia de todo organismo biológico,
desintegra la estructura del individuo, subsiste la persona, que es propiamente
la estructura del yo mismo puramente de energías diferenciadas que se han
unificado en la conciencia profunda durante su vida. La muerte supone la
destrucción irreversible del vínculo de la energía estructurada del yo mismo,
inmortal, con su cuerpo de materia estructurada que la contenía,
manifiestamente incapaz ahora de existir. Considerando que ya no resulta
necesario satisfacer los instintos biológicos de supervivencia y reproducción,
como tampoco estar sujeto a ningún otro instinto, en su nuevo estado de
existencia el yo personal se libera del consumo de energía de un medio material
y, por tanto, de la entropía, lo que significa también que su acción ya no
puede tener efectos sobre la materia. Asimismo, desaparecen nuestros atesorados
conocimientos y experiencias de la realidad del universo material que
percibimos a través de nuestros sentidos animales como también nuestra forma de
pensamiento racional y abstracto y memoria basados en el cerebro biológico.
Surgiría una forma nueva, inmaterial, transcendental, de pura energía, pero
implícita en la conciencia profunda, incomparablemente más maravillosa para
conocer y relacionarnos que corresponde a esa insondable y misteriosa realidad
que se presentaría, todavía imposible de conocer en nuestra vida terrena. Pero
la persona, ahora reducida a lo esencial de su ser, necesitaría y buscaría
afanosamente un contenedor de su propia y estructurada energía para poder
manifestarse y expresarse en forma plena de conexión. La esperanza es que quien
en su vida ha reconocido de alguna manera a Dios y ha sido justo y bondadoso
según, por ejemplo, la enseñanza evangélica, estará finalmente, cuando muere,
en condiciones de acceder al Reino de misericordia, amor y bondad, que Jesús
conoció (¿a través del fenómeno EFC?) y anunció, y existir colmadamente. De ahí
que su condición en la “otra vida” sea un asunto de opción moral personal
durante su vida terrena. Al no estar inmerso en la materialidad, ya no se
interpone el espacio-tiempo que lo mantiene separado de Dios. Así, la energía
liberada originalmente por Dios retorna a Él estructurada en el amor.
Los libros de esta obra se enumeran y titulan como sigue:
Libro I, La materia y
la energía (ref. http://unihum1.blogspot.com/),
es una indagación filosófica sobre algunos de los principales problemas de la
física, tales como la materia, la energía, el cambio, las partículas
fundamentales, el espacio-tiempo, el big bang, la forma y el tamaño del
universo, la causa de la gravitación, agujeros negros, y llega a conclusiones
inéditas.
Libro II, El
fundamento de la filosofía (ref. http://unihum2.blogspot.com/),
analiza lo que relaciona y lo que separa a la filosofía y a la ciencia; expone
la concepción histórica de la relación entre la idea y la realidad, la razón y
el caos; critica a la filosofía tradicional en lo referente a la dualidad
espíritu y materia que proviene de la antigua antinomia de lo uno y lo múltiple,
y sienta nuevas bases para una metafísica a partir del conocimiento científico.
Libro III, La clave
del universo (ref. http://unihum3.blogspot.com),
expone la esencia de la complementariedad de la estructura y la fuerza como el
fundamento del universo y sus cosas, que es coextensiva del ser y que es el
tema tanto de la ciencia como de la filosofía, con lo que se supera toda
contradicción entre ambas ramas del saber objetivo.
Libro IV, La llama de
la mente (ref. http://unihum4.blogspot.com/),
se remite a una teoría del conocimiento que identifica las funciones
psicológicas del cerebro, en tanto estructura fisiológica, con generadores de
estructuras psíquicas, siendo ambas estructuras propias de nuestro universo de
materia y energía, y descubre que las imágenes y las ideas son estructuraciones
en escalas superiores que parten de las sensaciones y las percepciones de
nuestra experiencia.
Libro V, El
pensamiento humano (ref. http://unihum5.blogspot.com),
desarrolla una nueva epistemología que busca descubrir los fundamentos del
pensamiento abstracto y racional en las relaciones ontológicas y lógicas que
efectúa la mente humana a partir de las cosas y sus relaciones causales.
Libro VI, La esencia de la vida (ref. http://unihum6.blogspot.com/), se refiere principalmente al reino animal, del cual el ser humano es un miembro pleno, en cuanto es una estructuración de la materia en una escala superior.
Libro VI, La esencia de la vida (ref. http://unihum6.blogspot.com/), se refiere principalmente al reino animal, del cual el ser humano es un miembro pleno, en cuanto es una estructuración de la materia en una escala superior.
Libro VII, La decisión
de ser (ref. http://unihum7.blogspot.com/),
trata de una de las funciones de los animales, la efectividad, que específicamente
en el ser humano se estructura como voluntad, que proviene de su actividad
racional, que se manifiesta en su acción intencional, que es juzgada por la
moral, la ética y la norma jurídica, y que confiere sustancia y sentido a su
vida.
Libro VIII, La flecha
de la vida (ref. http://unihum8.blogspot.com/),
en las fronteras de la reflexión filosófica y aún más allá, intenta explicar la
relación de lo humano con lo divino, la que comienza por la capacidad natural
del ser humano para reconocer y alabar la existencia de lo divino, y la que
termina en una invitación divina a una existencia en su gloria.
Libro IX, La forja del
pueblo (ref. http://unihum9.blogspot.com/),
analiza una filosofía política que parte del ser humano como un ser tanto
social como excluyente, tanto generoso como indigente, para indicar que la
máxima organización social debe estar en función de los superiores intereses de
la persona, finalidad que se ve entorpecida por anteponer artificiosamente el
derecho al goce individual a los derechos de la vida y la libertad.
Libro X, El dominio
sobre la naturaleza (ref. http://unihum10.blogspot.com/),
estudia el contradictorio esfuerzo humano de supervivencia y reproducción para
conquistar y transformar su entorno a través de una asignación desequilibrada
de recursos económicos, entre los cuales la tecnología, como creación de la
mente humana, es una prolongación del cuerpo para reemplazar su esfuerzo, la
demanda por capital es proporcional a la oferta de trabajo, y la naturaleza
resulta demasiado limitada para las ilimitadas necesidades humanas que
satisfacer.
Deseo expresar mi reconocimiento y mis más vivos
agradecimientos a mi esposa Isabel Tardío de Valdés. Sin su paciencia, apoyo
moral y cariño esta obra no habría sido posible.
Patricio Valdés Marín
CONTENIDO
Prólogo
Introducción
Capítulo 1. El contexto cultural e histórico
La cultura occidental
La sabiduría revelada
La sabiduría natural
Capítulo 2. Filosofía y ciencia
Filosofía versus ciencia
La irrupción de la ciencia
Complementación
Relaciones
El interrogar
Particularidades
Dependencia
Verdades
Conclusión
Capítulo 3. El discurso filosófico histórico
La realidad y la idea
Uno y múltiple
Edad antigua
Edad media
El racionalismo
El empirismo
Kant
Siglos XIX y XX
Capítulo 4. Crítica a la filosofía tradicional
Introducción al tema
Contradicciones
La razón frente al caos
El espíritu y la materia
La trascendentalidad de una proposición sintética
Conclusión
La cultura occidental
La sabiduría revelada
La sabiduría natural
Capítulo 2. Filosofía y ciencia
Filosofía versus ciencia
La irrupción de la ciencia
Complementación
Relaciones
El interrogar
Particularidades
Dependencia
Verdades
Conclusión
Capítulo 3. El discurso filosófico histórico
La realidad y la idea
Uno y múltiple
Edad antigua
Edad media
El racionalismo
El empirismo
Kant
Siglos XIX y XX
Capítulo 4. Crítica a la filosofía tradicional
Introducción al tema
Contradicciones
La razón frente al caos
El espíritu y la materia
La trascendentalidad de una proposición sintética
Conclusión
PROLOGO
Este libro es un relato histórico de la búsqueda del conocimiento trascendental, aquél que es universal y necesario. Reconoce que su origen está en la Grecia antigua, que es patrimonio de la cultura occidental, la que por más de dos milenios se fundamentó casi exclusivamente en las dos facultades del intelecto humano, la abstracción y la lógica. En aquella Grecia se inventó el alfabeto, principio de una revolución cultural que generó la filosofía, la historia, la tragedia, la geometría y otros gigantescos logros del saber humano. Describe también el choque cultural que se dio como consecuencia de la irrupción revolucionaria de la ciencia moderna, a partir de Galileo, con su certero método empírico de conocimiento objetivo.
Al contrario del conocimiento trascendental de la filosofía occidental que se origina en las relaciones ontológicas más abstractas que la mente humana puede efectuar, el de la ciencia moderna se produce a partir de las relaciones de causa-efecto que los científicos e investigadores logran descubrir y establecer. La certeza de este segundo conocimiento proviene tanto de poder verificar experimentalmente estas relaciones a voluntad como de comprender sus mecanismos. Éste es también un conocimiento trascendental, pues las distintas relaciones causales se dan en el universo entero con necesidad, pudiéndose establecer para cada tipo de ellas una ley universal.
En el curso del siglo XX el desarrollo de la ciencia experimental fue aún más intenso después de Darwin, Freud, Planck, Bohr y Einstein, decretando la muerte de la metafísica del ser, aquella de Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Kant y Heidegger, al no poder sostener ésta la legitimidad de sus fundamentos. Igualmente, los mitos de las distintas culturas, ya degradados por la metafísica, no han logrado sobrevivir al embate de una ciencia que reconoce como causas del acontecer, no deidades ni fuerzas ocultas, sino que únicamente fuerzas naturales.
Sin embargo, la ciencia moderna no ha conseguido ocupar el espacio que la filosofía dejó vacante en la cultura. Está claro que las preocupaciones intelectuales más abstractas que han dado forma a la cultura occidental a lo largo de su prolongada existencia, como las cuestiones de la realidad, la objetividad, la verdad, el ser, han quedado aún más insatisfechas al no contar ahora con la segunda.
El posmodernismo, con su relativismo y su degradación intelectual y afectiva, vinculados a lo concreto de la imagen y lo sensual de las emociones, es un reflejo de la actual expresión cultural, la que ha claudicado de lo abstracto. La falta de sentido en las cosas no ha podido ser suplida ni siquiera por sistemas de pensamiento externos a la cultura occidental.
Este libro está dedicado a la dicotomía filosofía-ciencia, al discurso histórico de la filosofía tradicional del ser y a resaltar las falencias generales de esta filosofía, puestas de manifiesto por el desarrollo del conocimiento científico. No abarca los efectos del desarrollo científico en otras culturas, los que probablemente les han sido sumamente destructores.
Este libro es un relato histórico de la búsqueda del conocimiento trascendental, aquél que es universal y necesario. Reconoce que su origen está en la Grecia antigua, que es patrimonio de la cultura occidental, la que por más de dos milenios se fundamentó casi exclusivamente en las dos facultades del intelecto humano, la abstracción y la lógica. En aquella Grecia se inventó el alfabeto, principio de una revolución cultural que generó la filosofía, la historia, la tragedia, la geometría y otros gigantescos logros del saber humano. Describe también el choque cultural que se dio como consecuencia de la irrupción revolucionaria de la ciencia moderna, a partir de Galileo, con su certero método empírico de conocimiento objetivo.
Al contrario del conocimiento trascendental de la filosofía occidental que se origina en las relaciones ontológicas más abstractas que la mente humana puede efectuar, el de la ciencia moderna se produce a partir de las relaciones de causa-efecto que los científicos e investigadores logran descubrir y establecer. La certeza de este segundo conocimiento proviene tanto de poder verificar experimentalmente estas relaciones a voluntad como de comprender sus mecanismos. Éste es también un conocimiento trascendental, pues las distintas relaciones causales se dan en el universo entero con necesidad, pudiéndose establecer para cada tipo de ellas una ley universal.
En el curso del siglo XX el desarrollo de la ciencia experimental fue aún más intenso después de Darwin, Freud, Planck, Bohr y Einstein, decretando la muerte de la metafísica del ser, aquella de Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Kant y Heidegger, al no poder sostener ésta la legitimidad de sus fundamentos. Igualmente, los mitos de las distintas culturas, ya degradados por la metafísica, no han logrado sobrevivir al embate de una ciencia que reconoce como causas del acontecer, no deidades ni fuerzas ocultas, sino que únicamente fuerzas naturales.
Sin embargo, la ciencia moderna no ha conseguido ocupar el espacio que la filosofía dejó vacante en la cultura. Está claro que las preocupaciones intelectuales más abstractas que han dado forma a la cultura occidental a lo largo de su prolongada existencia, como las cuestiones de la realidad, la objetividad, la verdad, el ser, han quedado aún más insatisfechas al no contar ahora con la segunda.
El posmodernismo, con su relativismo y su degradación intelectual y afectiva, vinculados a lo concreto de la imagen y lo sensual de las emociones, es un reflejo de la actual expresión cultural, la que ha claudicado de lo abstracto. La falta de sentido en las cosas no ha podido ser suplida ni siquiera por sistemas de pensamiento externos a la cultura occidental.
Este libro está dedicado a la dicotomía filosofía-ciencia, al discurso histórico de la filosofía tradicional del ser y a resaltar las falencias generales de esta filosofía, puestas de manifiesto por el desarrollo del conocimiento científico. No abarca los efectos del desarrollo científico en otras culturas, los que probablemente les han sido sumamente destructores.
INTRODUCCIÓN
Este libro no intentará analizar la relación cognoscitiva,
un tanto conflictiva, que ha existido entre los dos pilares distintivos de la
cultura occidental, la revelación y la razón, las Sagradas Escrituras y la
filosofía griega, sino que se ocupará principalmente en indagar acerca del
valor dado al segundo y de sus posibilidades. No obstante no se puede omitir
aquí dos hechos. Primero, que en ambas tradiciones la naturaleza posee su
propia causalidad, distinta de la divinidad; y, segundo, que la fe, que reclama
lo misterioso y transcendente de la realidad, es muy distinta de la razón, que
pretende la verdad de la realidad
La fe y la razón se oponen porque son visiones distintas de
la realidad, pero no se contradicen necesariamente, pues pertenecen a mundos
distintos, a ámbitos diferentes. La primera viene por la interacción de lo
misterioso con la conciencia profunda; la segunda surge por la interacción de
la experiencia con la razón. La primera es íntima, personal, antes de hacerse
colectiva; la segunda es una elaboración colectiva del entendimiento que se
hace personal. La revelación, que no es necesariamente el texto de las Sagradas
Escrituras, apela en primera instancia a la conciencia profunda, liberada del
rigor de la norma, del colorido del rito, del encasillamiento del dogma y de la
soberbia del fariseo. La verdad objetiva, en cambio, es lo que aparece
críticamente a la razón tras el filtro del análisis, la experiencia y la
lógica.
El establecimiento del pilar del conocimiento objetivo tuvo
sus orígenes en la filosofía de la Grecia antigua. Ésta fue capaz de generar un
rompimiento completo con las tradicionales explicaciones mágicas y míticas de
la realidad del universo y sus cosas. Su propósito fue introducirse
críticamente en la estructura conceptual del lenguaje corriente para
comprender sus contenidos y confrontarlos con los hechos de la experiencia. En
esta acción, puso a la persona como una entidad separada y superior frente a la
naturaleza, sentando radicalmente la distinción entre el objeto y el sujeto del
conocimiento. Los pensadores más eminentes que ha producido la cultura
occidental han dedicado sus mejores esfuerzos no tanto para establecer normas
éticas y morales, ni menos aún para elaborar explicaciones míticas y legendarias
del acontecer, como para buscar el conocimiento objetivo y crítico de las
cosas, en cuanto son, a través de ellas mismas o de sus causas.
En cualquier realidad cultural, siempre emergen, como una
especie de constante, tres existencias distintas: la divinidad, la humanidad y
la naturaleza, esto es, el referente absoluto, el sujeto cognoscente y
actuante, y el ambiente ambivalente, tanto providente como amenazante. La
característica de la cultura occidental y que la distingue del resto es que,
por una parte, ha concebido a la divinidad como enteramente separada del
universo, aquello que reúne a la humanidad y a la naturaleza; y por la otra, ha
considerado la humanidad con poder de dominio sobre la naturaleza. La
naturaleza, desprovista de divinidad, pasa a ser un objeto del conocimiento y
la acción humana que no requiere oblación.
La perspectiva adoptada y los resultados obtenidos posibilitaron
a los pueblos de la cultura occidental, premunidos de una fuerte conciencia de
superioridad, lanzarse por tierras ignotas hasta llegar a influir, dominar o
someter a todos los otros pueblos de la Tierra, e incluso soñar con la
conquista del universo espacial. Probablemente, la adopción de una actitud
crítica frente a la realidad y de lealtad con la verdad objetiva, combinada
con una dimensión trascendente de la existencia y de control sobre las cosas,
produce una mentalidad dominante, independiente, osada, libertaria, competitiva
e individualista, que no se ve con tanta intensidad en otras culturas. La
antigua mentalidad indoeuropea, forjada en el uso del hierro y del caballo
para combatir, lo que promovió la libertad individual y la igualdad política,
junto con la normalización de deberes y derechos, ha prevalecido incluso sobre
los intentos teocráticos y absolutistas influidos por el pensamiento político
de un Oriente de faraones egipcios y de soberanos semidivinos mesopotámicos
sobre los mismos orígenes del Imperio Romano.
En el curso del desarrollo de la teoría del conocimiento
objetivo, han aparecido dos manifestaciones intelectuales distintas: la
filosofía y la ciencia. En realidad, la primera nació incluso antes de aparecer
la cultura occidental; la segunda, en cambio, comenzó a consolidarse desde hace
apenas unos tres siglos, aunque elementos de ella habían existido desde los
albores de la humanidad. Ambas han elaborado métodos críticos para garantizar
que el conocimiento obtenido sea verdaderamente objetivo. Ello indica no tanto
que su obtención sea difícil, como que la teoría que explica la posibilidad de
su obtención no es simple. Pero el problema cultural más importante que se
viene vivenciando desde el surgimiento de la ciencia es que el pilar del valor
del conocimiento objetivo nunca ha podido consolidarse como un todo
estructurado. A pesar de referirse a la misma realidad, se han desarrollado
como entidades apartes y contradictorias. Nunca la filosofía y la ciencia han
logrado articularse armónicamente, sino que la artificiosa yuxtaposición ha
producido naturalmente una peligrosa cisura en toda la extensión del pilar, a
pesar de lo fundamental y universal que contiene el cuestionamiento y la
crítica de ambas. Sin embargo, si el universo es uno, no debiera existir
contradicción alguna acerca de su conocimiento.
Esta situación podría precipitar una crisis cultural de
proporciones. Ya el siglo anterior ha vivido tiempos de grandes
conflagraciones, enorme inestabilidad y horrores indescriptibles y masificados,
en parte importante a causa del conflicto existente entre ambas ramas del
saber objetivo. Las ideologías políticas más militantes han surgido como
consecuencia de mitos creados por forzar la subordinación sea de la ciencia a la
filosofía, sea de la filosofía a la ciencia. Es tan inconsistente como
peligroso un ideólogo político con perspectiva filosófica que actúe como científico,
que un científico que actúe como filósofo, sobre todo cuando se desencadenan la
soberbia, la codicia, el rencor, el temor, la desconfianza, la intolerancia.
Atrayentes pero falsas ideologías, en la cabeza de redentores pero
irresponsables líderes, han fanatizado pacíficos pueblos, arrastrándolos a la
destrucción. En la actualidad, no sería descabellado afirmar que el relativismo
y el hedonismo prevalecientes, que podrían generar una degradación de la
cultura occidental, son productos de la cisura descrita.
Pienso que la colosal y acelerada acumulación de información
científica ha desbordado la sabiduría tradicional. Aquella no ha conseguido ser
sintetizada en una escala mayor, al alcance de nuestra humana comprensión.
Mientras que ésta, que ha surgido en el curso de milenios para asegurar la
supervivencia y el desarrollo más pleno de los seres humanos, ha sido
desechada. Esta revolución en el conocimiento nos ha dejado desorientados y
confundidos al haber allanado las múltiples dimensiones que se llegaron a establecer
en el curso de nuestra evolución biológica, cultural y ética entre la
divinidad, la humanidad y la naturaleza. Así, mientras para la tradición
filosófica el ser humano ocupa una posición de honor y dignidad entre las cosas
del universo, desde la cual comprende su vocación y su destino, para la ciencia
el ser humano pertenece exclusivamente al universo, siendo una cosa irracional
más de la causalidad que allí opera.
Este ensayo, considerando “ensayo” en forma literal, en el
sentido de prueba, experimento, tentativa, tanteo, intento o examen, tendrá la
osadía de realizar una indagación crítica entre los mismos fundamentos del
pilar del valor del conocimiento objetivo con el propósito de ver la
posibilidad, primero, de determinar la causa de la brecha filosofía-ciencia y,
segundo, de conectar articuladamente ambas partes. Si se reformulan las
perennes interrogantes epistemológicas y metafísicas, las que siempre van de
la mano, y teniendo en mente los aportes del entramado de teorías científicas,
se podría dar tal vez la posibilidad de reconstruir una nueva perspectiva para
la filosofía que incluya precisamente el entramado de teorías de la ciencia a
modo de una teoría general del universo. Si se pudiera conseguir una nueva
perspectiva, se podría arrojar algo más de luz sobre la concepción que tenemos
de nosotros mismos y de las cosas, y quizás construir un pilar de dos partes
más articuladas y armónicas. Será importante avanzar con tiento y muy atento
por este terreno tan recorrido y con tanto vericueto si queremos entender la
relación entre la filosofía y la ciencia y encontrar el punto que las une.
Esta indagación crítica tendrá únicamente dos limitaciones
que son complementarias. En primer término, su objeto de estudio será el ser
humano y el universo, junto con lo que contiene, que son aquello que podemos
conocer objetivamente, que podemos incluso hasta verificar de modo experimental
o inferir sus causas. Este conocimiento no excluye obviamente la posibilidad
de alguna existencia extra-universal, fuera del tiempo y el espacio; es decir,
lo que estoy afirmando aquí es que nuestro conocimiento objetivo trata
únicamente de los seres que existen dentro del universo y no de alguna posible
existencia fuera de éste. En segundo lugar, esta indagación tratará al universo
como un sistema cerrado desde el punto de vista conceptual y lógico; aunque,
por cierto, al estar considerando lo universal como un todo delimitado, ella
estará permanentemente consciente de la existencia de lo extra-universal y
atenta de las posibles vinculaciones entre el universo y la divinidad. En
consecuencia, la verdad de lo que podemos conocer deberá regirse por el
principio de no contradicción.
Esta indagación tratará, como lo anuncié, del universo, que
es aquello que incluye al ser humano y a las cosas, pero que excluye a Dios, su
creador, que también lo es del mismo ser humano en tanto un ser único y
especial del universo; es decir, estaré refiriéndome acerca del universo como
creación divina y del ser humano como parte del universo, pero que también se
le distingue. Sin duda, esta tarea puede verse como un intento más por despejar
la incógnita del misterio de la realidad. Tal propósito sería demasiado
pretencioso a causa de nuestras limitaciones espacio-temporales, intelectuales
y culturales: no obstante, desearía que a partir de esta indagación se pudiera
asentar mejor aquella sabiduría que hace que nuestra vida sea más humana por
su convivencia más armónica con Dios, con nosotros mismos, con nuestros
semejantes y con las cosas del universo.
CAPÍTULO 1 – EL CONTEXTO DE LA FILOSOFÍA
La cultura occidental,
como toda otra cultura, se erige sobre los pilares del saber supuestamente
revelado, que son los mitos, y del saber adquirido por la experiencia. Mi
propósito es indagar sobre el segundo pilar, que en la cultura occidental ha
tenido un imponente desarrollo. No obstante, éste se encuentra peligrosamente
escindido en las dos ramas del conocimiento objetivo, la filosofía y la
ciencia. En la indagación de estas dos ramas del saber, que será la materia de
este libro, se procurara encontrar la forma de articularlas de modo de superar
las contradicciones.
El contexto cultural e histórico
No sería exagerar demasiado si se afirmara que el saber y la
verdad en la cultura occidental se sostienen básicamente sobre dos pilares
principales; ella ha asumido, haciendo suya, dos vertientes de sabiduría que le
han resultado decisivas y esenciales. Una de éstas es la creencia en el Dios
del Pentateuco, de Isaías, de los Evangelios, de san Pablo. La otra es el valor
dado al conocimiento objetivo en nuestra confrontación con la realidad, y que
fue la herencia recibida de los antiguos filósofos griegos. Otros elementos
culturales, muchos de ellos indudablemente importantes y algunos con valor
permanente, y aunque no sean además compartidos por otras culturas, no definen
la cultura occidental como aquellos dos pilares.
Podríamos entender por cultura occidental el fundamento
filosófico y religioso específico que sirve de directriz a tantas culturas
particulares que se han desarrollado o que se están desarrollando geográficamente
en Europa y América europeizada, desde los tiempos del Imperio Romano. Por otra
parte, podríamos entender por civilización el grado de conocimiento científico
y tecnológico, junto con el uso de técnicas. De ahí que una cultura se
circunscribe a un pueblo particular, pero trasciende el tiempo, mientras que
una civilización se circunscribe a una época particular y trasciende en gran
medida los límites geográficos. Una cultura es el conocimiento permanente de
un pueblo, cuya calidad puede variar, mientras que una civilización es un
conocimiento transitorio con un grado cuantitativo, junto a un grado de
acumulación de bienes; corrientemente crece y es compartida por muchas
culturas. Una cultura está muy relacionada con el modo de vida particular de un
pueblo, y el modo de vida depende en gran medida de los modos de producción y
de subsistencia. Un pueblo que transita de un modo de vida de
cazadores-recolectores a uno de pastores-cultivadores, y después a uno
agrícola-comerciante, para llegar a uno industrial, sin duda que debe ir
adaptando la cultura a estas distintas modalidades. Las técnicas y los
conocimientos científicos ayudan en cada etapa a una mejor subsistencia.
La importancia de toda cultura desde el punto de vista del
conocimiento es que constituye un sistema relativamente abierto y plural de lo
que es aceptado y tenido por verdad por una colectividad determinada. Una
cultura se manifiesta a través de proposiciones y argumentaciones en forma de
creencias, valores, ritos y normas. Tanto su contenido como la forma cómo se ha
organizado nos dicen mucho respecto de los seres humanos, de cómo éstos se
adaptan al medio ambiente, y de qué suponer que es la realidad. Del mismo modo,
todo individuo es también un ser cultural que mira la realidad con los ojos de
la cultura que ha recibido.
La cultura occidental tiene una identidad propia justamente
porque los dos pilares del conocimiento mencionados la caracterizan,
conformando un todo distintivo y determinante. Ambos pilares han tenido
ciertamente un efecto decisivo sobre nuestra manera de pensar, en cuanto
colectividad cultural. Ambos han sido fundados en dimensiones trascendentales
de la realidad. Ambos conciben la naturaleza desprovista de dioses y regida por
su propia causalidad. Ambos han generado una permanente preocupación crítica
respecto a las ideas, filtrando y reteniendo aquello que es considerado más
objetivo. Ambos han proporcionado una perspectiva del universo que permite
delimitarlo, desacralizarlo y separarlo absolutamente de Dios. Ambos han
posibilitado su comprensión como objeto de nuestro conocimiento y también su
manipulación como objeto de nuestra actividad creadora. De este modo, si
supusiéramos que la totalidad de lo existente se identifica con el universo,
no tendríamos una perspectiva adecuada para considerarlo como objeto del
conocimiento. También si supusiéramos que los dioses están tras su causalidad,
no tendríamos la libertad para intervenir en ésta. Sólo inmerso en la cultura
occidental me parece que es posible pensar objetivamente el universo y lo que
contiene, inferir lo que lo transciende y conocer y utilizar su causalidad.
En nuestro caso, como miembros de la colectividad cultural
occidental, poseemos un piso para un pensar objetivo y trascendental. Por una
parte, somos herederos del patrimonio del saber objetivo acumulado y del método
crítico que lo acompaña para incursionar en la realidad objetiva. Por la otra,
poseemos una perspectiva del universo como una totalidad distinta de la divinidad.
Será a partir de este piso que intentaremos describir la naturaleza del
universo. Por ello, pienso que es pertinente describir, aunque sea brevemente,
los orígenes de los dos pilares fundamentales que caracterizan la cultura
occidental, pues nos definirá las condiciones históricas que establecieron el
campo para el saber objetivo, crítico y trascendental del que somos
depositarios.
La sabiduría revelada
Lo que caracteriza a la cultura occidental la ha proyectado
a través de unos dos milenios. No deberá extrañar que una cultura pueda trazar
sus raíces hasta tan antiguo, puesto que todo cuerpo cultural va construyendo
muy lentamente, con el aporte relativamente exitoso de muchos, en forma
aleatoria y mediante el tanteo, aquello que permite a los individuos de una colectividad
relacionarse entre sí y adaptarse al medio ambiente. También, lentamente
llega a descartar aquello que va demostrando su obsolescencia. En el caso de
la cultura occidental, los dos pilares han polarizado el flujo de conocimientos
y han guiado el desarrollo de los pueblos que la comparten. Claro está, el
cambio cultural no es ni gradual ni homogéneo, sino que en el proceso existen
hitos distintivos y revolucionarios, y hace dos mil años atrás se produjo uno
extraordinario.
En la historia particular de un pueblo semita se encuentra
el origen de nuestra creencia en un Dios que no sólo es distinto del universo,
sino que es su creador. Los hebreos habían sido originalmente un pueblo de
pastores nómades que habitaban el territorio ubicado justamente entre los dos
centros de intensa economía agrícola de la Antigüedad del Medio oriente, Egipto
y Mesopotamia, y esta economía hacía muy poderosos y ricos a ambos centros
hegemónicos. Desde la época de Abraham aquel pueblo, trashumante y marginal,
había codiciado el modelo, ambicionando transformarse en agricultor, suponiendo
como pueblos subdesarrollados de la actualidad que en la industrialización está
la clave del éxito.
Los israelitas querían imitar a sus poderosos y ricos vecinos,
pues, observándolos, constataban que la base del poder político y económico era
precisamente la agricultura. Ésta generaba un superávit de alimentos que
garantizaba la supervivencia y posibilitaba que una parte de la población
pudiera dedicarse a otras labores productivas y al mantenimiento de un fuerte
poder militar para asegurar el predominio. Liderados por Moisés, probablemente
un miembro disidente de la dinastía egipcia reinante, aquellas tribus que
habían llegado no hacía mucho tiempo a establecerse en las riberas del Nilo,
empujados por el hambre, y que habían sido reducidos a continuación a la
servidumbre, se fugaron de Egipto. Tras un largo peregrinar, llegaron al valle
regado por el río Jordán, ya ocupado por los cananeos, un pobre pueblo agricultor,
a quienes combatieron para exterminarlos, echarlos y apoderarse de sus tierras,
y con quienes finalmente se mezclaron.
En Egipto y Mesopotamia se habían desarrollado sendas estructuras
políticas, las que estaban fuertemente centralizadas en torno a reyes-dioses,
instalados en la cúspide de un poder absoluto y autocrático. Este poder
emanaba naturalmente del modo de producción agrícola, la cual era, por una
parte, demasiado dominable y controlable a causa de la vulnerabilidad de los
cultivos, y requería, por la otra, un fuerte poder central protector. En
cambio, los hebreos encontraron, por oposición, su identidad y unidad política,
no en una autoridad deificada, sino en la concepción de Yahvé.
Aquella idea, que comenzó con la noción de un dios tribal
más, fue deviniendo, probablemente con la intención de superar las divinidades
locales y vecinas en competencia, en la noción de un Dios no sólo
extra-mundano, sino creador del universo y, por lo tanto, omnipotente y
transcendente. Y este Dios había llegado a establecer una alianza legendaria,
única, con Jacob y su descendencia. Ésta fue formalizada en la ley mosaica a
través del trance colectivo por adquirir la identidad nacional. Esta alianza,
que los constituía en el pueblo elegido por Dios, prohibía naturalmente la idolatría
tanto de otros dioses tribales como de aquéllos de los vecinos centros de
poder, al tiempo que les daba una fuerza colectiva extraordinaria frente a
otros pueblos.
Dos características tuvo esta revolucionaria idea sobre la
divinidad. Por una parte, para el ser humano (en el curso del libro, siguiendo
la tendencia imperante, es preferible emplear el término “ser humano” en vez
del tradicional “hombre” para evitar el equívoco de designar con la misma
palabra tanto a los individuos de la especie como a los individuos del género
masculino de la especie), la noción de trascendencia abrió en la historia una
perspectiva de acción política y ética de múltiples implicancias teológicas.
Por la otra, la noción de poder y justicia divina se convirtió en la esperanza
de los anhelos libertarios, incluso hegemónicos, de aquellos
pastores-agricultores, políticamente débiles.
Curiosamente, como si las estériles arenas y límpidos cielos
nocturnos fueran simiente de vastos movimientos monoteístas, mil novecientos años
después de esta alianza, otro pueblo semita de pastores nómades, que habitaban
virtualmente esas mismas regiones, los beduinos de Arabia, reinauguraban el
monoteísmo radical, esta vez impulsando una aventura de conquistas y expansión
de éxitos sin precedentes, bajo la forma del Islam. El ejemplo de poder que
recibieron los árabes no fue, sin embargo, el de una economía agrícola, sino el
militar de los imperios contemporáneos: el bizantino y el persa. Ellos
pudieron constatar que el poder no proviene, en último término, del control
sobre la economía agrícola, sino del control sobre quienes ejercen el control
sobre dicha economía. Como competidores en el dominio de pueblos, la cultura
surgida de allí ha sido, y es actualmente, antagónica con la cultura
occidental, lo que no ha ocurrido con el judaísmo, el que, después del año 70
d. C., acentuó su característica de constituir una transcultura de minoría para
ocuparse principalmente de aquellas funciones, especialmente económicas,
prohibidas por la religión oficial. Al fin y al cabo, el valle del Jordán no
era tan grande ni tan fértil como las tierras regadas por el Nilo, o por el
Tigris y el Éufrates, y los judíos rescataron las tradiciones comerciales de su
ancestral trashumancia.
Tiempo después, la concepción político-religiosa hebrea se
encarnó, bajo la forma del cristianismo, en las gentes sometidas y las minorías
del Imperio Romano. El Mesías, esperado emancipador político del pueblo
israelita, devino como Cristo-Rey-Dios en la persona de Jesús Nazareno en los
cien años que siguieron a su muerte en la cruz. Jesús, siguiendo la tradición
profética de Isaías, había proclamado un revolucionario mensaje de amor y fe,
de acción y contemplación, de libertad y alabanza, de sacrificio y esperanza,
de afirmación y humildad, de acción y piedad, anunciando la llegada del Reino
del Dios y proclamando la misericordia divina para los humildes de corazón. Por
su parte, sus seguidores terminaron por liberar la tradicional concepción
político-religiosa hebrea de su conexión con el “pueblo elegido” e,
introduciendo categorías grecorromanas, la universalizaron, como convenía a un
mundo ya internacional, e hicieron germinar la Iglesia, institución encargada
de llevar a cabo designios políticos de salvación de los justos, mientras se
opacó la lectura del mensaje del Jesús histórico.
En el transcurso del tiempo, el cristianismo se extendió
dentro de las fronteras del Imperio Romano, y de ser perseguido se hizo
poderoso, instituyendo una Iglesia imperial. Tanto como llegó a penetrar en el
poder político y dentro del mismo Estado, fue invadido también por la
religiosidad indoeuropea de iconos, deidades y costumbres, trasvase que
constituyó la Cristiandad. Esta nueva ideología político-religiosa, hecha a la
medida de la cultura occidental, nació con el poder del emperador Constantino y
fue articulada cien años después por san Agustín de Hipona. Entrañaba una
división del universo en dos partes: la natural y la sobrenatural, la profana
y la sagrada, la terrenal y la celestial; pero íntimamente vinculadas, unidas
dentro de una misma escala, como si pertenecieran al mismo universo. De ella,
la sociedad y su estructura política no quedaban al margen, sino que le eran
instrumentales. El objeto del Estado era la protección de la Iglesia, medio
sacramental indispensable para la salvación de los fieles, único propósito de
sus existencias terrenales. Así, en un grandioso orden que incluía todo el
universo, la Iglesia transformó la religión que la había gestado cuando, por
oposición al Estado, señaló que la salvación eterna es el fin último deseable
de todo ser humano, que la actividad propia de supervivencia pertenece
necesariamente al camino de la salvación eterna y que el camino de salvación
consiste en una conducta acorde con los dogmas, mitos, ritos y cánones
impuestos por ella. Mientras, la Iglesia se organizaba en torno al clero, el
cual asumía un extraordinario poder al constituirse en palanca indispensable
del mecanismo de salvación.
Después de que estas nociones integristas alcanzaran su
máxima expresión en el siglo XII con el Papa Gregorio VII, Hildebrando, la
estructura política laica se fue recuperando y fue reconstruyendo lentamente y
no sin grandes conflictos sus funciones inherentes y separadas de la religión,
y ésta se fue haciendo más interior y personal. La Iglesia terminó por desmembrarse,
pero la cultura conservó el concepto de una divinidad distinta del universo, la
dimensión de una trascendencia divina, la idea de una verdad revelada por Dios,
la creencia en una acción divina de salvación en la historia y, sobre todo, la
idea que por ser todos hijos de Dios y nos debemos amar los unos a los otros,
todos somos iguales y debemos respetarnos, que son las ideas básicas que al
cabo de 1800 años fructificó en la democracia.
La sabiduría natural
Por su parte, el origen del pilar de la sabiduría natural
puede trazarse a los antiguos pueblos indoeuropeos: principalmente celtas,
helenos, latinos, germanos y eslavos. Nómades del caballo y forjadores del
hierro (y no por una superioridad étnica, como el racismo nazi pretendió),
cada individuo concentraba suficiente poder para vivir en una condición de
identidad propia, independiente y libre de todo sometimiento autoritario, pues
cada uno era poseedor de su caballo y de sus imbatibles armas forjadas en
hierro. Esta característica estaba en radical contraste con lo que ocurría con
los agricultores pueblos semitas, quienes se encontraban subyugados por
poderosas teocracias surgidas a causa de la necesidad natural de protección
demandada por la vulnerable producción agrícola contra la codicia de los
vecinos. Un rey indoeuropeo, en cambio, era tan sólo un primus inter pares. No es de extrañar, en consecuencia, que la idea
de democracia no cuaje bien en los pueblos semitas, incluso en la actualidad,
ni tampoco en los pueblos de arraigado tribalismo.
Organizados militarmente, los indoeuropeos se transformaban
en valerosos guerreros y constituían, con la aportación libre de sus armas
personales, un poderoso poder militar, sobre todo cuando se enfrentaban a
infantería con armas de bronce, reclutada a la fuerza y sin tener iniciativa
alguna ni espíritu de cuerpo. La organización de estas estructuras guerreras
permitió a estos pueblos dominar, en el transcurso del tiempo, desde la India
hasta la península Ibérica y eventualmente los continentes ultramarinos.
La libertad individual y la igualdad política posibilitaron
la discusión de ideas que fructificaron en la filosofía y la ciencia dentro de
aquel pueblo indoeuropeo que se estableció en las tierras bañadas por el mar
Egeo. En contraste con los hebreos, quienes estaban preocupados por distinguir
entre el bien y el mal, el pecado y el castigo, y lo que a Yahvé complacía o
no, los antiguos griegos estaban inmersos en la distinción entre lo verdadero y
lo falso, entre el ser y el no ser, entre lo uno y lo múltiple, y la naturaleza
del universo y sus cosas. Del conocimiento generado por ellos la cultura
occidental es precisamente heredera. En forma similar a como los hebreos asentaron
el concepto de un Dios transcendente (en el sentido de ser de fuera del
universo espacio-temporal), los griegos instalaron el concepto del ser
trascendental (en el sentido de ser necesario para todas las cosas del universo
y, por tanto, universal). Con la entrada en escena del cristianismo, que
unificaba los pilares de las sabidurías tanto secular como revelada, resultó
natural identificar ambos conceptos: lo transcendente y lo trascendente. Aunque
claro, la noción de Dios se fue tornando más transcendente en una medida mayor
que la noción de ser fue adquiriendo un sentido trascendental. Para rehuir del
panteísmo, san Anselmo, Arzobispo de Canterbury en el siglo XI, imaginaba a
Dios como aquel ser del que nada mayor puede ser pensado.
Otras manifestaciones de la libertad individual se fueron
dando en el curso de la historia y en distintos lugares, como el Renacimiento
florentino, o el despertar científico a partir del siglo siguiente, con
Galileo. El conocimiento objetivo no se puede desarrollar donde las presiones
políticas y religiosas, con todo su aparato envolvente y represivo, son muy
fuertes para inhibir la libertad individual, como el mismo Galileo experimentó
en carne propia.
Variados personajes de tan distintas épocas y de tan distantes
lugares, como un Erasmo, un Bolívar, un Henry Ford, por nombrar a los primeros
que se me viene a la mente, comparten un modo de ser particular que los
distingue de personas de otras culturas. En general, ellos se ven a sí mismos
como individuos enfrentados a un universo que es posible conocer, admirar y
hasta dominar, y dependientes de un Dios transcendente, salvador y hasta
providente. A lo largo del tiempo, los centros culturales de Occidente se han
ido desplazando, y su extensión territorial ha ido sufriendo modificaciones
tanto en tamaño como en ubicación, siendo la más significativa la
incorporación de América a partir de hace justamente medio milenio y de
Australia, hace poco más de dos siglos.
También la influencia de la cultura occidental sobre todas
las otras culturas contemporáneas ha sido manifiesta, y ninguna ha podido
sustraerse de sus efectos. Distinguiendo entre cultura y civilización, en que
la segunda es el producto estético y técnico que resulta en cada momento de la
actividad cultural, podemos explicar por qué la cultura occidental ha influido
en las demás culturas, pero principalmente respecto a sus manifestaciones
técnicas y, últimamente, científicas. La cultura occidental ha actuado sobre
una naturaleza desacralizada y ha podido obtener el conocimiento científico y
tecnológico que le ha permitido dominarla y acumular gran riqueza y poderío.
Por lo tanto, se puede así afirmar que la técnicamente desarrollada cultura
occidental ha tenido un impacto muy grande sobre las demás culturas del mundo,
en las que mucho de sus creencias, valores y comportamientos de siglos han
sufrido cambios irreversibles.
CAPÍTULO 2 - LA FILOSOFIA Y LA CIENCIA, LOS DOS PIES
DEL CONOCIMIENTO OBJETIVO
En rechazo al mito y
la superstición la filosofía surgió hace 2.500 años para conocer la realidad en
forma objetiva. Desde el Renacimiento la ciencia ha venido criticando la
filosofía por su dualismo y la ha suplantado como método de conocer. Ahora se
ha visto que aquella no logra dar cuenta de las preguntas cruciales levantadas
por ésta, sumiendo a la cultura contemporánea en el relativismo. Ambas ramas
del saber objetivo tienen no sólo su legítimo lugar en el conocimiento objetivo
de la realidad, sino que se necesitan mutuamente. La filosofía debe ser
validada por la ciencia para ser relevante y la ciencia solo puede encontrar su
unidad y sentido en la filosofía.
La era de la filosofía
Exceptuando épocas de decadencia cultural, el discurso filosófico
tiene ya dos mil quinientos años de historia. Su propósito ha sido siempre la
comprensión de la realidad a través de la búsqueda del conocimiento objetivo y
el rechazo tajante de su explicación a través de mitos, leyendas y magia. Ha
llegado a formular las preguntas más profundas acerca de la existencia y la realidad,
del conocimiento y la moral, del significado y la lógica como jamás antes lo
fueron, y aquéllas expresadas posteriormente han sido repeticiones de éstas,
ocasionalmente más elaboradas y sofisticadas, algunas veces con novedosos
enfoques, otras, con pocas luces.
Los aspectos más sencillos y simples de las cosas no suelen
llamarnos la atención. Por el contrario, lo corriente es que pasen
desapercibidos frente a sucesos más extraordinarios; y sin embargo, en ellos
podemos justamente encontrar la racionalidad que nuestra mente demanda de la
mutabilidad y la multiplicidad que vemos en las cosas. Ya los primeros
filósofos de la Antigüedad habían procurado descubrir el sentido y la
significación más profunda de las cosas en estos aspectos. Tales de Mileto
(¿640-547? a. de C.), considerado el primer filósofo de la historia, supuso que
la clave, aquello que podría conferirles unidad y verdad, es el agua, la que él
consideró ser su elemento constitutivo. Había observado que el agua se evapora,
haciéndose gas, y también se solidifica al congelarse. Prontamente esta idea
fue desechada y sucesores suyos creyeron encontrar tal clave en los cuatro
elementos reputados de transmutables: el aire, el agua, la tierra y el fuego.
Estas materias supuestamente elementales podrían explicar la diversidad y el
cambio en la unidad. Más tarde, otros confiaron tenerla en las hipotéticas
partículas indivisibles o “átomos”, unidades últimas y más pequeñas que,
agregadas y combinadas, constituyen la pluralidad y la mutabilidad de las cosas
del universo. Otros más supusieron que la explicación de todo reside en la
calidad mítica de los números.
Más tarde, en el quehacer filosófico de conocer el
fundamento último de las cosas Parménides
de Elea (¿504-450? a. de C.) descubrió la idea del “ser”, noción que
resultó ser verdaderamente embriagadora para todos los filósofos que le
siguieron. El ser se identificó con el atributo de todas las cosas, ahora
consideradas como entes, es decir, cosas referidas al ser. De ahí, el ser
adquirió una doble dimensión. En tanto existe, el ser es múltiple y mutable,
pero en cuanto es, el ser es uno e inmutable. Así, el ser comprende la
necesidad y la universalidad, la unidad y la pluralidad, la inmutabilidad y la
mutabilidad, siendo, en consecuencia, el atributo absoluto y último de todo:
las cosas son en cuanto son, y ninguna cosa que es puede no ser. Por el ser, la
pluralidad y la diversidad de cosas se relacionan en la unidad. Esto tiene dos
implicancias: primero, el ser puede predicarse de todas las cosas y, segundo,
por el hecho de que las cosas puedan relacionarse en el ser, ellas se nos hacen
inteligibles. Para tener una idea de la importancia del concepto del ser,
podemos imaginar que su descubrimiento para la filosofía fue análogo al del
cero para las matemáticas. El descubrimiento griego de que todas las cosas son,
lo cual implica que la aparentemente caótica multiplicidad y mutabilidad del
universo es revestida con la perfección de la unidad e inmutabilidad del ser,
fue un logro formidable. Desde su mismo descubrimiento el ser pasó a constituir
el fundamento del discurso filosófico.
Sin embargo, un primer problema insalvable apareció en este
discurso, y es que buscando superar la antinomia de lo uno y lo múltiple y de
lo inmutable y lo mutable, las soluciones filosóficas propuestas han sido
dualistas, entre una razón espiritual y una realidad material, negando la
unidad natural del universo. La distancia entre los términos de la polaridad
fue creciendo, debido justamente a un desconocimiento básico del funcionamiento
de las cosas en el universo. En el transcurso del tiempo ella se ahondó hasta
convertirse en la tajante dualidad que incluye los términos irreconciliables de
espíritu y materia, llegando a establecer la imposibilidad de conocer las cosas
en sí mismas. Tradicionalmente, la filosofía ha supuesto que la unidad y la
inmutabilidad están vinculadas con la inmaterialidad de la idea, en tanto que
la multiplicidad y la mutabilidad pertenecen a lo caótico del mundo sensible.
De ahí se supuso que la idea debe ser concebida por una mente de naturaleza
inmaterial y, por tanto, espiritual.
Además, tanto con el racionalismo como con el idealismo, la distancia entre lo caótico e informe del mundo sensible y el orden y eternidad de la idea fue acentuada intencionalmente tras la búsqueda de lo absoluto y lo perfecto.
Además, tanto con el racionalismo como con el idealismo, la distancia entre lo caótico e informe del mundo sensible y el orden y eternidad de la idea fue acentuada intencionalmente tras la búsqueda de lo absoluto y lo perfecto.
Un segundo problema insalvable ha sido que la noción del ser
presenta una radical limitación a nuestro conocimiento de las relaciones
causales. Aunque el ser puede ser predicado de todas las cosas del universo y
todas ellas se relacionan por ello en el ser, su afirmación, negación o
inclusión no ha logrado generar conocimiento objetivo y confiable ulterior. Por
explicar todo, en realidad no explica mucho. La metafísica del ser parte desde la
certeza absoluta del ser, pero no tiene certeza alguna de que el camino no
conduzca hacia la irrealidad absoluta. Desde este punto de partida no se ha
logrado jamás trazar un camino sólido para el conocimiento sin sobrevalorar la
capacidad de la razón, que es una facultad eminentemente subjetiva de cada
individuo humano.
Ya Roger Bacon (¿1214?-1294) quiso liberar el conocimiento
objetivo del vasallaje que imponía una filosofía puramente racionalista. En su Opus maius (1266) escribía: “Hay dos
caminos para conocer: la razón y la experiencia. La razón nos permite sacar
conclusiones, pero no nos proporciona sensación de certidumbre ni nos quita las
dudas de que la mente está en posesión de la verdad, a no ser que la verdad sea
descubierta por el camino de la experiencia”. No podemos negar la
extraordinaria importancia que ha llegado a tener el método empírico en el
conocimiento de la realidad y la obtención de la verdad. La ciencia moderna ha
encontrado que la dualidad de la filosofía tradicional es un concepto artificioso
y erróneo, pues contradice la realidad que ha ido develando, siendo la unidad
del universo lo central de lo que ella ha ido descubriendo y siendo además lo
múltiple y mutable su forma de ser que ella aúna en leyes naturales.
La irrupción de la ciencia
Sin duda alguna, el acontecimiento más importante de nuestra
época, y que la caracteriza, ha sido, y es, el extraordinario desarrollo
experimentado por la ciencia en el conocimiento de la realidad. Esta revolución
del conocimiento ha ido sustrayendo importancia en forma creciente a la
filosofía, que hasta entonces había ocupado el sitial de la sabiduría,
monopolizando la verdad y arbitrando su certeza, por mucho que en el medioevo
la teología hubiera pretendido usurpar tal posición. La naciente y
revolucionaria percepción del universo que impulsó la nueva mentalidad surgida
con el espíritu del Renacimiento estaba destinada a crecer y fructificar hasta
llegar a alcanzar la conflictiva coexistencia entre la ciencia y la filosofía
que se puede observar. Mientras la ciencia asciende triunfante, la filosofía
decae persistente e irremediablemente. Además, la primera ha llegado a
considerarse a sí misma como el único modo relevante del saber y a suponer que
el discurso filosófico no tiene sentido. La segunda, batida en retirada, ha
buscado refugio en algunas ramas secundarias de su otrora frondoso árbol de la
sabiduría, tales como la lógica y el lenguaje.
El discurso científico es de factura relativamente reciente.
Pero tal como lo fue el discurso filosófico en su inicio, aquél también tuvo un
origen más bien modesto y cauteloso. Como competidor en la explicación de la
realidad, debió enfrentar el discurso filosófico que dominaba sin contrapeso en
la vida intelectual, de la misma manera como éste debió enfrentar el discurso
mitológico que anteriormente dominaba la cultura. El juicio que el poder y la
tradición le hicieron a Galileo había tenido su paralelo en el de Sócrates. Tal
vez, lo establecido nunca ha sido tolerante con lo nuevo.
Mientras la filosofía ha estado cediendo terreno, estancada
dentro de su amurallada y abstracta fortaleza conceptual, la ciencia, mediante
una nueva pero simple metodología, ha ido edificando paso a paso de laborioso
trabajo experimental, analítico y especulativo, de cooperación sin
precedentes, un espléndido y luminoso palacio de conocimiento. Además, la
segunda se ha ido cimentando sobre numerosas y brillantes intuiciones y
descubrimientos aportados a un ritmo creciente desde la revolución de Nicolás
Copérnico (1473-1543) y las experimentaciones de Galileo Galilei (1564-1642).
Ha ido acumulando un gigantesco volumen de conocimientos, fruto de
innumerables observaciones, investigaciones, hipótesis, experimentaciones,
modelos y teorías. Ha caracterizado y modelado nuestra era. En fin, ha ido
develando, en su evolución, una realidad tan compleja y maravillosa que no
solamente ha opacado la tradicional sabiduría filosófica, sino que ha desnudado
sus fundamentos teóricos y los ha encontrado irreales.
La búsqueda del orden racional en una realidad que se
presenta caótica por su multiplicidad y mutabilidad ha sido una inquietud
humana permanente. Así como las moléculas de un cristal líquido se alinean
ordenadamente al ser polarizadas, la cuestión ha sido encontrar la polaridad.
La representación del objeto de la metafísica tradicional llegó a convertirse
en algo atemporal, sin pasado ni futuro, y puramente nominal, sin referencia a
las cosas de la realidad. Ni siquiera Aristóteles, quien estaba profundamente
preocupado por explicar el cambio, pudo advertir la íntima relación del ser con
su causa, sino sólo de modo tangencial, cuando postuló una causa final, una
teleología, como causa del acontecer. Por el contrario, para la edad
científica, el ser inmutable, atemporal y nominal es perfectamente irreal. La
ciencia reconoce las cosas justamente por sus relaciones causales,
preocupándose tanto por el origen de ellas como por lo que transforman. Más que
andar tras los trascendentales del ser (unidad, verdad, bondad), en su mira
están la energía, el cambio, la causa, el efecto, el tiempo y el espacio.
La ciencia ha centrado su interés en la relación entre la
causa y su efecto precisamente de lo mutable, llegando a descubrir
experimentalmente en las cosas el orden racional con el carácter universal de
leyes naturales. No debe extrañar, en consecuencia, que ella haya encontrado
irrelevante el ser metafísico y carente de sustento real las categorías
puramente de carácter racional y lógico que los diversos sistemas metafísicos tradicionales
han construido, deducidos únicamente del contenido conceptual del ser y atados
al prejuicio de una realidad sensible caótica y un universo dualista. En
consecuencia, desde el auge de la ciencia moderna, mientras los filósofos se
empecinaban en mantener vigente el concepto de ser, nuestra cultura iba
quedando huérfana de sistemas conceptuales unificadores que dieran racionalidad
a una realidad que, para el gusto tradicional, se iba tornando excesivamente
compleja, dinámica, macroscópica y microscópica.
En el terreno práctico del hacer, tan propio del homo faber, la ciencia ha brindado el
apoyo teórico para la explosión tecnológica desencadenada por la Revolución
Industrial, la que ha catapultado nuestra civilización a todos los confines de
la Tierra, incluso hasta fuera de ella, y a estadios nunca antes imaginados, al
menos por la enorme cantidad de fuerza movilizada, poder adquirido, control
ejercido y sistemas creados. La ciencia, junto con el mismo proceso de
conocimiento teórico de la realidad, genera el conocimiento tecnológico. En
efecto, la ciencia teórica, que demuestra la causalidad existente entre las
cosas por el método empírico y formula una idea de ello, es la misma de la
tecnología que, por medio de la invención, demuestra cómo las innovaciones
cambian nuestra existencia. Antes de que una idea pueda ser aplicada en forma
práctica, debe ser formulada en forma teórica. Las ideas sobre masa, carga
eléctrica, energía, fuerza, movimiento, cambio están en la base del
conocimiento tanto de los investigadores como de los inventores. El
conocimiento del calor, la presión, la resistencia, el caudal, el peso, la
velocidad, etc. y sus relaciones, expresado además en lenguaje matemático, ha
permitido transformar y controlar el medio.
El ser humano es el único ser que actúa según los planes de
futuro que continuamente formula; el solo hecho de adquirir la capacidad a
través de la ciencia para predecir los acontecimientos ha producido en la
civilización una completa revolución en el dominio sobre la naturaleza. La
ciencia, en su afán por explicar los acontecimientos que tienen lugar en el
universo y por descifrar la causalidad existente en las relaciones entre las
cosas, no deja ningún fenómeno a su alcance sin explorar, observar, investigar,
probar, examinar, estudiar, experimentar y analizar. Solo hasta recientemente
en la historia de la humanidad, se ha conseguido de manera completa la
estrecha relación mutua entre las hipótesis y las teorías, y la experimentación
y la observación. Observando y experimentando las fuerzas existentes dentro y
entre objetos tales como partículas nucleares, ADN, sociedades humanas o
cúmulos galácticos, y penetrando en sus intrincadas y complejas estructuras y
organizaciones, la ciencia no solamente ha hecho surgir el conocimiento de
mecanismos y procesos causales que hasta entonces eran desconocidos o no tenían
explicación objetiva, resaltando la importancia de estas mismas estructuras y
fuerzas, sino que también ha podido predecir los acontecimientos que primeramente
intentó explicar.
El ímpetu de la ciencia
Desde siempre el ser humano ha comprendido que las cosas
tienen un comienzo, sufren transformación, se manifiestan, subsisten por un
mayor o menor tiempo y se acaban. A partir de los antiguos griegos, sabemos que
el cambio en una cosa ocurre por la interacción de sus partes o por la acción
con otras cosas, y no por el efecto del poder de la magia, de dioses o del
destino. La naturaleza causal del universo y sus cosas ya resultaba evidente en
tiempos de Isaac Newton. En los siglos posteriores se percibió con mayor
claridad que la realidad consiste fundamentalmente en el cambio producido por
las fuerzas existentes en la naturaleza. A comienzos del siglo XX, las dos
teorías más revolucionarias de ese siglo, la de la relatividad y la mecánica
cuántica, que se basaron en el comportamiento del fotón, la partícula de que se
compone la luz, asentaron definitivamente aquella idea. En la actualidad,
podemos concluir que todas las cosas, como también sus componentes y los
sistemas de los cuales forman parte, están organizadas estructuralmente y
relacionadas causalmente mediante la fuerza. Cambian y se transforman
siguiendo, de acuerdo a sus funciones específicas, pautas precisas y
establecidas, en una secuencia temporal y abarcando un espacio determinado, de
modo que el determinismo de la causalidad puede ser conocido, derivando de
aquél leyes naturales.
Mediante su propio método la ciencia logra relacionar un
efecto con su verdadera causa, destruyendo contundentemente en este proceso la
superstición y la magia. El método científico, forjador de la mentalidad
contemporánea tan ajena a la mitología, se basa en la secuencia
observación-hipótesis-experimentación-verificación-inducción. Somete los
resultados al rigor del número y la medida, hasta llegar a conocer las leyes
que gobiernan los acontecimientos y a construir modelos y teorías. Aunque se
trata del conocimiento de la relación de la causa con su efecto, el experimento
científico difiere de la experiencia cotidiana en que el primero es guiado por
una hipótesis o una teoría matemática, que plantea una pregunta y es capaz de
interpretar la respuesta. Posibilita comprender los fenómenos de la realidad
que de otro modo permanecen inasibles. Enfrentada a la realidad objetiva, la
ciencia observa y analiza las estructuras de las cosas, y experimenta con las
fuerzas que intervienen en organizarlas; formula hipótesis acerca de la
funcionalidad de las cosas que son causas o son efectos; verifica
experimentalmente las hipótesis tantas veces como la necesidad de la certeza lo
exija; prosigue por describir los mecanismos, y mide los procesos por los
cuales las cosas cambian y se transforman e influyen sobre otras cosas; luego
continúa por relacionar suceso tras suceso, llegando a descubrir su ley de
conexión; termina por construir modelos y teorías para explicar ciertas
relaciones invariantes que no se pueden observar directamente en la naturaleza.
Así, pues, tanto hipótesis como leyes, tanto modelos como teorías, juegan su parte
en la principal función de la ciencia, cual es explicar cómo funciona la
naturaleza.
La denominación “experimental” o “empírica” que recibe la
ciencia significa que proviene del hecho de que las verdades que enuncia pueden
ser sometidas a la verificación experimental. Sin embargo, la ciencia no parte
necesariamente a posteriori, por
inducción, de pruebas empíricas; también sus hipótesis, modelos y teorías nacen
de intuiciones a priori, como a
menudo ha sido el caso. Ejemplos de leyes descubiertas y teorías enunciadas hay
muchos en los que el científico tuvo la intuición, deduciendo osadas
conclusiones de algunos hechos cotidianos, o representando con gran imaginación
la realidad posible, y sólo después se realizaron los experimentos que vinieron
a confirmar lo primeramente afirmado.
Lo que hace que una verdad tenga validez científica es que
pueda ser sometida a la experimentación para verificarla, independientemente de
si su origen estuvo antes o después de la experiencia. Una explicación
científica no sólo debe ser relevante, también debe poder ser verificable
empíricamente. Sin embargo, el marco teórico que unifica los distintos
fenómenos no surge de la acumulación de hipótesis verificadas. Nada hay en el
conocimiento analítico de hipótesis que posibiliten la elaboración de la
teoría. Una teoría científica es una síntesis abstracta que la mente humana
efectúa tras considerar una cantidad de fenómenos científicos para llegar a una
unidad, que es válida mientras no sea contradicha por otra evidencia científica,
que es indemostrable, que es resumida en unos pocos postulados científicos, y
que puede ser codificada y descrita matemáticamente. Sus predicciones deben
concordar con las observaciones y experimentaciones.
Una hipótesis es una interrogante que surge en el proceso
del conocimiento de alguna relación causal, y demanda respuestas que son
provistas por el método científico de la experimentación y la observación,
entregando mediciones lo más precisas posibles. Un modelo es una descripción a
escala antropométrica de fenómenos imposibles de ser observados directamente,
como el átomo, el ADN, el interior de la Tierra, pero del que se pueden
observar, medir, explicar, analizar y predecir los procesos implicados. Una
teoría es una explicación conceptual y lógica de sistemas basada en la conexión
causal de sus componentes relevantes.
A pesar de que se ha empeñado en enfrentarse directamente
con toda la infinitamente compleja dimensión de la realidad, la ciencia se ha
constituido en un instrumento extraordinariamente eficaz para conocerla en
forma objetiva. A través del método empírico la ciencia continúa, cada vez con
mayor interés y recursos, cubriendo mayores espacios de la realidad,
penetrando en lo más recóndito de las cosas e investigando sus múltiples e
intrincadas relaciones de causalidad. Cada nuevo descubrimiento científico es
una conquista de lo misterioso. Si la filosofía logró expresar el principio de
no-contradicción, por el cual se afirma que una cosa no puede ser y no ser al
mismo tiempo, con cada descubrimiento la ciencia establece leyes que van
carcomiendo el indeterminismo aparente de la realidad, del que en tiempos
pasados resultaba la imagen de caos con la que muchos filósofos la habían
identificado. Como van apareciendo a la ciencia, las cosas del universo, no
sólo no pueden ser y no ser al mismo tiempo, tampoco pueden ser de alguna u
otra manera, pues dependen de relaciones de causa y efecto muy determinadas.
Ellas son además posibles de conocer, de modo que la realidad ha ido emergiendo
como un todo muy organizado y comprensivo, muy lejana de la concepción
idealista que la desechaba como caótica.
La ciencia penetra hasta lo más recóndito en cada escala de
fenómenos que estudia, descubriendo la individualidad de las cosas de entre la
multiplicidad. Así, llega a determinar que todo es discreto y que nada es
continuo en la escala que analiza. Lo que analiza son relaciones puramente
causales entre entidades discretas. El dinamismo que percibimos corresponde a
la multiplicidad de cambios mecánicos que son apreciados desde una escala
superior, donde aparecen como procesos continuos. Puesto que en la realidad
todo es discreto si se llega al fondo de la escala de interés, todo es
cuantificable, y si es cuantificable, todo está sujeto a las operaciones
matemáticas. Es por ello que el lenguaje que emplea la ciencia sea justamente
las matemáticas.
La ciencia incursiona en la realidad desde el mundo microscópico
hasta el mundo macroscópico, y en procesos en los cuales no tenemos un acceso
directo sin utilizar instrumentos especialmente confeccionados. Incluso
aquello que es observable sale tan lejos de nuestra experiencia cotidiana que
resulta difícil imaginar y menos describir. Otros fenómenos, en cambio, no
pueden ser observados ni medidos directamente, pero la ciencia los supone
teóricamente. Por ejemplo, las unidades subatómicas podemos describirlas como
partículas cuando se comportan como tales, y también como ondas cuando tal es
el caso, siendo ambas características contradictorias en nuestra dimensión
antropométrica, por lo que nos es inimaginable el aspecto undicorpuscular que
aquéllas puedan tener en realidad. Aún así, la ciencia hace un modelo para la
estructura y la función, y lo somete a ecuaciones matemáticas, logrando con
este modelo interpretar la realidad de un modo adecuadamente objetivo y
obteniendo información certera y precisa.
Cada nueva hipótesis, modelo y teoría que se incorpora al
cuerpo del conocimiento científico, pasando a integrarse a éste, supone su
aceptación por parte de la comunidad científica, donde el cuerpo del conocimiento
científico es el conjunto de hipótesis y teorías aceptadas hasta el momento
presente. Por otra parte, esta sensible y atenta comunidad persigue eliminar
cualquier error y contradicción que pueda emerger con los nuevos y continuos
aportes de conocimiento, pues, siendo su aspiración la construcción de un
cuerpo de conocimiento comprehensivo y unitario, y que al mismo tiempo no
contenga error, está dispuesta a abandonar o modificar cualquier hipótesis o
teoría previamente aceptada si se comprueba contradicción con un nuevo aporte
que se demuestre cierto.
Sin embargo, no todo nuevo aporte significa recíprocamente
algún abandono de algo que había sido aceptado previamente, sino que corresponde
al necesario esfuerzo por ser lo más preciso y objetivo posible frente a una
realidad en apariencia infinitamente compleja. Frecuentemente, los nuevos
descubrimientos científicos significan perfeccionamiento de anteriores
teorías. Consideremos, por ejemplo, las teorías acerca de las órbitas
descritas por los planetas. Copérnico, influenciado probablemente por Aristóteles,
supuso que éstas son círculos. Más tarde, Juan Kepler (1571-1630), sin rechazar
la conclusión de Copérnico, pero precisándolo, dedujo que son elipses.
Posteriormente, Isaac Newton (1642-1727) determinó, con aún mayor precisión,
que las órbitas planetarias son curvas más complejas que derivan de la
combinación variable de las fuerzas gravitacionales de los distintos cuerpos celestes
que actúan. Mucho después, Albert Einstein (1879-1955) infirió que las
trayectorias descritas por los planetas son líneas geodésicas trazadas en el
continuo espacio-temporal que se curva a causa de la presencia de masa. Lo más
probable es que, a causa de que la explicación de la gravedad hecha en la
teoría general de la relatividad resulte errónea por identificarla con la
inercia, un nuevo aporte signifique un perfeccionamiento o un avance en una
nueva y distinta teoría.
Por otra parte, a pesar del interés que caracteriza a la
comunidad científica por develar la verdad, muchos científicos están mucho
menos preocupados por llegar a la verdad, como Aristóteles idealizaba, que en
adquirir prestigio y poder. Gran parte de los científicos son únicamente
profesionales que reciben sus sueldos de poderosas instituciones estatales o
privadas que tienen intereses muy concretos y mundanos. Gran parte de ellos
comparten o abundan en las ideas gregarias que son demandadas por el público
más versado y que son satisfechas por las repetitivas publicaciones de divulgación
científica. Si la ciencia está comparativamente detenida en la actualidad, a
pesar de los enormes esfuerzos de multitudes de científicos y de los inmensos
recursos económicos que se gastan, es debido probablemente a que existen
grandes intereses que obliga al establecimiento científico a refugiarse en una
burbuja con grueso cascarón. Penetrarlo con una teoría alternativa resulta casi
imposible. La evidencia contradictoria a una teoría ampliamente aceptada o es
manipulada o se intenta curiosas interpretaciones teóricas. Otra razón para
este desbarajuste con la objetividad esperada es que el científico puede
conocer mucho de su estrecho campo, pero ser un ignorante en relación al resto
de la realidad. En fin, puesto que de una mayoría de científicos no emerge
necesariamente una teoría unificadora, quien la propone debe vencer una gran
resistencia de personas que han logrado una alta posición de poder.
En consecuencia, la verdad científica no se encuentra en el
consenso subjetivo e interesado de algún grupo mayoritario de destacados
científicos, sino que en los aportes cada vez más precisos de científicos que
describen la realidad, la cual se va haciendo cada vez más compleja en la
medida que va siendo develada. Además, el problema de la verdad científica es
que, cuando la oferta de recursos y prestigio es inferior a la demanda, los
hallazgos efectuados fuera de este reducido ámbito monopolizado por “la
ciencia” no tienen oportunidad de llegar a ser aceptados. La ciencia, que
debiera ser un espacio abierto para todo aquel que tiene un aporte que hacer,
llega a ser propiedad del establecimiento científico que maneja los recursos
económicos y las publicaciones de prestigio.
Complementación
Una conclusión fácil que podría desprenderse de lo anterior
es que la ciencia ha obtenido una merecida victoria sobre la filosofía gracias
a su método empírico, el que ha resultado ser más certero que el filosófico en
la búsqueda de la verdad objetiva. Ciertamente, el grado de certeza de una
proposición científica es enorme a causa de la demostración experimental que
permite la emisión de juicios a
posteriori válidos. Sin embargo, este mayor grado de certeza en el ámbito
de las relaciones de causa-efecto no justifica que la ciencia deba desplazar a
la filosofía de su propio campo de acción, ni menos todavía, reemplazarla. No
es posible aceptar el enunciado extremo de Bertrand Russell (1872-1970): “lo
que la ciencia no puede decirnos, el ser humano no puede saber”. Por el
contrario, tanto la ciencia como la filosofía son necesarias para comprender la
realidad; cada cual con su propia óptica, su propio método, su propio alcance,
sus propias conclusiones.
La ciencia y la filosofía no son muy diferentes entre sí en
cuanto al propósito de conocer objetivamente la realidad. Ambas tienen el
mismo objeto material o campo de estudio, que es todo el universo, y tienden su
mirada inquisitiva a todo lo que las rodea. Ambas persiguen conocer las cosas
como son a través de ellas mismas o de sus causas. Ambas buscan la certeza y
tienen una postura permanente de crítica para impedir que se deslice el más
mínimo error. Ambas aborrecen de los prejuicios y los mitos. Ambas tienen como
única perspectiva la realidad. Ambas no temen a lo dramática que pueda llegar a
ser la verdad que surge. Ambas tienen un lugar propio en nuestra actividad de
conocer objetivamente la realidad. No obstante, podemos observar que desde la
aparición de la ciencia ambas se han situado en posiciones tan distintas
respecto a la concepción del universo y la metodología empleada para conocer,
que el entendimiento mutuo ha llegado a ser aparentemente imposible. Y desde
hace algún tiempo atrás, la filosofía ha entrado en decadencia, prácticamente
aplastada por el peso de tan poderoso adversario o, mejor dicho, por un
hiperdesarrollo de la ciencia, que ha generado un enorme desequilibrio de la
relación entre ambas fuentes del saber objetivo.
Mientras la ciencia se construye paso a paso por la labor
progresiva de un científico tras otro, involucrando a cientos de miles de
ellos, la filosofía es la labor solitaria e independiente de alguien que se
pregunta por los problemas fundamentales e imperecederos acerca de la
naturaleza, del hombre y de Dios, y sobre la existencia y el sentido de las
cosas. Mientras el conocimiento científico es el resultado de la labor de
muchos, el conocimiento filosófico es la recurrente lectura de aquellos que han
formulado las preguntas fundamentales y han intentado responderlas. Mientras
la ciencia penetra en lo complejo, la filosofía busca lo fundamental. Mientras
el conocimiento científico es tanto acumulativo como perfeccionado, el
conocimiento filosófico es la reflexión efectuada en forma renovada, generación
tras generación, a partir de lo que en ese momento se conoce de la realidad
para replantearlo todo. Mientras el objeto material tanto de la ciencia como de
la filosofía es la totalidad del universo, el objeto formal de la filosofía es
todo el universo como un todo que puede explicar sus partes, mientras que el de
la ciencia son las partes que pretenden explicar el todo. Mientras la filosofía
tiende a estudiar lo permanente, la ciencia estudia lo que cambia. Mientras la
filosofía busca entender el sentido y la razón de ser de las cosas, la ciencia
trata de descubrir las relaciones de causa y efecto que explican los mecanismos
del cambio y la transformación de las cosas.
Específicamente, como lo expresara Alfred North Whitehead
(1861-1847), coautor con el mismo Russell, mientras la filosofía busca
justificar la verdad y explicar lo primero y más fundamental de las cosas, la
ciencia permanece enteramente ajena a dichos propósitos. De ahí que, en
general, el filosofar es algo que en los distintos momentos de la historia todo
ser humano puede y llega a efectuar en mayor o menor grado, normalmente en
forma parcial, inconsistente y contradictoria, según su propia visión de la
realidad. Corrientemente, el filosofar es una actividad que se encuentra
relacionada con el esfuerzo personal de algún pensador en particular que no
está necesariamente vinculado al mundo académico y que llega a publicar su
propia reflexión. Si en nuestra época la labor filosófica ha declinado, se debe
al moderno mito que supone que la ciencia tiene la capacidad para dar respuesta
a lo primero y más fundamental de las cosas. En menor grado, se debe al
vertiginoso desarrollo que ésta está experimentando.
La ciencia centra su atención en conceptos trascendentales
como materia, energía, movimiento, velocidad, cambio, causa, efecto, masa,
carga, espacio, tiempo, etc., para
alcanzar nuevas y más amplias comprensiones de la realidad. Sin embargo,
los principales conceptos científicos son en efecto filosóficos y muchos
científicos se han conducido más bien como filósofos en la necesidad de
comprender críticamente el significado profundo de la realidad que emerge de la
observación y la experimentación. Si los mitos y leyendas de la tradición y las
explicaciones acientíficas de los fenómenos de la naturaleza terminan por ser
arrollados y destruidos por la ciencia, las preguntas sobre las últimas
cuestiones surgen una y otra vez, buscando siempre una renovada y fresca
respuesta que la ciencia es incapaz de proveer.
Las insuficiencias de la ciencia
A pesar de su devastadora crítica sobre la filosofía, la
ciencia no ha logrado sustituir el objetivo de este antiguo saber dedicado a
dar respuesta a las preguntas más fundamentales de la existencia. Aunque día a
día ella devela más trozos de verdad de aquella realidad que nos parece a
primera vista tan caótica, en la escala de su quehacer la realidad como
totalidad y unidad siempre permanecerá inasible. De hecho no sólo no ha sido
capaz de dar respuesta satisfactoria a las preguntas que más nos inquietan,
sino que su accionar ha corroído en tal grado a la filosofía que nuestra época
se encuentra sin un rumbo definido. Comprender la existencia a través del
conocimiento racional había sido precisamente el objetivo perenne y principal
de la filosofía, y este vacío la ciencia ha pretendido ocuparlo, consiguiendo
sólo que el prosaico e interesado comercio, con su implacable publicidad, se
encargue de decirnos a cada instante qué es la felicidad y cómo alcanzarla,
mientras la identifica con ninguna otra cosa que no sea el consumo de algún
producto de la economía, incluidos los temas científicos de moda, como agujeros
negros, dinosaurios, vida extraterrestre, y los pseudo científicos, como la
Atlántida, Pié Grande, el Triángulo de las Bermudas, el tarot, Nessie y otras
banalidades que apasionan a multitudes.
El mito de nuestra época es la creencia que la ciencia
terminará por darnos las respuestas a las preguntas más fundamentales, como
indicarnos cuál es el sentido de una vida que termina necesariamente en la
muerte, cuál es la relación entre el ser humano y la naturaleza, qué conocemos,
qué hace que la persona sea la finalidad del Estado, y otras preguntas aún más
fundamentales como también más abstractas, como qué son el ser y la existencia,
la esencia y la realidad. Para ello nuestra época ha puesto todo el empeño en
el descubrimiento científico en la suposición que cuando el universo termine
por ser develado, se habrá encontrado la luz. Sin embargo, son justamente la
óptica y la metodología de la vilipendiada filosofía las que nos pueden
proporcionar tales respuestas.
El referente filosófico del mito científico es que
recopilando y analizando datos y más datos ad
infinitum a través de la observación y la experimentación, se podrá
progresivamente llegar a tener aquel conocimiento universal que buscaba
Aristóteles y que Platón daba el carácter de absoluto. Sin embargo, aunque se
llenen trillones de trillones de megabytes de información científica en la
memoria de supercomputadores y se los haga funcionar interminablemente en análisis
de datos, en esta escala seguiremos siendo muy ignorantes. La sabiduría se
puede alcanzar solo a través de nuestra capacidad de abstracción en el silencio
de la reflexión. No es la cantidad de datos, sino su relevancia y lo que
nuestra mente consigue entrever lo que resulta importante. El mundo conceptual
más universal es necesariamente más abstracto. Es de relaciones ontológicas
cada vez más trascendentales. La inteligencia artificial podrá ser
extraordinariamente veloz y procesar una infinidad de datos, pero difícilmente
podrá suplantar la inteligencia humana en relacionar ontológicamente
representaciones para llegar a conceptos más abstractos y universales.
Tras la intensa incursión de la ciencia en nuestra cultura,
el saber objetivo se enfrenta con un problema. Éste se refiere a la más
completa ausencia de un sistema conceptual que unifique la pluralidad de la
realidad con el objeto de hallar su racionalidad última. La razón de que este
sistema no exista en la actualidad se debe a que el sistema conceptual
tradicional basado en el dualismo (léase idealismo, racionalismo,
existencialismo, fenomenología, etc.), que ya alcanzaba alturas absolutas de
conocimiento, terminó por caer desde aquellos mundos ideales y nominales,
destruido estrepitosamente por la lógica de la ciencia y la certeza del
conocimiento empírico.
Nuestra época, bautizada ya de postmoderna, ha tomado
conciencia de dos hechos correlacionados: el derrumbe del saber filosófico a
causa de la revolución científica, y el reconocimiento que el puro saber
científico no puede reemplazar el saber filosófico. Los escritores que
describen este fenómeno, llamado posmodernista, destacan que la realidad para
nuestros contemporáneos ya no se concibe bajo un solo patrón racional, sino que
se encuentra desintegrada en múltiples significantes sin explicación racional
posible. La realidad aparece como una multiplicidad de fragmentos de imágenes y
emociones carentes de sentido y, en consecuencia, resistentes a una comprensión
totalizadora, negándose, por tanto, nuestra posibilidad para conocerla. La
razón que estos escritores aducen para que el sujeto que conoce haya perdido su
relación con la realidad es que el discurso relativista actual no se está
refiriendo a objetos reales, sino que a objetos construidos por los medios de
comunicación. Sin desmerecer esta explicación de orden comunicacional, pienso
que en el fondo se encuentra la histórica destrucción de la tradición
filosófica que ha buscado desde su origen la unidad cognoscitiva de una
realidad que naturalmente nos aparece desintegrada.
Las teorías científicas construidas no alcanzan a dar
racionalidad al conjunto del universo, que no es por lo demás el propósito de
la ciencia, sino solamente a aspectos parciales del mismo, aunque aún ronda el
mito que en un futuro la ciencia terminará por encontrar la fórmula unificadora
del universo, intento que produjo muchas noches de desvelo al mismo Einstein.
Además, por mucho que se concilien todas las teorías científicas en una gran
teoría general que las englobe, ésta nunca podrá reemplazar a algún principio
universal y necesario, propio de la filosofía, que pueda producir un orden
racional para todas las cosas.
Conociendo con los dos pies
Lo que los conceptos científicos tienen de específicamente
científicos es que se relacionan y se definen entre sí de modo matemático.
Conocida es por ejemplo la expresión E = m·c². Así, mientras el conocimiento
filosófico es el resultado del pensamiento humano en un esfuerzo crítico de
abstracción, el conocimiento científico resulta de la aplicación de la
aplicación de la lógica matemática a los parámetros de la naturaleza que se
conocen a través del método empírico de verificación de hipótesis por medio de
la experimentación. Es en el sentido de que la teoría es una síntesis
conceptual que obliga a la ciencia depender del esfuerzo filosófico. En último
término, la filosofía da sustento a la ciencia. A pesar de que la ciencia
moderna se considera tan autónoma y autosuficiente que reniega de la filosofía,
todos sus postulados son filosóficos. Esta complacencia la hace cometer serios
errores. Por ejemplo, la cosmología moderna se erige sobre conceptos sobre qué
son la materia, la energía, el espacio y el tiempo que merecen una crítica
filosófica. Incluso para probar la validez de sus propias afirmaciones no
trepida en gastar sumas de dinero extraordinariamente fabulosas en mantener
miles de científicos, publicaciones, laboratorios, observatorios y satélites.
Aunque el cada vez más complejo entramado de teorías
científicas responde con mayor precisión y certeza al “cómo son” las cosas, es
decir, cómo están compuestas y formadas, cómo se comportan y funcionan, y al
“por qué del cómo”, esto es, por qué las cosas subsisten e interactúan,
apuntando hacia las relaciones causales, no puede explicarnos el “por qué de
los porqués”, qué finalidades, sentidos, significaciones y valores tienen, y,
en último término, por qué existen. Y si respondiera a estas preguntas,
evidentemente ya no sería una conclusión científica. Para conocer esas
“cuestiones últimas”, que confieren racionalidad a la realidad, a las cosas del
universo, al mismo universo y especialmente al ser humano, ser que busca en
forma perenne el sentido de su vida, no sirve la experimentación. Se hace
necesario, en primer lugar, un esfuerzo analítico para entender la
multiplicidad y la mutabilidad de las cosas, para pasar, en segundo término, a
una comprensión sintética e integradora, en una escala superior de abstracción,
a partir de la diversidad de la misma realidad que, tradicionalmente, la
experiencia y, últimamente, la ciencia van relacionando causalmente en el curso
de su quehacer. La comprensión sintética se efectúa a través de las relaciones
ontológicas, comenzando desde lo más individual hasta lo más universal.
La diferencia fundamental entre la ciencia y la filosofía no
reside en el campo de estudio, u objeto material, puesto que es el mismo para
ambas, esto es, el universo entero. Se distinguen entre sí por el respectivo
punto de vista, u objeto formal, adoptado sobre ese infinitamente vasto campo
de estudio. Cuando la ciencia responde al “cómo son”, se interesa por la
morfología y la composición de las cosas, y cuando lo hace al “por qué de los
cómo son”, se preocupa por su funcionamiento y su génesis. Sus dos primeros
objetivos (morfología y composición) consisten en la descripción de las
estructuras y sus partes constitutivas, satisfaciendo el humano anhelo por
clasificar, relacionar, catalogar y ordenar la pluralidad de cosas. Sus dos
últimos (funcionamiento y génesis) analizan las funciones de las estructuras,
su origen y su desarrollo, según los mecanismos de su interacción de acuerdo a
relaciones de causa-efecto, para llegar a conocer su comportamiento y los
procesos y mecanismos detrás de los cambios operados. De allí es posible
inferir leyes naturales que son universales, pues podemos comprobar que las
cosas se relacionan y cambian de modos muy determinados y uniformes, que son
válidos para todo el universo.
Puesto que las cosas pueden agruparse de acuerdo a los
parámetros morfología-composición-funcionamiento-génesis, surgen de la ciencia
ramas específicas para ocuparse de esos conjuntos de fenómenos y relaciones.
Alguien afirmó que la ciencia es un cuerpo diversificado de conocimientos
especializados. A medida que las cosas se analizan con mayor profundidad,
detenimiento y precisión, sus ramas se multiplican sin que se alcance a
percibir aún límites prácticos, pues la información científica sigue fluyendo a
raudales. Como ya alguien calculó, en la actualidad se publica anualmente más
material científico y técnico como el que se publicó desde los albores de la
civilización hasta la Segunda Guerra Mundial. Estamos siendo sumergidos por
torrentes de información, lo que no significa que estemos ganando en mayor
sabiduría. Ocurre que la información puede analizarse y reanalizarse, pero no
se convierte en sabiduría en esa escala. La razón es que la ciencia, en su
cometido de responder a los infinitos comos de las cosas, se aproxima a la
realidad de modo fragmentario y virtualmente dentro de muy pocas escalas, que
son la de las relaciones causales, incluidas las hipótesis y teorías, y la de
las leyes, incluidos los modelos.
Una filosofía fundamentada en la ciencia, más que las tentativas
interdisciplinarias, debiera constituirse en el punto de encuentro de la
multiplicidad de ramas científicas. Hacia esta filosofía debieran concurrir las
diversas ramas para reencontrar su quehacer final y su significación,
establecer su identidad y subordinar su parcela de conocimiento a la tarea de
la comprensión del todo y de las últimas cuestiones, es decir, de los “por qué
de los porqués”. La ciencia debiera encontrar en la filosofía su propia unidad,
pues ésta engloba en una escala superior el amplio y variado conocimiento que
la ciencia no consigue sintetizar. Es en la perspectiva de la convergencia que
podemos entender la relación que debe existir entre la ciencia y la filosofía,
pues la convergencia significa trepar a la escala de la sabiduría.
El conocimiento científico posee una completa continuidad en
su desarrollo; cada nuevo aporte que algún científico entrega a la comunidad
depende del conocimiento obtenido anteriormente. Además, cada nuevo
conocimiento alcanzado condiciona la totalidad del conocimiento científico del
momento, pues las distintas ramas son interdependientes; cada nuevo aporte
afecta el conjunto. En consecuencia, el conocimiento científico posee unidad en
su desarrollo y en su variedad. La unidad del conocimiento científico proviene
de la unidad del universo, el que es también materia del conocimiento
filosófico. El universo que es conocido por la ciencia en cuanto a sus relaciones
causales, a sus fuerzas, estructuras y funciones, es conocido por la filosofía
en sus relaciones ontológicas, determinando su significación y su sentido.
Mediante la relación causal, repetible, simétrica entre una causa y su efecto,
la ciencia encuentra el orden en el caos aparente del mundo sensible. La
filosofía, si no quiere quedarse en un mundo ideal de sólo relaciones
ontológicas y sernos, por tanto, irrelevante, debe depender del orden que
encuentra la ciencia.
Por parte de la filosofía, como su objeto formal es preguntarse
por el por qué son las cosas, la respuesta no tiende a la disgregación de
especializaciones tan característico de la ciencia como resultado del
análisis. La filosofía debe intentar descubrir la unidad sintética a partir de
la diversidad, para llegar al sentido, significación y esencia última de las
cosas y dar racionalidad tanto a la multiplicidad y la mutabilidad inherente
de la realidad como al progresivamente gigantesco tejido de teorías científicas
que persiguen dicha racionalidad. Su legitimidad es evidente si asciende para
observar, desde una escala de mayor amplitud, nuestro universo múltiple y
mutable regido por las leyes universales que la ciencia ha venido descubriendo.
En esta nueva reformulación de su quehacer la filosofía
podría generar una nueva metafísica estructurada a partir del entramado de
teorías y desde una perspectiva ubicada en una escala más amplia, hasta llegar
a formulaciones acerca de la totalidad del universo que respondan al “por qué
de los porqués”. La relación metafísica es la máxima expresión de las relaciones
ontológicas que son generadas precisamente por el pensamiento filosófico y de
las relaciones causales que proveen la ciencia. Pero mientras la ciencia,
empleando las relaciones causal y lógica, trata de generalizaciones de casos
particulares experimentables y/u observables, la metafísica trata de la universalización
de las conclusiones generales de la ciencia que ella toma naturalmente como
casos individuales o más o menos universales. Estas diferentes funciones es lo
que distingue en el fondo a una nueva filosofía o más propiamente una nueva
metafísica.
Una nueva filosofía
Mi ensayo “Estructura, fuerza y escala”, en http://unihum3estructura.blogspot.com,
muestra que la complementariedad “estructura-fuerza” constituye el principio
universal, unificador y ordenador de las cosas que está urgentemente en
demanda, no contradiciendo el ser metafísico y compatibilizándolo con la
ciencia. Muestra también que ella resulta ser el producto de lo develado por la
ciencia referido a la causalidad y a las leyes universales de la naturaleza,
pero en una escala superior, aquélla que posee la trascendentalidad de lo
universal y lo necesario.
CAPÍTULO 3 – EL DISCURSO FILOSOFICO HISTORICO
El discurso filosófico
histórico, que buscaba desde sus inicios encontrar la significación y el
sentido último de las cosas, partió con gran realismo en la antigua Grecia.
Pero al poco andar, seducido por el sentido trascendental que es posible
extraer del caos aparente del mundo sensible, introdujo, a partir de los últimos
presocráticos, una artificiosa polaridad entre lo uno y lo múltiple, debido
justamente a un desconocimiento básico del funcionamiento de las cosas en el
universo. La distancia entre los términos de la polaridad fue creciendo entre
la inmutabilidad de la idea y la mutabilidad del mundo sensible, y en el
transcurso del tiempo se ahondó hasta convertirse en la tajante dualidad que
incluye los términos irreconciliables de espíritu y materia, y llegar a
establecer la imposibilidad de conocer las cosas en sí mismas. Tanto con el
racionalismo como con el idealismo, la distancia entre lo caótico e informe del
mundo sensible y el orden y eternidad de la idea no sólo se hizo insalvable,
sino que fue acentuada intencionalmente tras la búsqueda de lo absoluto y lo
perfecto.
La realidad y la idea
La filosofía griega imprimió un sello tan característico al
discurso filosófico que aún en la actualidad lo caracteriza. Llegó a formular
las preguntas más profundas acerca de la existencia y la realidad, del conocimiento
y las cosas como jamás antes lo fueron, y aquéllas expresadas posteriormente
han sido repeticiones de éstas, ocasionalmente más elaboradas y sofisticadas,
algunas veces con novedosos enfoques, otras, con pocas luces, de modo que las
preguntas de la filosofía griega han llegado a ser consideradas perennes. Ellos
crearon la metafísica y la epistemología cuando opusieron la unidad e
inmutabilidad de la idea a la pluralidad y mutabilidad de la realidad sensible,
y se preguntaron cómo es posible la relación entre ambos mundos, entre sujeto y
objeto, es decir, cómo nuestro intelecto puede o llega a tener ideas o
representaciones en general sobre la realidad y qué es entonces la realidad.
No deja de sorprender que algunos hombres preclaros pudieran
comenzar a tener conciencia, primero, de que las cosas del mundo pudieran
relacionarse causal y naturalmente unas con otras, independientemente de
fuerzas divinas y, segundo, que pudiera existir también una relación entre el
mundo real y el mundo de las ideas, entre lo que existe alrededor del sujeto y
el sujeto mismo. Las preguntas fundamentales, que tenían por propósito explicar
la realidad tanto de las cosas como de las ideas, condujeron a la pregunta
acerca de qué conocemos, lo que fue originando una epistemología más bien
idealista y una metafísica ontológica. Y todo ello ocurrió no sin grandes
tribulaciones en algunas rústicas pero pintorescas aldeas que tenían por
escenario las abruptas tierras que emergían del azul mar Egeo de hace unos dos
y medio milenios.
El punto de partida epistemológico elegido desde el principio
señaló que la facultad del conocimiento es la razón. Ésta fue concebida como un
poder capaz de hasta armonizar los más diversos contenidos de conciencia en la
unidad del ser. Considerada de naturaleza espiritual, eleva a los hombres y los
coloca en una categoría especial y muy por encima del resto de los seres.
Anaxágoras (¿500?-428 a. de C.), en su Naturaleza de las cosas, empieza
diciendo: “Al principio todo era confusión, luego llegó la razón y la redujo al
orden”. Este juicio resume la creencia griega de que por la razón, las cosas
sensibles, sujetas a la mutabilidad y la multiplicidad, se hacen inteligibles;
no sólo entran a pertenecer a nuestro intelecto, sino que éste les impone orden,
racionalidad, certeza y, por sobre todo, unidad. El arte griego clásico no es
otra cosa que traducir esta idea a la estética, y el caos propio de la
naturaleza se lo representó con formas ideales. Las columnas de sus templos
son representaciones de troncos arbóreos que están coronados por capiteles,
frisos y cornisas de ramas, hojas y flores, donde todo identifica lo ideal y la
perfección con la simetría y el orden.
Los filósofos posteriores se interesaron mucho por explicar
cómo este paso es posible. Aunque su interés era en gran medida científico, no
poseían un método empírico para conseguir una explicación más valedera, ni
menos una tradición científica que hubiera acumulado suficientes hechos
experimentalmente verificados y que los hubiera estructurados en hipótesis y
teorías. Algunos indicaron que el paso se debe a la existencia de ideas
innatas; otros, al mecanismo de abstracción por el cual el intelecto extrae la
forma inmaterial y, por lo tanto, genérica de las cosas, dejando junto al
objeto sensible lo individual, que es propio de lo material. Mucho tiempo
después, en pleno siglo XVIII, algunos más supusieron que el paso se debe a la
imposición por parte del sujeto de categorías a priori al objeto.
En el fondo de las diferencias de los diversos sistemas
filosóficos estuvo la disparidad de explicaciones acerca del “cómo” del
conocimiento, es decir, cómo la razón, o más propiamente las facultades
cognoscitivas del sujeto, llega a conocer objetivamente la realidad. En lo que
todos concordaron es que la razón adquiere (si se es realista), o posee de
antemano (si se es idealista), una idea inmaterial y universal que representa
una cosa material e individual. Lo decisivo fue suponer que el sujeto adquiere,
en el acto de conocimiento, la idea, en cuanto unidad inmutable de algo
inmaterial, de un objeto, en cuanto multiplicidad mutable de lo sensible y
material.
Es natural que el intelecto humano perciba la realidad como
un conjunto de cosas que están en movimiento, cambio y transformación, pues es
de ese modo como la realidad se nos aparece. Lo que fascinó a los antiguos
filósofos griegos fue intentar descubrir qué permanece inmutable a través del
cambio y qué unifica la multiplicidad. Deseaban capturar la esencia de las
cosas en ellas mismas, en la suposición de que ésta es la que precisamente
permanece inmutable, siendo universal y necesaria. Pensaban que la idea se
encuentra despejando lo múltiple y lo mutable para quedarse con la unidad y lo
permanente, elementos que pertenecen supuestamente a lo inteligible. Pensaban
que lo múltiple y lo mutable opacan la verdad en la suposición de que la
representación es anterior a lo representado. Pensaban que el cambio y la
multiplicidad, que se identifica con lo sensible de la realidad, no son parte de
la esencia de las cosas, aquello que encierra la verdad última. Pensaban, en
fin, que la posesión de las esencias inmutables y unificadoras de las cosas
produce y garantiza la verdad absoluta, finalidad última del acto de conocer.
Aunque fueron los primeros seres en la historia de la
humanidad que dieron explicaciones sobre la multiplicidad cambiante que se
observa en la realidad sin recurrir a causas extranaturales de orden mágico o
mítico, estos antiguos filósofos prejuzgaron que la mutabilidad y la
multiplicidad son signos de imperfección y, por tanto, contradictorios con el
carácter de la esencia, reputada de eterna, absoluta, única e inmutable.
Probablemente, de ellos nos viene el hábito intelectual de sustraer el ente del
cambio de modo semejante a cómo una fotografía captura la inmovilidad
sustrayendo la imagen del movimiento, o tal vez provenga de una característica
humana determinada por nuestra capacidad intelectual para relacionarnos con el
mundo. Así, Aristóteles (384-322 a. de C.) identificaba al ser con el acto y
suponía que la tendencia natural de todo cuerpo es el reposo. La capacidad para
cambiar, la potencia, es una característica vinculada con lo imperfecto.
Los filósofos griegos llegaron a adquirir una confianza
ilimitada en la razón, facultad que supuestamente puede conocer la realidad
objetiva en forma absoluta con la sola afirmación o negación de una proposición
referida a la realidad. Supusieron sin crítica alguna que la afirmación o la
negación acerca de todo contenido de conciencia suministrado por la experiencia
posee un valor absoluto, aplicable con necesidad a todas las cosas similares.
Al afirmar o negar la razón unifica, confiriendo por ese acto una cierta
organización de certidumbre a la diversidad del contenido. Llegar a estas
creencias tomó cierto tiempo.
Los primeros pensadores griegos, denominados filósofos por
su amor a la sabiduría, comenzaron especulando, más con una perspectiva
científica que filosófica, sobre la transmutación de las sustancias
consideradas elementales: querían explicar el “cómo” de la mutabilidad y la
multiplicidad más que su “por qué”, aunque no estaba ajena la inquietud de
responder también esta segunda pregunta. No se sentían conformes con las
explicaciones basadas en el capricho de dioses y demonios que intervienen en
las cosas del universo para satisfacer sus impulsos, ni en las súplicas o
amenazas que los humanos les dirigieran para desviarlos de sus propósitos y
guiarlos hacia el propio interés. Suponían que tiene que haber un elemento que
sirve de fundamento a la multiplicidad, en tanto que la mutabilidad debe
regirse por normas fijas que son posibles conocer.
El primero de estos filósofos, y por tanto de toda la historia
de la filosofía, Tales de Mileto (¿640-547? a. de C.), supuso que el elemento
común a todas las cosas es el agua, la que se transmuta para constituir la
multiplicidad de cosas; el agua es el elemento inmutable que permanece a través
del cambio y que, además, lo explica. Otros pensadores de la denominada Escuela
Jónica asignaron ese papel a otros elementos o conjuntos de elementos. Tiempo
después, algunos de ellos idearon el atomismo: las cosas no pueden seccionarse
indefinidamente; en algún momento se tiene que llegar a una partícula
indivisible y, por tanto, inmutable. De ahí, Pitágoras de Samos (¿580-500? a.
de C) postuló más adelante la composición de los cuerpos basándose en números
materiales o puntos discontinuos de sustancia.
La conclusión que se impuso es que el todo puede ser explicado
por la composición de las partes. Fueron precursores de la idea del ser: sobre
aquellas unidades secundarias se destaca la universalidad primordial de un
todo. Aunque el propio Pitágoras estuviera probablemente más interesado en
explicar la materia en términos matemáticos cuando percibía que ésta se
presenta de manera netamente estructurada, obedeciendo a patrones o leyes
claramente determinados dentro de un orden natural intrínseco. Pitágoras estaba
fuertemente impresionado por el hecho de que el tono de las notas musicales dependiera
de la longitud de la cuerda y que la relación entre los tonos correspondiera a
números enteros como factores de las longitudes. En aquel entonces, la idea de
que el orden podía derivarse de las ideas se impuso sobre la de que éste podía
derivarse de un mundo sensible relacionado matemáticamente, más propio de
nuestra actual concepción del universo. En este respecto, Pitágoras se había
anticipado a su época.
El paso siguiente del incipiente caminar de la filosofía
sufrió una bifurcación. Por una parte, se tomó conciencia de que el todo
buscado se identifica no con un elemento material subyacente en las cosas, sino
que con la unidad inmutable del ser. Por la otra, la pluralidad y la
mutabilidad de la realidad y de la experiencia no se pueden reducir a la nada.
Un extremo de esta contradicción lo personificó Parménides de Elea (¿504-450?
a. de C.). Él intuyó tan poderosamente la unidad del ser que llegó a
identificarlo con lo indivisible, lo inmutable, lo homogéneo y lo inmóvil. En
cambio, la multiplicidad y la multiplicidad, que incluyen la realidad sensible,
son, en consecuencia, mera apariencia. Heráclito de Éfeso (576-480 a. de C.),
por el contrario, adoptó la postura contraria. Identificó al ser justamente con
la mutabilidad y la multiplicidad. Estaba obsesionado con el devenir de la
realidad sensible, de la que, para él, es imposible concebir alguna unidad. Por
lo tanto, al asumir la postura en favor de la pluralidad y el movimiento debió
renunciar a la unidad inmutable del ser.
De este modo, a poco de la evolución de estas ideas, los
filósofos antiguos llegaron a establecer la universalidad primordial del ser;
pero enseguida entraron en el dramático problema de la oposición entre la
unidad (Parménides) versus la multiplicidad (Heráclito) de la realidad
sensible, entre el ser y el devenir, puesto que ambas posturas aparecían siendo
verdaderas, pero contradictorias. De ahí que la primitiva confianza en la
verdad filosófica quedara destruida, y el lugar del pensamiento fuera ocupado
a continuación por los sofistas, personajes éstos relativistas y escépticos.
Sólo hasta el advenimiento de Sócrates (470-399 a. de C.) la filosofía pudo
retornar a sus verdaderos cauces.
El sustento de toda la anterior especulación había
consistido en la suposición de que la afirmación objetiva necesite tan solo del
principio de identidad para que ésta tenga valor absoluto. En el fondo de esta
suposición había existido una triple creencia. Primero, que la idea es más real
que la realidad sensible que representa. Este punto es de suma importancia para
poder comprender en toda su magnitud esta errada creencia que ha gravitado en
mayor o menor grado desde entonces en nuestra cultura. La idea pertenece al
orden de lo inmutable y lo eterno y, por tanto, de lo absoluto. Segundo, la
razón posee la llave que calza exactamente en la cerradura de la idea, sin
entrar a preguntarse cómo esta relación es posible. Tercero, la unidad e
inmutabilidad inteligible se opone a la multiplicidad espacial y a la
mutabilidad temporal de la experiencia, la cual pertenece a un mundo caótico.
En consecuencia, en la afirmación se supone que los contenidos de conciencia
se organizan y ordenan, unificándose según pautas racionales y lógicas, y toda
contradicción exige, por lo tanto, ser superada.
De esta manera, la búsqueda de una solución a la contradicción
entre lo uno inteligible y lo múltiple de la realidad sensible se instaló en
la base del pensamiento filosófico posterior. Todo el esfuerzo epistemológico
subsiguiente se centró en tratar de conciliar la unidad de la idea con la
pluralidad de la sensación, lo cual pasó a constituirse en el principal
problema filosófico. Como veremos, la solución fue metafísica y consistió en
proponer forzada e equivocadamente la dualidad espíritu-materia para explicar
por qué las cosas de la realidad objetiva tienen una contraparte en la razón,
pues el concepto espíritu puede significar también todo lo inmaterial, como es
supuestamente la razón y la forma.
Edad antigua
La era de los sofistas empezó a experimentar su ocaso cuando
Sócrates procuró encontrar unidades conceptuales cada vez más generales
referidas a las sensaciones múltiples. Afirmaba que el conocimiento es posible
gracias a que el alma espiritual es un principio activo y que las ideas existen
independientemente de las cosas.
Más tarde, Platón (428-347 ó 348 a. de C.) encontró los objetos de nuestro conocimiento en las Ideas (logos) inmutables, subsistentes y reales, purgadas de inconsistencia e incertidumbre, y relegó el mundo sensible de lo mutable y lo múltiple a la mera apariencia. Con ello, estaba introduciendo por primera vez en la filosofía el problema de los universales. El mundo consistiría en universales e individuos. Éstos ejemplifican a aquéllos. Existen sillas, gatos, azules individuales, y también, universales ser silla, ser gato, ser azulado. La relación entre universales e individuos es como un original y una copia o imitación. Es una relación de ejemplificación o instanciación. Esta relación no debe ser confundida con la relación de género a especie, que es una relación de un universal a otro de menor jerarquía. El escarlata es una especie del género rojo, y el rojo es una especie del género color.
Más tarde, Platón (428-347 ó 348 a. de C.) encontró los objetos de nuestro conocimiento en las Ideas (logos) inmutables, subsistentes y reales, purgadas de inconsistencia e incertidumbre, y relegó el mundo sensible de lo mutable y lo múltiple a la mera apariencia. Con ello, estaba introduciendo por primera vez en la filosofía el problema de los universales. El mundo consistiría en universales e individuos. Éstos ejemplifican a aquéllos. Existen sillas, gatos, azules individuales, y también, universales ser silla, ser gato, ser azulado. La relación entre universales e individuos es como un original y una copia o imitación. Es una relación de ejemplificación o instanciación. Esta relación no debe ser confundida con la relación de género a especie, que es una relación de un universal a otro de menor jerarquía. El escarlata es una especie del género rojo, y el rojo es una especie del género color.
Preocupado con lo perfecto en la ética y las matemáticas,
como la justicia perfecta, la virtud perfecta, el triángulo perfecto, Platón
constataba que en el mundo sensible tal perfección no se encontraba. Supuso que
estas cualidades perfectas, de las cuales los individuos serían sólo ejemplos,
debían existir en algún lugar. Él introdujo la radical dualidad entre el mundo
de las Ideas y el mundo de las sensaciones. Existe el mundo de los universales
o las Ideas, donde se encuentra el caballo perfecto, el círculo perfecto, la
bondad perfecta, y el mundo de las entidades imperfectas, que es el que
experimentamos. Para él el concepto es el concepto de algo que es un universal.
Mientras el concepto está en la mente, el universal existe en el mundo de las
Ideas donde tiene sustento propio, autónomo e ideal. También los individuos que
ejemplifican a los universales existen, pero en el mundo sensible. Podrá
discutirse la afirmación que ninguna cosa resulta ser tan perfecta como la idea
de la misma. Sin embargo, lo impropio fue que Platón diera el siguiente paso,
el que fue ilógico e irreal: ninguna cosa de la realidad resulta ser tan real
como la idea de la cosa; la idea existe más allá de la razón y la cosa fue
disminuida a ser una mera apariencia de la idea. Esta doctrina de la dualidad
tuvo desde entonces una general aceptación hasta nuestros días con
consecuencias de lamentar.
Poco tiempo después, Aristóteles, rechazando la teoría
platónica de dos mundos, creaba un nuevo sistema filosófico, difiriendo
sustancialmente de Platón. El mundo de las Ideas no es más que una ficción
metafísica. No obstante, él también aceptaba que no sólo los individuos, sino
también los universales tienen existencia objetiva e independiente fuera de
nuestra mente. Para él el objeto primario de la metafísica es el estudio de la
sustancia. Ésta es aquello que existe en sí mismo y no en otro, y el accidente
es aquello que tiene existencia como atributo o propiedad en la substancia.
Esta distinción no es precisamente como la diferencia que existe en gramática
entre sustantivos y adjetivos, pues los atributos son también sustantivos, como
también adjetivos: la casa blanca y el blanco. De modo que los accidentes son
los atributos de las cosas, entendiendo formas, colores, posiciones, tamaños,
pesos, etc. Un universal es un atributo simple que es común a una cantidad de
individuos. Los atributos no pueden existir sin individuos de la misma manera
como los individuos no pueden existir sin atributos.
Aristóteles quería solucionar el problema que Platón había
dejado sin resolver, esto es, la manera de cómo la mente llega al conocimiento
de la realidad sensible. De ahí que afirmara, en primer lugar, que las ideas
se originan en las cosas sensibles y son inmanentes a ellas. Las cosas están
compuestas por un principio material que produce la multiplicidad, llamada
materia prima, y una cualidad cognoscitiva que conduce a la idea, que es la
forma. La inteligencia inmaterial asimila (abstrae) sólo el elemento formal
desindividualizado. La forma es lo que impone unidad e identidad a un contenido
material cambiante, mientras que la materia aporta la individualidad.
En segundo lugar, la mente, que separa la forma de la
materia y la abstrae para conocer, debe ser inmaterial, puesto que el elemento
material de las cosas no puede asimilado por el intelecto, que tiene una
naturaleza inmaterial. El elemento material es extenso y no cabe por
consiguiente en la mente. En cambio, la forma es de su misma naturaleza. Ella
pasa a ser un contenido objetivo de pensamiento, o esencia.
En tercera instancia, la forma, que junto con la materia, da
existencia a una cosa individual, también representa la cosa y pertenece a la
razón cuando ésta la abstrae. Ella no está individualizada, ya que está
desprovista de materia. Por tal motivo, ella es referida al orden absoluto del
ser. Un universal no admite diferencias en las cosas que lo poseen como
atributo, estando idénticamente presente en éstos. El atributo azul, por
ejemplo, no puede ser más claro o más oscuro.
En resumen, en contra de la dualidad platónica, la unidad
del ser queda asegurada por la capacidad de la materia (materia prima) para
informarse y constituir seres múltiples individuales, y por la capacidad del
intelecto para “abstraer” formas y contener ideas universales referidas a la
multiplicidad. Los universales existen en las cosas, y no antes, como en
Platón. La dualidad forma-materia concebida por Aristóteles fue asimilada a la
dualidad mente-materia de Platón, y el nuevo conjunto tuvo un profundo impacto
en todo el pensamiento filosófico posterior. Pero no todo el pensamiento de Aristóteles
es epistemología. Su preocupación es el devenir. En el movimiento hay una
dualidad de materia y forma, de potencia y acto, y la base fundamental de toda
su teoría del devenir es el principio: “la materia apetece la forma”. La forma
es un factor teleológico que guía todo el devenir. La materia, al ser
informada, deja de ser potencia y se actualiza.
Edad media
Después de Aristóteles y hasta la Escolástica, el aporte
filosófico no añadió mucho que pueda ser analizado en esta breve obra. Desde la
caída del Imperio Romano, durante 800 años, la teología neoplatónica, maniquea
y ultramundana de san Agustín (356-430) predominó en el pensamiento de la
cultura occidental. Sin embargo, conviene indicar que la dualidad metafísica se
convirtió en dualismo moral. En una división de los seres según las categorías
de lo bueno y lo malo, muy propio de aquella época oscura y mística, aquello
concebido como más inmaterial se identificó naturalmente con la primera
categoría y lo más material, con la segunda. La dualidad absoluta se convirtió
en dualismo absoluto, incluso más relacionado con el maniqueísmo que con el
platonismo.
Ya en el siglo XIII, el exponente principal del escolasticismo
fue santo Tomás de Aquino (1225-1274). Él reeditó al recientemente redescubierto
Aristóteles y lo precisó. Primero, el intelecto (intelecto agente) es causa
activa del conocimiento, revistiendo con su unidad inmaterial la diversidad y
produciendo el universal abstracto; y segundo, los objetos, que son meros datos
finitos, están referidos a la unidad absoluta del ser en forma trascendental y
analógica, es decir, los seres participan del ser absoluto en cuanto son; esta
relación constituye la esencia y la unidad inteligible de los objetos
conceptuales.
La Escolástica albergó también al nominalismo. Esta
corriente filosófica afirmaba que sólo las cosas individuales existen y todo
aquello que tienen en común es el nombre que nosotros les damos. El universal
es sólo un nombre, pero lo que nombramos es un individuo o una colección de
individuos. Lo que los nominalistas no entendieron es que los universales no
están designando cosas, sino que atributos de cosas que éstas tienen en común y
que pueden ser compartidas por una cantidad de éstas. Si distintas cosas
pertenecen a una misma clase, es porque tienen atributos en común, y estos
atributos existen en la realidad, no sólo en nuestras mentes.
El racionalismo
La Escolástica no tardó en entrar en decadencia y tiempo
después, ya en la Edad Moderna, Renato Descartes (1596-1650) intentó reconstruir
una metafísica según la inalterable y tradicional aspiración de conocer la
realidad objetiva en forma absoluta. Ocurrió que después del Renacimiento había
surgido el problema de si podemos conocer las cosas tal como son, es decir, ¿son
las cosas tal como las conocemos? El centro del problema era la cuestión de si
la realidad puede ser conocida directamente o, más bien, mediada por nuestras
representaciones mentales, esto es, a partir del propio sujeto cognoscente y no
del mundo en sí. La realidad había dejado de ser evidente y se había tornado
contradictoria. Resultaba entonces que el origen y el límite del conocimiento
es el sujeto que conoce y que construye una realidad subjetiva.
Así, pues, el racionalismo le otorgaba un valor extremo a la
razón entendida como la única facultad susceptible de alcanzar la verdad.
Siguiendo la tradición platónica, los racionalistas afirmaban que la conciencia
posee ciertos contenidos o ideas en las que se encuentra asentada la verdad. La
mente humana no es un receptáculo vacío, ni una “tabla rasa” como defendieron
los empiristas, sino que posee naturalmente un número determinado de ideas
simples a partir de las cuales se fundamenta deductivamente todo el edificio
del conocimiento. La característica fundamental de estas ideas es la evidencia,
pudiendo así servir de fundamento para reconstruir con plena certeza el
conocimiento.
Y esta vez, Descartes anhelaba darle al conocimiento el
rigor propio de las matemáticas. El criterio universal de la verdad, en el
ideal platónico de eterna, necesaria e innata, lo centró, después de dudar
metódica y absolutamente de todo, en la intuición exclusivamente racional de
ideas claras y distintas, materia de todo conocimiento verdadero. Con
inalterable fe en las esencias eternas, se movió desde la duda metódica hacia
las verdades absolutas, de las cuales encontró que la primera y más evidente es
la de cogito, ergo sum. Ésta, de un
subjetivismo absoluto, donde prima el sujeto sobre el objeto y la conciencia
sobre el ser, le sirvió de punto de partida para deducir sistemáticamente una
metafísica.
A pesar de ser un pensador tan marcadamente mecanicista,
Descartes fundamentó su metafísica, no en el ser, sino que en la substancia, la
que definió como “aquello que existe de tal manera que no necesita de ninguna
otra cosa para existir”. Afirmó la existencia de tres substancias distintas: res infinita o Dios, res cogitans o pensamiento y res extensa o substancias corpóreas, lo
cual lo condujo al establecimiento de un acusado dualismo que escindió la
realidad en dos ámbitos heterogéneos, lo espiritual y lo corporal o material,
aquello que conoce y aquello que sólo posee materia. Ambas substancias son
irreconciliables entre sí y están regidas por leyes absolutamente divergentes.
El solo pensar en la existencia de lo inmaterial es razón
suficiente para asentar la existencia del alma, que no es otra cosa que el
pensamiento, la res cogitans, y que
identifica con la conciencia. Por su parte, la res extensa es el ámbito del cuerpo, el que está circunscrito por
algún lugar, llenando un espacio. Puede ser sentido por los órganos de
sensación y puede ser movido por causas externas. El cuerpo es “espacio lleno”.
Esta radical distinción acentuó la dualidad aristotélica y estuvo en el origen
de una de las dos corrientes de la filosofía moderna, el racionalismo.
Aunque no fue adoptado por todos los racionalistas (Leibniz,
por ejemplo), el mecanicismo fue el paradigma científico predilecto para la
mayoría de ellos. Según éste, el mundo es concebido como una máquina, despojada
de toda finalidad o causalidad que vaya más allá de la pura eficiencia: todo se
explica por choques de materia en el espacio (lleno) y no existen fuerzas
ocultas o acciones “a distancia”. El mundo es como un gigante mecanismo
cuantitativamente analizable.
Posteriormente, Baruch Spinoza (1632-1677), heredero crítico
del cartesianismo, afirmó la existencia de una única substancia, “Deus sive substancia, sive natura”, que
le hizo desembocar en una postura panteísta: pensamiento y extensión son
atributos de Dios, única substancia existente, por lo que tanto el pensamiento
(alma) como las cosas materiales no pueden ser consideradas sino como sus
modos, no como entidades independientemente existentes.
Un importante exponente del racionalismo fue Gottfried
Wilhelm Leibniz (1646-1716). Él adoptó un pluralismo metafísico que afirmaba la
existencia de infinitas substancias simples o mónadas caracterizadas por ser
inextensas, simples, impenetrables y dotadas de percepción y apetición. La
mónada es una cierta energía, fuerza o entelequia (alma) que sigue el orden
inexorable de una armonía preestablecida por Dios. Las mónadas contienen
("como semillas") una perspectiva parcial de la totalidad del
universo, son un microcosmos en el que se refleja el macrocosmos.
En su libro Characteristica
universalis Leibniz escribió, adhiriendo al pensamiento platónico: “...
Platón... afirmó que todo auténtico saber se ocupa de lo eterno, y que los
conceptos universales o las esencias poseen más realidad que las cosas
particulares, las cuales participan del acaso y de la materia y consisten en un
eterno fluir. El sentido nos proporciona más error que verdad; el espíritu...
se libera de la materia en el puro conocimiento de las verdades eternas y alcanza
con ello su perfección. Hay en nuestro espíritu ideas innatas, que nos
representan las esencias generales de las cosas; nuestro conocer es, por tanto,
un recordar (anamnesis)...” Leibniz distinguió las verdades de hecho de las
verdades de razón. Las primeras son como que el día sigue a la noche y la noche
al día, pero que no se puede inferir que así será necesariamente, en tanto que
las segundas son propias de la matemática pura, la lógica, la metafísica, la
moral, la teología natural y la ciencia natural del derecho. Para él las
verdades de razón son enteramente ciertas, eternas y necesarias. Señaló que el
dibujo de un círculo, aunque nos esmeremos en hacerlo perfecto, no se puede
comparar con la idea de círculo, la que supuso innata, y el intelecto debe poseer
estas ideas desde la eternidad.
El empirismo
Paralelamente al racionalismo, surgió el empirismo,
principalmente en Gran Bretaña. Opuesto a una metafísica de verdades
inmutables, eternas, necesarias y universales, el empirismo enfatiza el papel
de la experiencia. El conocimiento se limita a la experiencia inmediata de la
realidad sensible ligada a la percepción sensorial. El empirismo afirma que las
verdades son adquiridas y que únicamente la experiencia sensible decide lo que
es la verdad, como también el valor, el ideal, el derecho, la religión. Puesto
que la experiencia no tiene término, la verdad nunca concluye, siendo todo
relativo. El sentido adquiere hegemonía sobre lo inteligible, lo útil sobre lo
ideal, lo individual sobre lo universal, el tiempo sobre la eternidad, el
querer sobre el deber, la parte sobre el todo, el poder sobre el derecho.
Juan Locke (1632-1704) abordó, en su Ensayo sobre el entendimiento humano (1650), la problemática del
conocimiento humano develada por la duda cartesiana, y desencadenó una
contienda en torno a su fundamento, certeza y extensión, lo que imprimió su
sello a toda la especulación de los siglos XVII y XVIII. El primer problema que
se planteó fue acerca del origen del conocimiento, afirmando con gran sentido
común, y contra Descartes, que en nuestra mente no existen ideas innatas, ya
que los niños no las tienen y los adultos de diferentes culturas tienen
distintas ideas y no tienen otras. Por el contrario, para él la mente blanca,
limpia y sin idea alguna, quam tabulam
rasam, se provee de éstas exclusivamente por medio de la experiencia.
Supuso que todo lo que conocemos lo percibimos primeramente a través de los
sentidos como impresiones simples, y luego la experiencia del sentido interno,
que es la reflexión, el pensamiento, el razonamiento, la fe y la duda,
componentes de nuestra conciencia, las modela y transforma en ideas complejas.
Él supuso también que los sentidos perciben ciertas cualidades primarias que
son objetivas, como el movimiento, el número y la forma. Pero también los
sentidos reciben cualidades secundarias de la realidad sensible, como olores,
sabores, colores, sonidos, durezas, temperaturas. Puesto que éstas son
eminentemente subjetivas, variando de sujeto a sujeto, Locke renuncia al conocimiento
de verdades objetivas y menos absolutas. Por su parte, el conocimiento llega a
ser “la percepción de la conexión y conveniencia o desacuerdo y repugnancia de
algunas de nuestras ideas,” y la verdad es cuestión sólo de palabras.
Sin embargo, todo el caso levantado por Locke en favor de
una idea que proviene de la experiencia sensible se derrumba cuando, analizando
lo que él entiende por idea, podemos concluir que no es otra cosa que una
representación mental de un objeto sensible, lo que deberíamos llamar más
propiamente “imagen”. Una imagen no es en realidad una idea en el sentido de
concepto, sino que tan solo una de sus unidades discretas en una escala
inferior. Debemos pensar, por el contrario, que una idea es más bien un
concepto, una esencia o una parte de una relación ontológica, nociones que
Locke expresamente rechaza. Tanto sus cualidades primarias como las secundarias
son propiamente “accidentes”, en la terminología aristotélica de la metafísica,
y no tienen existencia por sí mismas, sino en la substancia. Incluso la
capacidad que Locke asigna a la mente para asociar y combinar ideas simples y
producir así ideas complejas que pueden ser: de substancia (cosas individuales
que existen), de modo (las que no existen en sí mismo sino en una substancia) y
de relaciones (que describen asociaciones de ideas), no logra describir las
relaciones ontológicas que la mente genera en su acción.
Más aún, cuando él se refiere a abstracción, la define como
la capacidad para generalizar en un nombre genérico para designar o nombrar de
modo más práctico y simplificado los distintos individuos que se asemejan o que
pertenecen a una misma especie. Su concepto de abstracción rompe con la
abstracción aristotélica en cuanto a captación de la esencia de un objeto, y se
queda sin explicar que nuestra mente pueda tener conceptos tan abstractos, como
existencia, sustancia, ser, que dejan ya de representar inmediata o
directamente los objetos sensibles individuales, pero que él los usa.
Tampoco Locke podría explicar qué es entonces lo que nos
distingue de los animales, pues ellos también pueden tener igualmente
representaciones mentales de los objetos sensibles y generalizar las imágenes
de los individuos de una misma especie. Una cebra no se pregunta si el objeto
que percibe es tal o cual leona para decidir huir. Corre para salvar su pellejo
apenas percibe cualquier leona en pose agresiva por saber de antemano que toda
leona puede atentar contra su existencia. Así, pues, la cebra llega a tener una
imagen distinguible y genérica de leona. Una imagen genérica es incluso más de
lo que el nominalismo propio de los empiristas estaba dispuesto a aceptar. Y si
la cebra pone más atención en el objeto percibido, puede incluso percibir
rasgos que llegan a corresponder a alguna leona en particular que ya conoce y
cuya imagen guarda en su memoria. Estas imágenes incluyen color, sonido, olor,
solidez, fuerza, extensión corpórea, figura, movimiento, peligro, amenaza y
otras “ideas simples”, según el listado empleado por Locke.
Otro inglés y también empirista, David Hume (1711-1776),
afirmaba tres cuartos de siglo después en su revolucionario libro, Investigación sobre el entendimiento humano,
“todas nuestras ideas... son copia de nuestras impresiones...” Siguiendo a
Locke, su filosofía se contrae a lo puramente inmanente, imaginario y
subjetivo. Distingue en forma más estricta que éste entre impresión e idea (en itálica para designar, en
realidad, imagen). La primera son las sensaciones, que son lo que perciben los
sentidos en forma inmediata. La segunda son los contenidos mediatos, más
débiles y pálidos que las impresiones, pero que constituyen el mundo de lo pensado (en itálica para designar
propiamente lo imaginado). Si uno mira un árbol, tiene la impresión de un
árbol. Si cierra los ojos, tiene la idea de un árbol. Para él, la idea es una
copia débil de la impresión. Razonaba que “si no hay impresiones, entonces no
hay ideas”, sin caer en cuenta que se trata de una relación causal entre dos
escalas distintas, lo que es imposible.
Proseguía que con el material recibido de la experiencia,
podemos efectuar con la imaginación combinaciones mecánicas que ensanchan y
enriquecen nuestro conocimiento. Esto se realiza por medio de la asociación de
ideas. Hume enumera tres principios de asociación: semejanza (una pintura que
vemos lleva en seguida nuestro pensamiento [léase imaginación] al objeto
representado), continuidad espacio-temporal (la mención de determinado aposento
de una casa nos trae a la mente la idea de los aposentos colindantes), y causa
y efecto (cuando pensamos [léase imaginamos] en una herida, pensamos [léase
imaginamos] también en el dolor). Posteriormente, en la elaboración de sus
ideas, Hume reduce todo el orden del mundo y de la ciencia a la asociación por
continuidad del tiempo y el espacio.
La certeza de la asociación es materia de la experiencia.
Así, la realidad representada se reduce a esta actividad puramente subjetiva y
psíquica, dejando sin correspondencia el objeto representado. Distingue
verdades de razón y verdades de hecho. Las primeras son asociaciones de ideas
que tienen validez por la pura actividad de la mente y sin referencia a ninguna
existencia real, como sería el caso de toda afirmación que se ofrezca con una
evidencia intuitiva o demostrativa, como en la geometría, el álgebra y la
aritmética. Por su parte, las verdades de hecho nunca son necesarias y no se
pueden deducir del conocimiento de la funcionalidad de las distintas cosas.
Estas verdades pertenecen a la asociación de causa-efecto donde ambas son
enteramente distintas, no pudiendo el efecto descubrirse en su causa, sino que
sólo por la experiencia inductiva. La experiencia no es otra cosa que lo que
llegamos a asociar en la continuidad del tiempo y el espacio, donde vemos que
un evento determinado sigue siempre a otro evento determinado, sin llegar nunca
a saberse por qué ocurre esta relación de causa-efecto. Hume afirma que la
experiencia es más costumbre y hábito.
Al definir un objeto, no es su contenido real objetivo lo
que determina su inteligibilidad, sino que es decidido por los diversos
comportamientos psíquicos del sujeto que lo piensa. La verdad de los aspectos
objetivos de la realidad se reduce a los sentimientos subjetivos humanos. Hume
dice: “La necesidad de una acción cualquiera ya sea de la materia, ya de la
mente, no es, propiamente hablando, una cualidad en el agente (objeto), sino en
algún pensante o inteligente (sujeto), que puede considerar la acción, y
consiste principalmente en la determinación de sus pensamientos para inferir de
ciertos objetos precedentes la existencia de aquella acción”. La dependencia de
un efecto a su causa no depende de la relación causal objetiva, sino del
pensamiento que puede inferir por la experiencia que un efecto deriva de una
causa. No existe para él una conexión objetiva entre causa y efecto. El efecto
no pude ser deducido de la causa, pues nadie es capaz de decir, sólo con mirar
la esencia de una cosa, qué efectos producirá. Decía que “en toda la metafísica
no encontraremos representaciones que sean más oscuras en inciertas que las de
poder, fuerza, energía y conexión necesaria”. Tanto como critica el concepto
tradicional de la metafísica de causa, también critica el de substancia. Para
él la substancia no es más que una colección de ideas simples que están unidas
en la imaginación y poseen un nombre particular asignado a ellas. La unión
proviene de la costumbre.
La noción de “idea”, que era equivalente a “concepto”, con
el advenimiento del empirismo comenzó a designar tanto “concepto” como “imagen”.
Con Kant y el Idealismo alemán el término “idea” vuelve a referirse a
“concepto”.
Kant
Con Immanuel Kant (1724-1804) la filosofía vuelve a ser
investigación de los últimos principios. Él intenta obtener una visión
sistemática de la totalidad del ser a partir de un principio unitario y hacer
una síntesis del racionalismo y el empirismo relacionado con la posibilidad o
la imposibilidad de la metafísica y centrando el problema en la razón misma con
su conocer. Del racionalismo toma la tesis de que las proposiciones de la
ciencia deben tener valor universal y necesario; del empirismo toma la tesis
que la ciencia debe interrogar a la experiencia sensible.
Entendimiento y razón
En su Crítica a la
razón pura (1781) Kant trata de determinar los fundamentos y los límites de
la razón humana. Propuso una doble división, que los enunciados son analíticos
o sintéticos y a priori o a posteriori. La diferencia entre los dos primeros
estriba en la forma como se les predica verdad: para los analíticos, sólo en función
del significado de sus términos, ya que el predicado está contenido en el
sujeto; para los sintéticos, en función de cómo es el mundo, puesto que el
predicado aporta información que no está contenida en el sujeto; los
analíticos, entonces, no nos dicen nada sobre el mundo: son puras tautologías;
en cambio, los sintéticos sí hablan sobre el mundo. También hay una diferencia
entre cómo se conocen los enunciados: algunos son cognoscibles a priori y otros
a posteriori. Los a priori son cognoscibles por un puro ejercicio de la razón,
sin necesidad de recurrir al mundo, pues no dependen de la experiencia,
teniendo además tales juicios valor universal y necesario. Los a posteriori
necesitan, para ser conocidos, que el sujeto recurra al mundo. Lo a priori es necesario
(no puede no suceder) y lo a posteriori es contingente (puede no suceder).
Kant había dicho que existen algunos enunciados sintéticos a
priori, esto es, algunos enunciados que nos dicen cosas sobre el mundo y que
pueden ser conocidos sin recurrir a la observación empírica; y que, como son a
priori, entonces son necesarios. Por tanto, para él “el tema capital es qué y
cuánto pueden conocer entendimiento y razón independientemente de toda
experiencia”. Supuso que los conceptos metafísicos están más allá de la
experiencia, siendo juicios sintéticos a priori. Creyó tener fundamentos reales
en la naturaleza de la mente humana para admitir la existencia de estos
juicios, y consideró que este supuesto descubrimiento constituye la base de la
crítica.
El problema propio de la razón pura es, pues, ¿cómo son
posibles estos juicios? Kant hace ver que los juicios sintéticos a priori son
posibles y de hecho se realizan en el ámbito de las matemáticas y la física
pero no en la metafísica. Tal como para Hume el principio de causalidad no es
necesario porque se origina en la experiencia sensible, para Kant este
principio es ciertamente necesario, pero se debe buscar la fuente de esta
necesidad. Como veremos en el capítulo siguiente, el problema de ambos fue desconfiar
en que precisamente en la realidad sensible se encuentra esta necesidad; para
ellos la influencia de Platón era aún muy fuerte.
Para llegar a demostrar la posibilidad de los juicios
sintéticos a priori Kant debió primero explicar qué pueden conocer el entendimiento
y la razón, es decir, cómo los objetos son posibles en el pensamiento: “Si bien
todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia, como había afirmado una
vez Aristóteles, no por eso se origina todo él de la experiencia”. Y en otro lugar,
agrega: “Nuestro pensamiento se origina de dos fuentes básicas del espíritu:
la primera (el entendimiento) es la facultad de recibir las representaciones,
en tanto que la segunda (la razón) es la facultad de conocer con el pensamiento
un objeto sirviéndonos de aquellas representaciones. Por la primera se nos da
el objeto, mientras que por la segunda este objeto es pensado en conexión con
aquella representación”. Mientras para Leibniz las ideas y las verdades eternas
son objetos ya dados y encontrados por la mente, para Kant y el Idealismo
alemán el entendimiento llega espontáneamente a crear el objeto del
conocimiento. De este modo, para Kant la sensación entrega lo múltiple y vario,
lo caótico e informe. Este material bruto de las impresiones sensibles, que
afecta nuestra facultad perceptiva externa, es algo todavía carente de orden,
siendo una maraña del sentido, y tiene que ser elaborado y ordenado mediante la
forma a priori, la que implica siempre necesidad. Frente a este material nos
comportamos pasiva y receptivamente. En las formas a priori, en cambio, el
espíritu se conduce activo y aun espontáneo.
Si Kant hubiese estado libre de los prejuicios de considerar
la realidad sensible como caótica y de adherir a la dualidad espíritu-materia,
tal vez hubiera considerado el entendimiento, o pensamiento abstracto, como la
facultad cognoscitiva de integrar las imágenes, común a todos los animales y
que son las representaciones directas de las cosas sensibles, en ideas o
conceptos, y la razón, o pensamiento lógico, como la facultad cognoscitiva de
procesar los conceptos en forma lógica. Así se hubiera acercado mucho más al
verdadero proceso del conocimiento. Tal como llegó entonces a comprenderse, la
distinción entre el entendimiento y la razón fue una trampa para la filosofía
que siguió: desligar al objeto del conocimiento de la realidad sensible y
concebirlo como un contenido de conciencia, inmaterial e íntimamente ligado al
sujeto.
Por su parte, en contra de la intención de Kant, los juicios
sintéticos a priori no pueden existir, siendo ambos términos contradictorios.
En el último análisis, o son analíticos o son a posteriori. Por ejemplo, la
proposición “lo que tiene forma tiene tamaño” es analítica.
Phenomena y noumena
También Kant distinguió entre phenomena, o las cosas para mí, es decir, como aparecen, y las
“cosas en sí”, que llamó “noumena”.
Lo que él denomina “cosa en sí” es aquello que, aunque perteneciente a la
actividad del pensamiento, no puede traducirse a puros términos cognoscitivos y
no es completamente representable como un producto de la actividad del sujeto.
Para él existe un mundo real, el de las cosas en sí, que él denomina mundo
nouménico. Éste posee una serie de características que no podemos ni siquiera
imaginar, y nuestra mente está constituida de modo tal que sólo cierto material
de esta realidad se le presenta, siendo incapaz de conocerla por entero. En
cambio, el fenómeno es únicamente la apariencia de la cosa en sí, la que
permanece completamente inaccesible al sujeto. El fenómeno es un elemento
material que es asumido en el entendimiento por condiciones formales “a priori”.
No obstante, estas formas son inmateriales, pues pertenecen al entendimiento,
que es inmaterial.
La distinción entre phenomena
y noumena corresponde en cierto modo
a la que, como vimos más arriba, Aristóteles y, más de un milenio y medio
después, los tomistas hicieron entre substancia y accidente. La diferencia
entre la distinción kantiana y la aristotélica es que la primera se refiere
puramente a las esencias, en tanto que la segunda se refiere al ser existente,
para el cual la esencia es sólo una parte, la forma.
Podemos establecer que, en cierto modo, lo que conocemos de
una cosa es aquello que se manifiesta de ella, el fenómeno. El “material” que
aporta es asumido por nuestros sentidos, los que perciben las cosas según las
señales que captan, pues nuestro intelecto, tal como el ojo que está adaptado a
captar la gama de radiación más intensa del Sol, ha evolucionado para poder
conocer precisamente la realidad como aparece. También para Aristóteles el
conocimiento sensible es aquel de los accidentes, estando la substancia oculta
de nuestros sentidos. A diferencia de Aristóteles, para Kant la substancia es
la cosa en sí, y es reconocida por el intelecto a través de los accidentes o
atributos, pues es el sujeto de aquellas otras cosas que le son predicadas
tanto en el orden esencial como en el orden accidental.
Filosofía
trascendental
Para Kant el conocimiento es trascendental, es decir, estructurado
a partir de una serie de principios a priori impuestos por el sujeto que
permiten ordenar la experiencia procedente de los sentidos. Resultado de la
intervención del entendimiento humano son los fenómenos, mientras que la cosa
en sí (el noúmeno) es por definición incognoscible. Siguiendo con la exposición
del pensamiento de Kant, el proceso del conocimiento culmina en la unidad
suprema de la “apercepción”, la cual produce las representaciones inmateriales
del todo, conformando el objeto inteligible. Este forzado y complejo proceso,
que transforma lo material en inmaterial mediante la imposición de la forma a
priori, obliga a postular un objeto del conocimiento como un contenido de
conciencia y separado por completo de la cosa en sí.
Para referirse a la conjunción de lo sensible del objeto y
las “categorías” del sujeto, que son las “nociones intelectuales puras”,
distintas de las ideas o “nociones racionales puras”, Kant, al parecer experto
en neologismos, acuñó también la noción de “esquematismo trascendental”. En
primer lugar, el término “trascendental” significaba para Kant “todo
conocimiento que se ocupe, en general, no tanto de objetos como de nuestro modo
de conocerlos, en cuanto éste ha de ser posible a priori”. Por esquematismo
trascendental él entendía la “homogeneización de los planos empírico y
categorial”. El plano categorial es una permanencia lógico-estructural que fija
la variación de lo sensible en relaciones constantes, las formas constantes de
representación del mundo lógicamente encadenadas. Por su parte, el plano
empírico es una representación, una figura de lo sensible que se diferencia en
el tiempo y el espacio. Para Kant tanto el espacio como el tiempo no son
inherentes a la relación causal ni siquiera son formas que pertenezcan a la
realidad sensible, sino que a la sensibilidad humana, y por tanto, son
anteriores a la experiencia; no son conceptos de la mente, sino que intuiciones
sensibles a priori.
Su filosofía trascendental es la doctrina que estudia la
manera de cómo los objetos de la experiencia sensible llegan a ser posibles en
el pensamiento a través de las formas subjetivas apriorísticas del espíritu.
El problema latente que debía resolver era que con el mecanismo de su filosofía
trascendental y sus categorías enteramente aprióricas, estaba en peligro de
alejarse demasiado del mundo real. Decía: “Es pues claro que tiene que haber
una tercera cosa que por una parte guarde homogeneidad con la categoría y por
otra con el fenómeno, y haga así posible la aplicación de la primera con el
segundo. Esta representación intermedia ha de ser pura (sin mezcla de
empírico), y, no obstante, por un lado intelectual (espiritual) y por otro
sensible (material). Tal es el esquema trascendental”.
El esquematismo refleja también el problema de las relaciones
entre el determinismo del mundo fenoménico material y la actividad sintética,
libre y espontánea de un yo espiritual. Al intentar mostrar que los objetos del
conocimiento han de regirse desde el sujeto y por el sujeto, y no al revés,
Kant concluyó que estaba provocando una revolución semejante a la que generó
Nicolás Copérnico al cambiar la Tierra por el Sol como centro del universo;
también estaba intensificando el subjetivismo cartesiano. Sin embargo, este
regirse no significa que en la relación entre sujeto cognoscente y objeto
inteligible es posible separar uno de los dos términos, considerándolos como
principio único para fundamentar el otro o para fundamentar la relación misma.
Para él, en el criticismo está este difícil equilibrio.
La crítica
Kant consideró al esquematismo como el núcleo central de la
crítica, que es el análisis y las condiciones del conocer. La crítica fija el
límite del conocimiento, lo que significa la imposibilidad de conocer la cosa
en sí, el mundo nouménico. El objetivo de esta crítica era entonces mostrar a
través de la investigación en cada una de las facultades cognoscitivas humanas
cómo es posible una metafísica y en qué sentido. Este intento, como él mismo
reconoce, fue abordado por los empiristas, en especial Hume, debido a la
crítica de la inducción llevada a cabo. Con la aclaración de que todo lo
universal y necesario no puede venir del objeto sino más bien del sujeto, se
fundamentó nuevamente la posibilidad de la inducción científica.
La crítica de Kant produce una contradicción: la filosofía
se reduce a la actividad misma de la crítica, por la cual se denuncia la
imposibilidad de una metafísica filosófica. El problema de la relación entre
sujeto y objeto, ligado a la cosa en sí, el cual, a su vez, está encadenado al
límite que ejerce la cosa en sí, es decir, a la crítica que parece impedir una
filosofía total, fue fundamental para todo el pensamiento post-kantiano. El
esquematismo se plantea como problema decisivo en el existencialismo y el positivismo.
Sobre todo, la preeminencia del sujeto en cuanto rector de la actividad
sintética entre representación y categoría es el punto con el cual se
enlazaría, a continuación, el Idealismo alemán de Fichte, Schelling y Hegel.
Una crítica
Parece pertinente hacer aquí un pequeño análisis del
pensamiento de Kant para tener una mejor perspectiva en la descripción que he
hecho. Desde el punto de vista psíquico, la mente es más compleja y también más
simple, pero ciertamente mucho más realista que para Kant. En una teoría
realista del conocimiento, se puede distinguir, en primer lugar, los órganos de
sensación que reciben del objeto distintas sensaciones. Éstas se estructuran
como percepciones. A su vez, las percepciones se estructuran en imágenes. De las
imágenes, que son verdaderas representaciones concretas de la realidad, la
mente abstrae la esencia y construye conceptos o ideas. Por último, los
conceptos pueden ser relacionados lógicamente por nuestro pensamiento racional.
La razón es en realidad una facultad de nuestra mente humana que combina
lógicamente los conceptos relacionados ontológicamente como proposiciones,
posibilitando un conocimiento ulterior que no se encontraba en las
representaciones psíquicas.
Las sensaciones, las percepciones, las imágenes y los
conceptos son todas representaciones (materiales y objetivas) de la realidad en
distintas escalas de la estructuración psíquica-cognoscitiva. Es conveniente
explicar lo que entendiendo por abstracción en la construcción del concepto a
partir de imágenes e ideas más concretas y particulares. Ésta es una función
cognoscitiva de nuestra estructura cerebral por la cual se realizan una serie
de operaciones. Primero, considera dos o más conjuntos de imágenes o ideas más
particulares. Segundo, los analiza separando sus elementos constitutivos.
Tercero, compara los elementos. Cuarto, agrupa aquellos elementos similares en
un nuevo conjunto de escala superior. En consecuencia, por la abstracción se
agrupan los caracteres comunes de diversos conjuntos en un nuevo conjunto que
los contenga y que denominamos “idea”, sin importar la cantidad de conjuntos
individuales, o representaciones, que lo compongan, pues lo que importa es que
el resultado sea una entidad que conforma una unidad discreta de una estructura
de escala superior. Nuestra mente es tan ágil que cuando piensa está también
imaginando, de modo que una idea no se piensa en “vacío”, sino que va
acompañada corrientemente por coloridas imágenes más concretas.
Adicionalmente, en contra del apriorismo kantiano, podemos
afirmar que las cosas del universo, en toda su mutabilidad y multiplicidad, no
están sujetas al caos, sino que se relacionan entre sí de infinitas y complejas
maneras según leyes naturales muy determinadas. De este modo, nuestro intelecto
no sólo puede tener representaciones verdaderas de las cosas que correspondan a
su realidad, sino que también puede descubrir las relaciones existentes entre
las cosas, las que pueden ser verdaderas o simplemente míticas.
Así, pues, podemos afirmar contra Kant que nuestro intelecto
puede naturalmente conocer la cosa en sí, y lo puede hacer mediante la relación
ontológica que podemos efectuar a partir del conocimiento último de cómo
funcionan las cosas. Esta relación ontológica es tan universal y abstracta como
la que genera la noción de ser. Pero también podemos afirmar que el punto
decisivo no es tanto que podamos conocer las esencias de las cosas, sino que
podamos conocer las cosas por sus funciones tanto en su condición de causas
como en su condición de efectos. Las propiedades o accidentes de las cosas son
en realidad funciones de éstas en cuanto causas respecto a nuestros órganos de
sensación que se comportan como efectos en esta relación causal cognitiva.
Además, el conocimiento de cómo funcionan las cosas proviene de experimentar y
observar las cosas, el conocido ensayo y error de los conductistas. Un
conocimiento más objetivo deriva del conocimiento de las relaciones causales
que la ciencia empírica descubre en su actividad y que traduce en leyes
naturales.
Si para Kant el conocimiento es una actividad desde el
sujeto y por el sujeto que rige los objetos gracias a las formas a priori del
sujeto, para nuestra teoría del conocimiento se trata de una actividad
intelectual del sujeto que comienza, no en el sujeto, sino en el objeto hasta
llegar a la idea a través de su capacidad sintetizadora que va estructurando
representaciones de escalas cada vez mayores e incluyentes. Las unidades
discretas de estas representaciones provienen del objeto, de modo que las
representaciones, si son verdaderas, corresponden enteramente con el objeto. El
prejuicio kantiano fue oponer radicalmente lo sensible con lo inteligible y
suponer que una idea pura nacida de una razón pura no puede estar contaminada
por un material sensible lleno de multiplicidad y mutabilidad. Por el
contrario, podemos nosotros afirmar que las ideas más sublimes, si son
verdaderas, corresponden a esta “caótica” y compleja realidad y derivan de
ella. Los juicios metafísicos no son a priori, como insistía Kant, sino que son
enteramente a posteriori. El mundo de las ideas surge del mundo real y no, como
pretendió Kant, el mundo de las apariencias oculta al mundo real o nouménico
para inducir el mundo de las ideas y sus formas a priori.
Siglos XIX y XX
Idealismo alemán
Pocas décadas después de Kant, el filósofo alemán Johann
Gottlieb Fichte (1762-1814) partió de la razón práctica kantiana y erigió al
hombre con valor absoluto en el “yo” como fuente originaria de todo ser
cósmico. Vimos que la teoría de la ciencia de Kant pretendió desarrollar el
sistema de las formas necesarias de representar y conocer, intentando ser una
filosofía primera o una ontología fundamental. Contrariamente a Kant, Fichte
quiso trazar los límites del mundo de las representaciones, quitando al “yo”
cognoscitivo y volitivo toda frontera y reduciendo al sujeto todas y cada una
de las cosas, que lo es todo. Quería salvar la libertad y dignidad del ser
humano frente a la naturaleza y la materia. El idealismo, al que adhiere y al
que opone al dogmatismo, no admite más que representaciones que él hace emanar
del “yo”, con lo cual éste queda libre e independiente. Por el contrario, el
dogmatismo, según su comprensión y que pone como la alternativa al idealismo,
admite cosas en sí trascendentales al pensamiento, pero priva con ello al “yo”
de su libertad y espontaneidad, aparte de que no se puede explicar cómo algo
que no es ni espíritu ni conciencia, como sería el material sensible, pueda
ejercer un influjo en el espíritu y la conciencia. La espontaneidad del
espíritu, que para los idealistas se trata de la razón, es incompatible con la
materia y la cosa en sí. El espíritu crea todo conocimiento de la nada,
deduciendo todo a priori y sin atender para nada a la percepción.
El espíritu pone en marcha el proceso evolutivo creador del
ser mediante la dialéctica, invención del mismo Fichte. La tesis es el comienzo
originario de toda conciencia donde el yo se pone a sí mismo “yo soy yo”. La
antítesis es el “no yo” que sigue a la tesis como la izquierda a la derecha. La
síntesis es el tercer paso del proceso que supera la contradicción y donde se
puede reconocer la unidad del “yo” con el “no yo” en una originaria y
fundamental subjetividad en el “Yo” absoluto. El devenir se explica cuando la
síntesis se torna en una nueva tesis de un nuevo proceso que, así concatenado,
no tiene fin. De este modo, con Fichte la deducción trascendental de Kant se
convirtió en un puro y total formalismo inmanente del espíritu al oponer
radicalmente el espíritu y la materia en una dualidad absoluta. Pero el
idealismo de Fichte se erigió sobre una débil base. Que todo sea posición del
“yo” y que estemos nosotros encerrados en una infranqueable contemplación de
nuestras propias modificaciones es un punto de vista en extremo limitado.
El filósofo alemán Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling
(1775-1854) también fue idealista. También él afirmó el espíritu como auténtico
ser y fuente del devenir. Pero este espíritu es ahora independiente de nuestro
“yo”, pues es un espíritu objetivo. Así pasamos del idealismo subjetivo de
Fichte al idealismo objetivo de Schelling. Decía que para Fichte no caben más
que dos filosofías: el dogmatismo, que admite las cosas en sí, y el idealismo,
que no admite sino contenidos de conciencia; y entre ambas filosofías se debe
elegir. Schelling quiere sumar los dos puntos de vista, buscando cómo lo
objetivo lleva a lo subjetivo y cómo lo subjetivo lleva a lo objetivo.
Para Schelling la naturaleza es el mundo de lo objetivo,
siendo más que un producto del “yo”. Se caracteriza porque está sometida a un
proceso evolutivo, pues es como un organismo viviente dotado de alma y en
crecimiento continuo, como todo lo vivo y animado, y se expresa ascendentemente
en formas superiores. Detrás de la vida y el alma de la naturaleza está el
espíritu que él identifica con la razón. Las realidades del objeto y de la
naturaleza se explican a partir, respectivamente, del sujeto y del espíritu.
Asimismo, detrás de la vida y el espíritu se revela la naturaleza. La
naturaleza tiene el espíritu como su meta de desarrollo y en el que se
contempla a sí misma conscientemente, siendo ésa su tendencia constante, porque
siempre es espíritu. En la filosofía trascendental de Schelling el espíritu se
objetiva, pues es su propiedad el proyectarse siempre en una representación
sensible como naturaleza. Naturaleza y espíritu, objeto y sujeto, realidad e
idealidad, son idénticos, pues la identidad penetra todos los aspectos. La
naturaleza es el espíritu visible, y el espíritu, la naturaleza invisible.
Schelling, inmerso en el movimiento romántico de su época,
asumió una postura extrema de elevar la razón no sólo por sobre la realidad,
como es propio del idealismo, sino por sobre los hombres mismos,
identificándola con un supuesto espíritu del universo. Con otro filósofo
idealista alemán, Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831), cuatro años mayor
y compañero de Schelling, el Idealismo alemán alcanzó su punto culminante, lo
que no quiere decir, su punto brillante. En primer lugar, acometió la empresa
de mostrar el ser, en su totalidad, como una realidad espiritual y también como
una creación del espíritu. Este espíritu es el mismo espíritu absoluto del
mundo que está más allá del objeto y del sujeto, perdiéndose de este modo la
antigua concepción del conocimiento donde objeto y sujeto se oponen. La
filosofía de Hegel pasa a ser un idealismo absoluto. La idea no es ya el
principio del sistema, sino que todo es Idea. Si la función del espíritu es
conocer la verdad, lo objetivo es tal como es pensado, que es lo postulado por
el idealismo objetivo de Schelling. Pero, buscando salvar la espontaneidad del
espíritu, Hegel agrega que el pensar, en cuanto es verdad y se refiere al ser,
es el pensar del espíritu del mundo cósmico, identificando lo racional con lo
real, o, más bien, negando la distinción entre razón y realidad.
En segundo término, además de espíritu, lo absoluto es
actividad por sí misma. En esto Hegel va también más allá que Schelling, quien
había identificado el espíritu con la naturaleza. Aquél subrayó el devenir y la
evolución de lo absoluto en los pasos necesarios del pensamiento. El espíritu
se despliega incesantemente en una progresiva autodeterminación, sin perder por
ello ni unidad ni identidad en la multiplicidad, pues resuelve siempre en sí
mismo todos los contrarios a través de la dialéctica. Los conceptos, hasta
ahora permanentes, pierden su estaticidad. Reeditando a Heráclito, Hegel supone
que el ser necesita el devenir para ser, pero especifica que su unidad vence
toda oposición y diversidad gracias a la síntesis dialéctica que tomó de
Fichte.
Hegel desconfiaba naturalmente de la razón humana como
albergue de la Idea Absoluta. Para él las ideas iban progresando mediante una
dialéctica histórica. La Historia es “la explicitación del espíritu en el
tiempo”. La Razón trascendente penetra la Naturaleza que la misma ha
engendrado, aprehendiéndola en el curso del tiempo según la lógica dialéctica.
La verdad, al establecer sus límites, genera una contra verdad fuera de dichos
límites, contradicción que se resuelve en una nueva verdad, y a través del
proceso dialéctico, la verdad iría surgiendo con mayor certeza en el curso de
la historia a través de la conciliación de los contrarios, por lo que en cada
etapa dialéctica se estaría generando mayor luz. La filosofía de Hegel se puede
comprender como la dualidad espíritu-materia llevada a sus conclusiones
lógicas.
El Idealismo alemán se derrumbó repentinamente a mediados
del siglo XIX y el lugar fue ocupado por los materialistas y los científicos.
El idealismo fue percibido entonces como algo extraño e imposible. Pero el
idealismo no murió. Tiempo después renació con Jaspers y Heidegger, quienes se
tornaron muy populares a mediados del siglo XX.
Fenomenología
Edmund Husserl (1859-1938), padre de la “fenomenología”,
quiso devolverle a la filosofía el estatus científico que habría perdido a
consecuencia de la facticidad en la que había quedado sumida por el positivismo
de Comte, el psicologismo y el naturalismo de fines del siglo XIX. Él se hizo
cargo de la disputa existente ente los neokantianos y los psicologistas o
empiristas lógicos. Para los primeros la lógica es una disciplina pura, formal
y a priori, siendo el fundamento de las matemáticas, las ciencias empíricas y
la propia psicología experimental. Para los segundos el fundamento de las
matemáticas, las ciencias empíricas y, por tanto, la lógica, es la psicología,
cuyo origen es a posteriori. Sin embargo, esta disputa trata de dos problemas
que están en planos distintos. Los neokantianos buscaban las “verdades
lógicas”, es decir la validez de los conceptos, proposiciones y teorías
lógicas, no en su origen subjetivo que se infiriere inductivamente de hechos
particulares de la vida psíquica, sino que por su carácter universal y
necesario, a priori, ideal, objetivo y atemporal. Pero no lograron explicar
satisfactoriamente cómo se relaciona este ámbito formal e ideal con la mente o
psique, que es real, subjetiva, relativa y contingente.
Para los psicologistas lógicos, las “verdades lógicas” deben
poder aplicarse a eventos o hechos particulares, de carácter empírico y real,
esto es, al pensamiento cotidiano, a concepciones, aseveraciones, inferencias
de personas reales, individuales. De allí infirieron que se originan en tales
eventos particulares y que su validez está garantizada por dicho origen. Junto
con los empiristas positivistas defendían el carácter a posteriori de las
verdades lógicas, obtenidas por inducción o generalización de la experiencia
psicológica. Aunque sostenían que la lógica tiene alguna relación con el
pensamiento, o la psique, no supieron explicar satisfactoriamente cómo al mismo
tiempo se podía detentar evidencia o validez a priori si es que su origen era a
posteriori. Ambas demandas parecen necesarias, aunque ambas parezcan excluirse,
dando lugar a la oposición entre subjetivismo (relativismo, escepticismo) y
objetivismo (eternidad, absolutez). Cada una de las demandas racionales
significaba respectivamente explicar cómo interviene el sujeto en el hecho del
conocimiento, incluso del conocimiento “objetivo” y a priori, y justificar la
validez objetiva del conocimiento, más allá de los sujetos y las perspectivas
particulares.
La fenomenología de Husserl sería una actitud crítica y
radical para enfrentarse con las cosas –la realidad fáctica que la experiencia
entrega–, o también un método del conocimiento para conocer la realidad de una
manera objetiva, no quedándose en una mera explicación o descripción de los
hechos, como el positivismo, sino adentrándose en las esencias de las cosas,
buscando analizar la relación que hay entre los hechos o fenómenos y el ámbito
donde se hace presente esta realidad, que es la psiquis o la conciencia.
Husserl distingue las cosas mismas de los fenómenos en la conciencia. Las
primeras no consisten más que en ser un aparecer, un mostrarse, una
manifestación en la que se aparece todo aquello a lo que le atribuimos ser.
Pueden ser conocidas a través de la experiencia y conforman el mundo real, que
es el conjunto total de los objetos posibles de la experiencia. Pero los
fenómenos no se refieren a algo exterior de la mente. No hay ningún noúmeno o
cosa en sí detrás del fenómeno, y éste no es apariencia de ser, es decir, no es
imagen o representación de algo distinto a su propio aparecer. Se conocen
mediante una intuición esencial, pero no por la intuición sensible o la
experiencia. Se encuentran en el ser autárquico de un individuo, constituyendo
lo que él es. El aparecer tiene lugar en la conciencia y ésta no puede ser concebida
como un ente o substancia determinada, ni siquiera como un ámbito en el cual
aparecen las representaciones que concuerdan o no con las cosas exteriores.
Husserl, se apoya en ciertos presupuestos ya postulados por su maestro Franz
Brentano (1838-1917). Así, la conciencia es entendida como una referencia a, un
dirigirse hacia algo –que es lo que se aparece– que no es ella misma, sin
aparecerse jamás la propia conciencia. Atenerse a las cosas mismas, a lo que se
muestra ello mismo supone, por un lado, despojar todos los elementos extraños y
añadidos no sólo al fenómeno, sino a la conciencia misma. La fenomenología es
una depuración. Husserl escribe, “la conciencia es huidiza; se dirige a las
cosas sin posarse jamás y sin mostrarse ella misma. Pero no oculta ni falsifica
aquello que se le aparece, el fenómeno. Antes bien, lo desnuda de ropajes
recolectando su verdadera esencia.”
Para Husserl, la conciencia es intencional porque siempre
tiende (tender en latín se dice intentio)
hacia algo, constituyendo al objeto como objeto y descartando su existencia
extramental. Lo que vemos no es el objeto en sí mismo, sino cómo y cuándo es
dado en los actos intencionales. El conocimiento de las esencias sólo es
posible obviando todas las presunciones sobre la existencia de un mundo
exterior y los aspectos sin esencia de cómo el objeto es dado a nosotros. Este
proceso fue denominado epokhé por
Husserl y se le caracteriza por poner entre paréntesis la existencia de las
cosas, lo que se supone como “ya sabido”, para así intentar llegar a las
“esencias”, es decir, va a las cosas mismas. La intencionalidad no una
propiedad de los actos psíquicos, sino la estructura misma de la conciencia. A
partir de Descartes la filosofía se convierte en una filosofía de la
conciencia. En efecto, el cogito (yo
pienso) se transforma en el punto de partida de todo filosofar desde el cual se
intenta alcanzar el mundo real. La filosofía de Husserl es pues también una
filosofía de la conciencia, pero de la conciencia intencional. Esto significa
que la conciencia, lejos de ser una cosa o un ámbito vacío, es una relación a
un objeto. Más tarde introduce el método de reducción fenomenológica para
eliminar la existencia de objetos extramentales. Quería concentrarse en lo
ideal, en la estructura esencial de la conciencia. Lo que queda después de esto
es el ego trascendental que se opone al ego empírico. Lo que esta filosofía
estudia son las estructuras esenciales que hay en la pura conciencia, el
neomata, y las relaciones entre ellos.
Husserl llamará “nóesis” al acto psíquico individual
intencional de pensar y “nóema” al contenido objetivo intencional del
pensamiento. Distingue entre los actos mediante los cuales la conciencia tiende
hacia su objeto y que tiene distintos modos de ser representados y al contenido
de esos actos o término de la referencia. El primero es la nóesis, que es un
acto subjetivo de la conciencia. El segundo es denominado nóema, y es un
aspecto objetivo de la conciencia. Es el nóema el que valida y explica la
nóesis. Esta distinción se basa en que el contenido es independiente del acto
de pensamiento. Husserl entenderá a la conciencia como “conciencia pura” cuando
ésta se halla reducida por reducción fenomenológica y llamará luego
“trascendental” a todo aquello que se refiere al ámbito de la conciencia pura
por oposición al ámbito del mundo empírico. Con esto él propone una “lógica
pura”, esto es, una lógica independiente de toda experiencia e incluso de la
psicología. En definitiva, esta lógica no es otra cosa que la intelección de las
esencias y de las conexiones ideales entre esencias. De esta manera, Husserl
sitúa a la ciencia en el ámbito de las esencias y su fenomenología retorna a
una suerte de platonismo.
El meollo del problema de Husserl –y también el de sus
antecesores– es que él no logró explicar cómo la mente puede conocer los
objetos, pues carecía de las evidencias científicas que en la actualidad
poseemos, ni qué naturaleza tienen las representaciones mentales. Este problema
fundamental de la filosofía es epistemológico. Para responderlo se debe
formular una teoría del conocimiento de acuerdo al los conocimientos
científicos contemporáneos en los campos de la neurología y la psicología y
conforme a una teoría universal del ser. Una teoría del conocimiento basada en
la existencia de sucesivas escalas incluyentes de estructuraciones que va desde
las sensaciones de señales que provienen de los objetos hasta la estructuración
de conceptos podrá verse en mi libro La
llama de la mente (ref. http://unihum4.blogspot.com).
Una epistemología que analiza las estructuraciones del pensamiento lógico y
abstracto podrá verse en mi libro El
pensamiento humano (ref. http://unihum5.blogspot.com).
Existencialismo
El filósofo existencialista alemán, Karl Jaspers
(1883-1969), quiso dar una explicación de la existencia. Según él el ser humano
tiene ante sí la realidad del mundo que es primeramente la existencia de los
objetos reales que ocupan las ciencias particulares. El no filósofo toma esta
existencia como cosa evidente y aproblemática. Pero desde una perspectiva
filosófica, se puede advertir que no se ha dado una visión uniforme y unitaria
de la realidad, pues siempre se absolutiza una parte que se toma por el todo.
Así, el positivismo considera lo cuantitativo-mecánico como si fuera todo lo
real, y el idealismo hace lo mismo con el espíritu. Además olvidan que los
contenidos de conciencia no tienen validez universal, pues el hombre piensa
“existencialmente”, donde cada concepto tiene su sello de singularidad
incomunicable e insustituible. Sin embargo, para no caer en la condena de la
fenomenología contra el relativismo y el psicologismo, Jaspers no osó
relativizar el pensamiento y disolver la ciencia. Consideró la existencia como
un juego combinado de vida y espíritu. De este modo, si sólo se salva la vida,
se cae en una ciega brutalidad, y si sólo se salva el espíritu, se llega a un
universalismo vacuo. Los dos polos de la existencia son, por tanto, razón y
existencia. Ambos son inseparables, pero distintos. La razón ilumina la
existencia y la existencia llena de contenido la razón. Sin embargo, el mero
hecho de saber no explica la existencia. Ésta, como síntesis de vida y
espíritu, es propiamente una actitud, un comportamiento para consigo mismo. El
esclarecimiento de la existencia no es conocer objetos, sino que es una llamada
a las propias posibilidades. El ser humano existencial no puede petrificarse en
ninguna verdad dogmática, sino que debe estar constantemente abierto y
dispuesto a aprender, pues no hay verdades definitivas. La verdad consiste en
existir.
Martín Heidegger (1889-1970) propugnó una refundación de la
metafísica, destruyendo la precedente. Según él, ésta puso siempre un
determinado ente en lugar del ser en cuanto tal. En Descartes este ente fue la res extensa; en el idealismo, fue la
idea. Quería que la metafísica fuera una auténtica ontología fundamental. Para
ello, comenzó haciendo una interpretación del ser existente (Dasein), y precisamente del existente
humano. Fue el mismo punto de partida de Kant que Heidegger toma como evidente.
Pero ese Dasein no es ya conciencia, sino existencia, la que interpreta como
“estar ahí”, en el tiempo y en el mundo, pero siendo anterior. Pensar es sólo
un modo de existir del existente, con lo que se sitúa más allá del idealismo y
el realismo. Todo ente es existente, pero en un tono no ontológico, sino que
antropológico, ético, psicológico, pesimista. Heidegger cobró fama de filósofo
de sentido trágico, pero, en realidad, su tema de filósofo no fue ni el ser
humano ni la existencia, sino única y exclusivamente el ser. Quiso establecer
que el ente no está jamás sin el ser. Lo que existe es el ser. El ser humano es
sólo sujeto en cuanto que, lejos de ser él Logos, es aquello que se encarna en
el Logos, en la suma del ser, adicionándose a sí mismo a dicha suma. El ser
humano no es, por tanto, el ser, ni el amo del ser, sino sólo el “custodio” y
el “pastor” del ser. El ser otorga sus gracias en el pensamiento y el lenguaje
del ser humano. Mientras otros consideran al ser humano como substancia, en
Heidegger es pura “ex-sistencia”, vacío tanto de naturaleza como de esencia. La
esencia del ser humano es su no subsistir en sí mismo, es decir, su
incomprensibilidad desde el punto de vista de la substancia. Heidegger está en
contra del subjetivismo tanto de la metafísica de las esencias de la tradición
platónica-aristotélica como del Idealismo alemán, pues para éstos la esencia se
presenta como función del sujeto, siendo, por tanto, antropocéntrico. Habría
que preguntarse si el “ser” de Heidegger es en realidad algo más que el “ente”.
Su impreciso lenguaje no logra aclararlo. Para tan ambicioso comienzo, la única
respuesta que Heidegger consigue concretar a la cuestión del ser es que “es él
mismo”.
Empirismo lógico
Paralelamente al existencialismo, en la primera mitad del
siglo XX se desarrolló el empirismo lógico, que fue una natural continuación
del empirismo de Hume. No sólo rechazó toda metafísica por ser no sólo inútil y
contradictoria, como la entendió el positivismo del siglo XIX, sino desprovista
de significado. Con una patente inhabilidad para aquilatar la capacidad humana
para abstraer y estructurar conocimiento en escalas superiores los problemas
metafísicos fueron considerados como pseudo problemas y sus enunciados, como
meras proposiciones gramaticales que carecen de verdadero sentido, pues aquello
que puede ser verdadero sólo puede relacionarse con lo inmediatamente sensible
y empírico. En el punto de partida sensista y empírico y en la aversión de la
metafísica coincidieron el empirismo lógico y el positivismo clásico. El
primero difirió del segundo en la aplicación sistemática de un método propio,
el análisis lógico del lenguaje, siendo éste el único campo que le reconoció a
la filosofía. Lo que interesa fue la significación del lenguaje. Los enunciados
significativos se dividen en analíticos y factuales. Los primeros nada dicen
sobre la realidad; los segundos son rigurosamente empíricos y a posteriori.
Aunque el empirismo lógico fue rechazado en sus mismos términos, su influencia
perduró en lo que se conoce como filosofía analítica.
El empirismo lógico, también llamado positivismo lógico, es
una corriente en la filosofía analítica que surgió durante el primer tercio del
siglo XX, alrededor del grupo de científicos y filósofos que formaron el
célebre Círculo de Viena. Si bien los empiristas lógicos intentaron ofrecer una
visión general de la ciencia que abarcaba principalmente sus aspectos gnoseológicos
y metodológicos, tal vez su tesis más conocida es la que sostiene que un
enunciado es cognitivamente significativo sólo si, o posee un método de
verificación empírica o es analítico, tesis conocida como “del significado por
verificación”. Sólo los enunciados de la ciencia empírica cumplen con el primer
requisito, y sólo los enunciados de la lógica y las matemáticas cumplen con el
segundo. Los enunciados típicamente filosóficos no cumplen con ninguno de los
dos requisitos, así que la filosofía, como tal, debe pasar de ser un supuesto
cuerpo de proposiciones a un método de análisis lógico de los enunciados de la
ciencia. Sin embargo, pensadores como, el físico israelí David Deutsch (1953-
), han señalado que el empirismo lógico encierra un conflicto inmediato con sus
propios términos. Esto es debido a que la tesis mencionada del significado por
verificación no sería según el propio criterio contenido en él un enunciado
cognitivamente significativo, dado que ni puede ser verificado empíricamente
(pues no se presta a comprobación experimental), ni es analítico (puesto que no
se trata de un enunciado propio del razonamiento matemático).
El empirismo lógico adscribió sin crítica alguna a la doble
división propuesta por Kant, que los enunciados son: analíticos o sintéticos y
a priori o a posteriori. La diferencia entre los dos primeros estriba en la
forma como se les predica verdad: para los analíticos, sólo en función del
significado de sus términos, ya que el predicado está contenido en el sujeto;
para los sintéticos, en función de cómo es el mundo, puesto que el predicado
aporta información que no está contenida en el sujeto; los analíticos,
entonces, no nos dicen nada sobre el mundo: son puras tautologías; en cambio,
los sintéticos sí hablan sobre el mundo. También hay una diferencia entre cómo
se conocen los enunciados: algunos son cognoscibles a priori y otros a
posteriori. Los a priori son cognoscibles por un puro ejercicio de la razón,
sin necesidad de recurrir al mundo, pues no dependen de la experiencia,
teniendo además tales juicios valor universal y necesario. Los a posteriori
necesitan, para ser conocidos, que el sujeto recurra al mundo. Lo a priori es
necesario (no puede no suceder) y lo a posteriori es contingente (puede no
suceder).
Para los empiristas lógicos sólo podemos hablar de cómo es
el mundo, y es porque lo percibimos mediante los sentidos. Los enunciados
sintéticos acerca del mundo sólo pueden ser a posteriori, es decir, sólo
comprobables empíricamente. El sentido de una proposición se determina por las
experiencias sensoriales que nos pueden decir si esa proposición es verdadera o
falsa. Si el sentido de una proposición se determina empíricamente, entonces
para toda proposición con sentido en el lenguaje-físico, como “La Luna es
redonda”, hay una proposición en el lenguaje-sensorial que le corresponde. Es
decir, la oración “La Luna es redonda” puede reducirse a enunciados como “hay
un objeto blanco y redondo en este momento tal que lo llamamos Luna”.
Sin embargo, hay otra manera de conocer el mundo, además de
los sentidos, y es a priori, es decir, mediante el razonamiento
lógico-deductivo, como las matemáticas, la lógica y los significados
conceptuales. Sé que 2×2 es 4, siempre, y no necesito recurrir al mundo. Los
conozco de manera a priori, sin experiencia. Pero, como lo conozco sin
necesidad de experiencia, entonces no me dice algo sobre el mundo, siendo
consecuentemente una proposición analítica. Ésta es verdadera sólo en virtud
del significado y de las reglas estipuladas. 2×2=4 es verdadero por los usos
estipulados que les damos a los signos '×' e ' = ', además de las reglas que
seguimos al darles ese uso, y los significados que les damos a los signos 2 y
4. Por esto, todas las verdades a priori son, para los empiristas lógicos,
analíticas. Como son a priori deben ser necesarias, y como todos los enunciados
analíticos son tautologías, son siempre verdaderas. Por tanto, sólo se pueden
calificar como proposiciones aquellas que son producto de la lógica, la
matemática, y también que pueden ser empíricamente comprobadas. Toda otra
oración es una proposición ficticia.
El principal problema del empirismo lógico fue que heredó
del positivismo inglés del siglo XVIII la incapacidad para distinguir entre las
imágenes y las ideas o conceptos, llamando a las impresiones sensibles “ideas”.
Este error fundamental ha sido transmitido también a la filosofía analítica. Es
crucial comprender que un concepto es una síntesis de imágenes, perteneciendo a
una escala estructural superior y haciendo referencia a una multitud de seres
individuales o imágenes de éstos. Si no se entiende que las ideas son
relaciones ontológicas y únicas unidades de las proposiciones o premisas,
entonces no se ha avanzado nada en lógica. Un error no menos importante del
empirismo lógico fue suponer que había proposiciones a priori, propios de un
razonamiento lógico-deductivo, y desvinculados de la experiencia. Por el
contrario, el mundo sensible, es decir, la realidad que nos rodea, es de
estructuras, fuerzas y funciones, de materia y energía, de tiempo y espacio.
Todo ello es divisible en unidades. Las sensaciones, además de las señales que
nos permiten constituir percepciones que nos faculta estructurar imágenes y de
éstas, sintetizar ideas, nos proveen también la cantidad, como a cualquier otro
animal. Sin embargo, la mente humana, que para nada es pasiva quam tabulam rasam, tiene la doble
capacidad para abstraer de la cantidad el número y someterlo a la lógica
matemática.
Filosofía analítica
Creer que la filosofía analítica es positivista, es un
error. “Filosofía analítica” es un término genérico para un estilo de filosofía
que comenzó a dominar en los países de lengua inglesa, en el siglo XX, y se
refiere a una tradición de hacer filosofía caracterizada por un énfasis en la claridad
y la argumentación, comúnmente alcanzadas a través de la lógica formal y el
análisis del lenguaje, y por un gran respeto por las ciencias naturales. En un
sentido estrecho, “filosofía analítica” se usa para referirse a un propósito
filosófico específico que usualmente se fecha entre 1900 aproximadamente y
1960. El propósito analítico en filosofía comienza con el trabajo de los
filósofos ingleses Bertrand Russel (1872-1970) y George E. Moore (1873-1958),
quienes desarrollaron un nuevo tipo de análisis conceptual basado en los nuevos
avances en lógica.
Los filósofos analíticos criticaban en primer lugar a la
metafísica tradicional, en especial la hegeliana, por su creencia que es capaz
de dar información acerca de la realidad describiendo cómo es el mundo y
presumiendo que esta descripción está formada por proposiciones significativas
y verdaderas, y que todo ello es posible básicamente con el recurso de la
razón. Para ellos la filosofía no puede ampliar nuestro conocimiento sobre la
realidad, pues la única realidad es la empírica. Ellos pensaban en general que
la filosofía tradicional no es una actividad legítima, porque los problemas
filosóficos son ficticios: no se pueden solucionar por la experiencia.
Sostenían que las proposiciones de la filosofía tradicional carecen de sentido;
para ellos las únicas proposiciones legítimas son las meramente analíticas o
tautologías (el todo es mayor que las partes) y las empíricas (hoy está
nublado). Un análisis lógico del lenguaje puede aclarar la confusión de los enunciados
de la filosofía tradicional. Sin embargo, creían que existe una forma correcta
de hacer filosofía, y se reduce a la aclaración lógica del pensamiento mediante
el análisis, debiendo delimitar lo pensable y con ello lo impensable. La
filosofía sería el análisis de las proposiciones de la ciencia, que serían
purificadas de todo sinsentido y toda metafísica, y fundamentadas en la teoría
del conocimiento. Para las dos preguntas fundamentales de toda epistemología
¿qué se puede conocer? y ¿cómo se puede conocer lo que se puede conocer?, su
respuesta es empirista: se puede conocer la realidad espacio-temporal, el mundo
de los hechos o mundo empírico, y se puede conocer como la ciencia natural
conoce: mediante el recurso a la experiencia, es decir, mediante la percepción.
A este propósito, que era claramente el de Hume, se añade una dimensión más, la
del sentido: el límite de lo que se puede conocer es el límite del sentido, por
lo tanto el mundo empírico es el ámbito de la realidad con sentido y el ámbito
de lo que se puede pensar y se puede expresar mediante el lenguaje. Para los
filósofos analíticos los únicos problemas se refieren a la realidad empírica,
por lo que sólo pueden expresarse y solucionarse en el marco de las ciencias
empíricas.
A continuación, haré una breve síntesis del pensamiento de
dos filósofos de esta tradición que han tenido enorme influencia, Wittgenstein
y Popper.
Ludwig Wittgenstein (1889-1951) fue no sólo un filósofo
positivista y analítico; su preocupación principal fue la ética, la que incluye
también la estética y la teoría de valores, y que subyace en su filosofía. En
vida publicó sólo un libro, el Tractatus
logico-philosophicus, en 1921. Después de su muerte se publicaron sus Investigaciones filosóficas, en 1953.
Según Bertrand Russell su pensamiento se divide en dos periodos: un “primer
Wittgenstein” o “Wittgenstein del Tractatus”, que influye en el Círculo de
Viena, y un “segundo Wittgenstein” o “Wittgenstein de las Investigaciones”.
El Tractatus
intenta explicar cómo funciona la lógica según había sido desarrollada hasta
entonces por Frege y Russell. Muestra que la lógica es el andamiaje sobre la
cual se levanta nuestro lenguaje descriptivo, que es la ciencia, y nuestro
mundo, que es aquello que la ciencia describe por medio del lenguaje. Así, la
tesis principal del Tractatus es la
estrecha vinculación estructural entre lenguaje y mundo, hasta el punto que los
límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. El mundo es la totalidad de
los hechos, no de las cosas. Los hechos son estados de cosas, o sea, objetos en
cierta relación. Los hechos poseen una estructura lógica que permite la
construcción de proposiciones que representen o figuren ese estado de cosas.
Así, una proposición es la figura lógica de un hecho. El lenguaje descriptivo
representa objetos y está formado fundamentalmente por nombres. Al igual que un
hecho es una relación entre objetos, una proposición será una relación de
nombres, los cuales tendrán como referencia los objetos. De esta idea tan
básica Wittgenstein extrae su teoría de la significación –el sentido– y de la
verdad. Una proposición tendrá sentido en la medida que represente un estado de
cosas lógicamente posible. Esto no implica que la proposición sea verdadera o
falsa. Para que la proposición sea verdadera, el hecho que describe debe darse
efectivamente. Si el hecho descrito no se da, entonces la proposición es falsa.
Si algo es pensable, se debe formular en una proposición significativa. El
pensamiento, que es la figura lógica de los hechos, es una representación
mental de la realidad y se rige por la lógica de las proposiciones. Existe una
identidad entre el lenguaje significativo y el pensamiento. La realidad es
aquello que se puede describir con el lenguaje. Sólo es posible hablar con sentido
de la realidad.
Pero si sólo es posible hablar con sentido de los hechos del
mundo, ¿qué ocurre con los textos de filosofía y, en particular, con las
proposiciones del propio Tractatus
que no describen hechos posibles ni hechos del mundo, sino que se refieren al
lenguaje y la lógica que rige nuestro pensamiento y nuestro mundo? Hasta aquí
Wittgenstein había seguido una epistemología tradicional de corte más bien
realista. Lo original es que ahora manifiesta que la forma lógica no puede
expresarse en el sentido de que no se puede crear una proposición con sentido
en que se describa la lógica, porque la lógica se muestra en las proposiciones
con sentido que expresan el darse o no darse de un estado de cosas. La lógica
está presente en todas las proposiciones, pero no es dicha por ninguna de
ellas. En este sentido, la lógica es trascendental. La lógica establece cuál es
el límite del lenguaje, del pensamiento y del mundo. Más allá del límite está
lo inexpresable, lo místico. La tarea de la filosofía es llegar hasta los casos
límites del lenguaje. Este es el caso de las tautologías, las contradicciones
y, en general, las proposiciones propias de la lógica. Análogamente, la ética
es también inexpresable y trascendental. La ética, lo que sea bueno o valioso,
no cambia nada los hechos del mundo; el valor debe residir fuera del mundo, en
el ámbito de lo místico. De lo místico no se puede hablar, pero una y otra vez
se muestra en cada uno de los hechos que experimentamos.
Las Investigaciones filosóficas es el principal texto en que se recoge el pensamiento del llamado segundo Wittgenstein. El rasgo más importante de esta segunda época está en un cambio de perspectiva en su estudio filosófico del lenguaje. Si en el Tractatus adoptaba un punto de vista lógico para analizar el lenguaje, el punto de vista de las Investigaciones es pragmático. No se trata de buscar las estructuras lógicas del lenguaje, sino de estudiar cómo se comportan los usuarios de un lenguaje, cómo aprendemos a hablar y para qué nos sirve. El significado de las palabras y el sentido de las proposiciones están en su uso en el lenguaje, por lo que preguntar por el significado de una palabra o por el sentido de una proposición equivale a preguntar cómo se usa. Puesto que dichos usos son muchos y multiformes, el criterio para determinar el uso correcto de una palabra o de una proposición estará determinado por el contexto al cual pertenezca, que siempre será un reflejo de la forma de vida de los hablantes. Dicho contexto recibe el nombre de juego de lenguaje. Estos juegos de lenguaje no comparten una esencia común, sino que mantienen un parecido de familia. De esto se sigue que lo absurdo de una proposición radicará en usarla fuera del juego de lenguaje que le es propio. Una tesis fundamental de las Investigaciones es la imposibilidad de un lenguaje privado. Para Wittgenstein, un lenguaje es un conglomerado de juegos, los cuales estarán regidos cada uno por sus propias reglas. El único criterio para saber que seguimos correctamente la regla está en el uso habitual de una comunidad. Lo mismo ocurre con los juegos de lenguaje: pertenecen a una colectividad y nunca a un individuo sólo.
Existen diferencias entre el Tractatus y las Investigaciones.
Mientras que para el Tractatus hay un
sólo lenguaje, que es el lenguaje ideal compuesto por la totalidad de las
proposiciones significativas –lenguaje descriptivo–, para las Investigaciones el lenguaje se expresa
en una pluralidad de distintos juegos de lenguaje –del que el descriptivo es
sólo un caso–. El Tractatus define lo
absurdo o insensato de una proposición en tanto que ésta rebasaba los límites
del lenguaje significativo, mientras que las Investigaciones entiende que una
proposición resulta absurda en la medida en que intenta ser usada dentro de un
juego de lenguaje al cual no pertenece. De ahí que, para el Tractatus, el significado está
determinado por la referencia, lo que equivale a decir que si una palabra no
nombra ninguna cosa o en una proposición no figura ningún hecho, carece de
significado en tanto que resulta imposible asignarle un determinado valor de
verdad. Pero en las Investigaciones
se reconoce que en el lenguaje ordinario la función descriptiva es una de las
tantas funciones del lenguaje y que, por ende, el dominio del significado es
mucho más vasto que el de la referencia. Así, para las Investigaciones, el significado de una palabra está determinado por
el uso que se haga de la misma. Así, el criterio referencial del significado es
reemplazado por el criterio pragmático del significado. En cuanto a la noción
de verdad, el Tractatus manifiesta
que la verdad se constituye como la correspondencia entre el sentido de lo
representado en una proposición y un hecho. Pero dado que las Investigaciones postula distintos usos
posibles del lenguaje más allá del descriptivo, la aplicación del criterio
semántico de verdad parece quedar restringida al ámbito del lenguaje meramente
descriptivo.
A modo de crítica, diré primero que si bien el mundo es la
totalidad de los hechos, no de las cosas, como afirma Wittgenstein, lo es en
referencia a las relaciones de causa y efecto que se dan de hecho en la
realidad y que podemos conocer mediante la observación y la experimentación
para llegar a formular las leyes naturales que las rigen. Sin embargo, estas
relaciones no son lógicas ni constituyen alguna estructura lógica. Tampoco
están sujetas al análisis lógico, pues responden al modo de funcionamiento de
las cosas. Por otra parte, el mundo es la totalidad de las cosas que en nuestra
mente, que ya abstraídas como ideas, o entes que se relacionan de modo
ontológico. Más exactamente, una cosa puede ser representada en nuestra mente
como una idea o concepto y ser también definida por ser ontológicamente parte
de una estructura y por poseer una función causal específica. De ahí que en la
relación ontológica la cosa tiene referencia con una globalidad –una
estructura– de escala mayor, en la cual ella es una unidad discreta, mientras
que en su relación causal la cosa es causa y/o efecto. En una segunda
instancia, y por tanto en una escala mayor de estructuración mental, de ambos
tipos de relaciones –causal y ontológica– podemos llegar a formular
proposiciones, las que pueden ser verdaderas o falsas, dependiendo de su
correspondencia con la realidad. Estas proposiciones pueden entrar, en una
escala aún mayor, a estructurar las relaciones lógicas y ser sometidas a este
juego con el objeto de derivar un conocimiento nuevo que no estaba implícito en
las proposiciones.
En segundo lugar, diré que lingüísticamente hablando, en
gramática la palabra es un sustantivo o un adjetivo cuando la idea representa
directamente una estructura, y es una preposición, una conjunción o un artículo
cuando representa relaciones de estructuras. En cambio, las palabras que
representan fuerzas se agrupan en lo que en gramática se designa como verbo, y
aquellas referidas a modificaciones de fuerzas corresponden al adverbio.
Podemos advertir que sólo el verbo tiene tiempo; ello se explica porque en la
realidad sólo la fuerza actúa en el tiempo. Igualmente, sólo los sustantivos,
juntos a sus adjetivos y artículos correspondientes, tienen número, pues las
estructuras pueden ser múltiples. También podemos notar que las diferencias
entre las acciones expresadas por los distintos verbos se refieren al modo de
ser funcional específico de cada estructura particular. Cuando no es una simple
identificación o definición de una cosa, toda oración se refiere a una acción e
interpreta siempre un proceso mecánico desarrollado dentro de los parámetros
espacio-temporales. El lenguaje siempre está referido a nuestra realidad
material, aunque sea el fruto de la imaginación más descabellada, pues procede
de nuestra experiencia que siempre tiene un origen sensible. Adicionalmente, el
sistema de la lengua es en gran medida una estructura llena de prejuicios. No
toca el fondo de las cosas, ni es crítico, sino que es mayormente anodino,
ambiguo, eufemístico y se mueve en un nivel de ensueño. En consecuencia, si el
objetivo buscado es la claridad y la verdad, se debe tener conciencia del
material empleado.
Tercero, diré que si para Wittgenstein sólo la lógica es
trascendental porque está presente en todas las proposiciones, lo que sí es
propiamente trascendental son las características comunes de las cosas o
estructuras, como la función y la fuerza, la materia y la energía, el tiempo y
el espacio, la causa y el efecto, persona y sociedad, lo que permite la
interacción de las cosas y seres en la realidad. Por ser también
trascendentales, pertenecen a las relaciones metafísicas que podamos
estructurar en nuestra mente.
Karl Popper
Karl Popper (1902-1994) fue filósofo, sociólogo y teórico de
la ciencia. Estuvo muy relacionado con el Círculo de Viena, pero nunca se
confirmó positivista. Nos ocuparemos aquí de su epistemología. En La lógica de la investigación científica,
1934, Popper propone un criterio de demarcación que distinga y separe en forma
tan objetiva como sea posible las proposiciones científicas de las más
especulativas, como las proposiciones metafísicas. Mientras Popper estaba
consciente del enorme progreso del conocimiento científico, los problemas
metafísicos se resistían a ser disueltos a pesar de no mostrar avances
significativos desde la Grecia clásica. Para Popper las proposiciones
metafísicas pueden tener sentido y es legítimo discutir sobre ellas,
discrepando con esto de los positivistas, para quienes dichas proposiciones
carecen simplemente de sentido. Esta discrepancia se hizo extensiva a
Wittgenstein, con el añadido de que Popper no incluye dentro de las proposiciones
científicas aquellas del psicoanálisis y del marxismo, las que para
Wittgenstein sí tienen sentido. Este criterio de demarcación no decide sobre la
veracidad o falsedad de la proposición, sino sobre si interesa ser discutida
dentro de la ciencia.
La búsqueda de dicho criterio de demarcación aparece ligada
a la pregunta ¿qué propiedad distintiva del conocimiento científico ha hecho
posible el avance en nuestro entendimiento de la naturaleza? Para Popper una
proposición es científica si puede ser refutada, es decir, susceptible de la
verificación empírica, independientemente del resultado de la prueba. No
coincidía con el inductivismo, según el cual cuando una ley física resulta
repetidamente confirmada por nuestra experiencia, podemos darla por cierta o, al
menos, asignarle una gran probabilidad. Pero tal razonamiento, como ya fue
notado por Hume, no puede sostenerse en criterios estrictamente lógicos, puesto
que éstos no permiten inducir una ley universal a partir de un conjunto finito
de observaciones particulares. Popper abandona por completo el inductivismo en
favor de las teorías. Sólo a la luz de las teorías nos fijamos en los hechos. Y
si los hechos contradicen la teoría, ésta debe descartarse o modificarse.
Afirma que aunque nunca las experiencias sensibles –los hechos– anteceden a las
teorías, éstas necesitan de la experiencia –de las refutaciones– para
distinguir cuáles teorías son válidas –aptas– y cuáles no.
El conocimiento científico no avanza confirmando nuevas
leyes, sino descartando leyes que contradicen la experiencia. A este descarte
Popper lo llama falsación. Desde entonces, el concepto de falsabilidad es
comúnmente aceptado por la comunidad científica como criterio válido para
juzgar la respetabilidad de una teoría. La falsación consiste en que la labor
del científico trata principalmente en criticar y refutar leyes y principios de
la naturaleza para reducir así el número de las teorías compatibles con las
observaciones experimentales de las que se dispone. El criterio de demarcación
puede definirse entonces como la capacidad de falsabilidad de una proposición.
Sólo se admitirán como proposiciones científicas aquellas para las que sea
conceptualmente posible un experimento o una observación que las contradiga.
Así, dentro de la ciencia quedan, por ejemplo, la teoría de la relatividad y la
mecánica cuántica y, fuera de ella, el marxismo o el psicoanálisis. En el
sistema de Popper se combina la racionalidad con la extrema importancia que la
crítica tiene en el desarrollo de nuestro conocimiento, superando la polémica
entre empirismo y racionalismo. Es por eso que tal sistema fue bautizado como
racionalismo crítico.
Para Popper la ciencia no es más que un conjunto de teorías
o hipótesis provisionales que explican causalmente los hechos. Aunque las
teorías e hipótesis estén inicialmente sostenidas por evidencias, se deben
tratar de refutar para sostener su validez, pues una evidencia contradictoria
puede surgir y refutar una antigua teoría y plantear una nueva hipótesis. Todas
las ciencias poseen unidad en su método de planteamiento de teorías, ensayo y
error, por el que se eliminan las teorías no aptas. Es imposible predecir la
historia futura simplemente porque es imposible predecir los descubrimientos
científicos futuros.
A modo de crítica a Popper comentaré en adelante lo
siguiente: la ciencia no busca solamente elaborar teorías, sino que descubrir
principalmente las leyes naturales que gobiernan el universo. Estas leyes son
universales y comandan las distintas relaciones de causa-efecto. La ciencia
comienza formulando hipótesis, como por ejemplo, el caso de Galileo que se
preguntaba si distintos cuerpos caen a una misma velocidad. Una hipótesis
consiste en un postulado de hechos observados que aún necesitan su comprobación
empírica. Es una proposición con base científica aceptable que sirve para
responder de forma tentativa a un problema, siendo más confiable que una
conjetura o una opinión. Los experimentos realizado por Galileo demostraron
que, en efecto, los cuerpos caen a la misma velocidad, independiente de su
tamaño y peso específico.
Una ley científica o natural es una proposición que afirma
una relación causal y constante entre dos o más variables y que por lo general
se expresa matemáticamente. Un ejemplo de ley es la de la gravitación
universal, formulada por Isaac Newton (1564-1642), que afirma que la gravedad
es la fuerza de atracción de dos cuerpos que es directamente proporcional a sus
masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa.
Las leyes científicas se enmarcan en los siguientes principios:
1) Todo lo existente está regido por leyes naturales.
2) Estas leyes son invariantes en el tiempo y en el espacio.
3) La actividad del científico consiste en describirlas.
4) La existencia de estas leyes es independiente de que la ciencia las describa, o no.
5) Es posible, en principio, conocer la totalidad de las leyes.
1) Todo lo existente está regido por leyes naturales.
2) Estas leyes son invariantes en el tiempo y en el espacio.
3) La actividad del científico consiste en describirlas.
4) La existencia de estas leyes es independiente de que la ciencia las describa, o no.
5) Es posible, en principio, conocer la totalidad de las leyes.
La ley de la gravitación universal no explica por qué
acontece este fenómeno. Para ello se requiere una teoría científica. Por
ejemplo, Albert Einstein formuló una teoría llamada de la relatividad general,
que explica la gravitación por efectos geométricos en el espacio-tiempo a causa
de la presencia de masa.
A causa de la creciente complejidad de la realidad que la
ciencia va develando, resulta necesario recurrir a la teoría. Propongo definir
como “teoría” un sistema cognoscitivo-comprensivo de estructura
lógica-especulativa en un cierto ámbito de la realidad cuyos argumentos o
proposiciones no son datos –como sostiene Popper–, sino que leyes naturales
formuladas e hipótesis, cuyo objeto es confeccionar un modelo científico
coherente y consistente que explique, interprete, unifique, profundice un
conjunto amplio, no tanto de hechos, sino que de relaciones causales
observadas, experimentadas y hasta medidas. De este modo, una teoría sirve para
distintos propósitos: 1º explicar el conjunto de datos, observaciones,
experimentos y experiencias relacionados con dicho ámbito de la realidad; 2º
ampliar, corregir y/o sustituir otras teorías de otros ámbitos; 3º hacer
predicciones sobre hechos aún no observados ni verificados. La certeza de una
teoría está en relación directa a la cantidad de leyes científicas
empíricamente demostradas, y en relación inversa a las hipótesis que contenga.
Es erróneo suponer que la argumentación teórica sigue las
reglas de la dialéctica de Fichte o los saltos paradigmáticos propuestos por
Thomas Kuhn (1922-1996), contradictor de Popper. Según Kuhn, el cambio
científico tiene el carácter de revoluciones científicas, que son momentos de
desarrollo no acumulativo en los que un viejo paradigma es sustituido por otro
distinto e incompatible con él. Por el contrario, pienso que más que sufrir
cambios revolucionarios de paradigmas y sustitución brusca de teorías, las teorías
corrientemente evolucionan. Una teoría es ampliada y corregida en la medida que
se integra mayor conocimiento científico en la forma de leyes naturales, que
provienen de las hipótesis que han sido verificadas empíricamente. Ciertamente,
una teoría es sustituida cuando se demuestra su incoherencia o inconsistencia.
Hay teorías que han sido demostradas falsas, como el lamarckismo o el universo
geocéntrico.
Por la naturaleza esencialmente misteriosa del universo, que
está más allá de nuestro completo entendimiento, comprensión y conocimiento,
siempre una teoría contendrá elementos no verificados empíricamente, además de
conceptos elusivos. Puesto que en la teoría como sistema se argumenta con
conceptos tan trascendentales como estructura, fuerza y función, materia y
energía, espacio y tiempo, persona y sociedad, sólo una nueva metafísica que
reflexione más profundamente sobre tales conceptos podrá evitar que la ciencia
quede entrampada en teorías que no tienen correspondencia con la realidad en su
complejidad. Tal es el caso de la teoría general de la relatividad, que a causa
de algunas contradicciones –la masa requerida para un universo curvo– y de la
exaltación de la figura de Einstein ha llegado a explicaciones absurdas, como
la necesidad de postular materia oscura y energía oscura, similar al caso de
observar el movimiento aparentemente errático de los planetas en la teoría
geocéntrica de Ptolomeo, para el que se elaboraron también absurdas
explicaciones. Una teoría alternativa se puede ver en http://.metrocosmos.blogspot.com.
Aunque he invitado a decenas de prestigiosos cosmólogos a leerla, no he tenido
el agrado de recibir algún comentario. Tal es la fuerza del prestigio que
gravita en la comunidad científica que impide toda objetividad e imparcialidad.
Kuhn puede tener razón, pero el cambio de paradigma sería el resultado de la
obsecuencia humana.
CAPÍTULO 4 – CRÍTICA A LA FILOSOFIA TRADICIONAL
La contradicción
fundamental en el discurso filosófico del ser, surgida tras los postulados
antagónicos de Parmédides y Heráclito, fue superada sólo cayendo en la dualidad
espíritu materia, en contra del ideal de la unidad natural del universo, el
que contiene sólo lo múltiple y lo mutable de la materia. Tradicionalmente, la
filosofía ha supuesto que la unidad y la inmutabilidad están vinculadas con la
inmaterialidad de la idea, en tanto que la multiplicidad y la mutabilidad
pertenecen a lo caótico del mundo sensible. De ahí se supuso que la idea debe
ser concebida por una mente de naturaleza inmaterial y, por tanto, espiritual.
Se ha supuesto también que es imposible adquirir proposiciones de carácter
trascendental a partir de la experiencia del mundo sensible, siendo ello
posible únicamente por una acción de una razón de naturaleza espiritual. La
ciencia, por su parte, ha encontrado que esta dualidad es un concepto artificioso
y erróneo, pues contradice la realidad que ha ido descubriendo, siendo la
unidad del universo lo central y siendo además lo múltiple y mutable su forma
de ser.
Introducción al tema
La historia para explicar qué conocemos constituye una gigantesca
empresa que emprendió la filosofía desde sus mismos albores en la antigua
Hélade, cuando en la comprensión del universo, en las cosas que contiene y en
el acontecer, buscaba encontrar la racionalidad y el sentido de todo. En la
filosofía podemos destacar algunos aspectos fundamentales que ahora, desde la
perspectiva científica, siguen tan vigentes, mientras que otros aspectos
resultan ser suposiciones, creencias, pretensiones y teorías ingenuas. El punto
de vista científico, que persigue explicar el ‘cómo’ de las cosas del universo
mediante la observación, la experimentación y verificación, y la formulación de
hipótesis y teorías, ha puesto en jaque la labor y el fruto de los más
eminentes y dedicados pensadores que la humanidad ha tenido al ir desentrañando
la realidad en la medida que ha ido develando la causalidad en el acontecer.
Como resultado de este quehacer, la ciencia ha transformado radicalmente la
visión que los seres humanos habían forjado por siglos de Dios, del universo y
de sí mismos. Este proceso se está verificando ante nuestras propias narices,
en una revolución cultural sin precedente.
Para solucionar el problema ‘qué son las cosas’, fue
necesario pasarse al problema ‘qué conocemos acerca de ellas’. En gran medida
la polémica histórica fundamental de la filosofía ha radicado en si las ideas
tienen o no existencia propia, en si son o no independientes de la razón, en si
son o no anteriores a la experiencia sensible, en si son o no de naturaleza
distinta al mundo sensible, en si se refieren a muchas cosas o a cosas
estrictamente individuales, en si son o no verdaderas representaciones de las
cosas, en si de ellas se puede derivar conocimiento ulterior. Idealistas,
realistas, nominalistas, racionalistas, positivistas, empiristas,
fenomenológicos, existencialistas, empiristas lógicos, analíticos, han
defendido denodadamente una u otra postura. El problema discutido no es menor,
pues se refiere tanto a la naturaleza del sujeto que conoce como del objeto que
se conoce, y apunta por consiguiente a cómo concebimos la naturaleza y la
existencia de Dios, de los seres humanos y del universo y sus cosas.
Ciertamente, las implicancias han sido profundas en la metafísica, la
epistemología, la ética, la psicología, la antropología, la política, la
estética, el derecho.
Para ubicarnos en el problema epistemológico, que, como ha
sido visto desde el comienzo del pensar filosófico, precede al pensamiento
metafísico, se reconoce ampliamente que existe una radical diferencia entre el
sujeto que conoce y el objeto del conocimiento, y entre el mundo de las ideas y
el mundo real. Por una parte, está la cuestión de las respectivas naturalezas de
la representación y de lo representado. Así, para los idealistas, la
representación es más real que lo representado. Y para todo el pensamiento
anterior a la era computacional y exceptuando en cierta medida el materialismo,
la representación es de naturaleza espiritual, en tanto que lo representado
pertenece al mundo material. Por la otra, está el alcance del objeto de
conocimiento, siendo generalmente considerado como algo pasivo y comprendido
como una entidad englobada en sí misma y cuyas vinculaciones son secundarias.
Pocos filósofos, y además en forma tímida, han considerado que los objetos son
funcionales y que lo que es más significativo en la realidad son las relaciones
causales entre las cosas más que las cosas mismas.
Contradicciones
Tres temas en los que la ciencia contradice a la filosofía
tradicional parecen ser decisivos, y serán analizados en este ensayo. El
primero se refiere a la unidad que confiere racionalidad e inteligibilidad.
Así, para la filosofía tradicional, que concibe el mundo sensible como caótico
en tanto múltiple y mutable, la unidad está principalmente en la idea y
secundariamente en las cosas; éstas poseen unidad en tanto son participativas
del ser, entendido más bien como un ente de la razón. En cambio, la ciencia ha
descubierto que el mundo sensible, al que identifica con el universo, no sólo
contiene la unidad exigida por una racionalidad, sino que cualquier otro tipo
de unidad inteligible y racional procede necesariamente de este mismo universo
y las cosas que contiene. La unidad y el orden del universo y sus cosas se
encuentran en las leyes naturales que la ciencia va descubriendo, pues son
universales, se aplican en todo el universo. No es extraño que en ausencia de
la ciencia empírica el universo hubiera aparecido como un caos en la edad
precientífica.
El segundo tema que se tratará se refiere a la naturaleza de
la idea. Para la filosofía tradicional la idea no puede ser material, pues es
tan intangible que resulta no creíble que pueda ser tan material como un trozo de
roca; y si ella es inmaterial, la razón debe ser de naturaleza espiritual para
poder contenerla. Este argumento apoya la creencia en un compuesto espiritual
constituyente del ser humano y de la separación del universo en dos
naturalezas distintas. Para la ciencia, en cambio, tanto la idea como la mente
y la razón son tan materiales como todo el universo sensible. En definitiva, si
el universo que descubre la ciencia posee una unidad, es precisamente por su
materialidad. Cualquier dualidad materia-espíritu contradice dicha unidad. En
cambio, para la filosofía tradicional dicha dualidad es irrelevante en relación
a la unidad del universo, puesto que la unidad es una propiedad, no de las
cosas, sino de la ontología.
Por último está el tema de las proposiciones trascendentales,
propias de una metafísica. Así, la filosofía tradicional hace depender las
proposiciones trascendentales del apriorismo, y que para Kant resultó ser el
verdadero problema de su crítica, pues buscó la posibilidad de obtener
proposiciones trascendentales a priori y, ciertamente, sin el recurso de la
inducción. El punto que se analizará es que para la filosofía tradicional lo
necesario y universal de una proposición proviene del hecho de que está
constituida por ideas de carácter inmaterial y con unidad intrínseca. Así, si
las ideas son más reales que lo que representan y siendo la verdad un atributo
intrínseco de la proposición (antes que de su concordancia con la relación
objetiva que representa), la proposición tendrá carácter de necesario.
Para la ciencia, en cambio, el valor de necesidad de las
proposiciones sobre el universo y sus cosas proviene directamente de la
adecuada comprensión de las relaciones causales, y éstas dependen de leyes
universales, es decir, del modo determinista de funcionar del universo y sus
cosas, que es justamente lo que aquella descubre. Este hecho hace que las
proposiciones que conoce la ciencia respecto a la causalidad tengan
efectivamente el carácter de necesidad y se refieran al universo entero, como la
ley de la gravitación universal, a pesar de que la misma ciencia constituya un
proceso de conocimiento inacabado. Puesto que las causas pertenecen al modo de
funcionar de las cosas a escala universal, las proposiciones referidas a ellas
tienen también el carácter de universal, lo que junto con su necesidad las hace
trascendentales.
Lo que estos tres temas tienen en común es que surgieron de
la dualidad introducida tras la contradicción fundamental de los discursos de
Parmédides y Heráclito. Si el ser es uno, ¿cómo puede ser también múltiple y
mutable?, preguntaba el primero, mientras que el segundo no podía pensar en
otra cosa que no fuera el permanente devenir de la multiplicidad de cosas.
Hasta ahora, en la solución de este problema, siempre que se ha obtenido la
unidad en algún aspecto, ha resurgido la dualidad en otro. Así, Platón obtuvo
la unidad en la Idea, pero resurgió la dualidad entre ésta y la realidad
sensible. Aristóteles hizo proceder la idea de la realidad sensible, unificando
ambos mundos, pero la dualidad reapareció en sus conceptos de forma-materia,
acto-potencia, esencia-existencia, sustancia-accidente. Siglos después, Descartes
aceptó decididamente la existencia de dos mundos apartes, sus res cogitans y res extensa. Pero no era fácil prescindir del anhelo de unidad que
podía explicar el sentido del universo y darle racionalidad. Kant intentó
buscarla en la razón, pero la dualidad renace en la distinción que él hizo
entre el entendimiento y la razón, entre el objeto inteligible y el mundo
sensible y entre la cosa en sí y la cosa como aparece, forzado a ello por
considerar caótico el mundo sensible y a priori la idea.
Pareciera que si uno acepta la noción de ser necesario en un
universo contingente, de alguna u otra manera se pierde la unidad del ser,
quedando el universo polarizado, como ha sido el caso de la historia de la
filosofía hasta el presente, al registrar la dualidad principalmente entre lo
real y lo ideal, centrándose el problema principalmente en la epistemología.
Pero si así ha ocurrido históricamente, ha sido por desconocimiento de cómo el
universo funciona y por creer demasiado en el poder de la razón. Tras lo
descubierto por la ciencia nosotros podemos afirmar que el caos que aparece al
observar el mundo sensible es sólo aparente. Detrás de él, se encuentra una
maravillosa racionalidad que confiere unidad a las cosas sin necesidad de ser
impuesta por la razón. La ciencia puede aportar los antecedentes requeridos
para superar definitivamente el problema de la dualidad que tanto ha incidido
en la cultura occidental, y sin caer, por otra parte, en el reduccionismo del
monismo que niega uno de los términos de la dualidad. Podríamos decir que el
pecado de la filosofía tradicional ha sido la dualidad, y la ciencia la ha castigado
con la amenaza de su desaparición. Es simplemente la dualidad la que debe ser
negada y rechazada por ser tan artificiosa y contraria al conocimiento que la
ciencia ha venido develando. Analicemos con mayor detalle entonces a
continuación estos tres temas que la ciencia critica a la filosofía
tradicional.
La razón frente al caos
Desde siempre la humanidad ha concebido la realidad como un
mundo desordenado y caótico que arbitrariamente afecta la totalidad de la
existencia. Esta arbitrariedad ha demandado antropológicamente el
reconocimiento de un orden animista que explicaría el funcionamiento de las
fuerzas naturales, las que se pueden desencadenar positivamente tras rogativas
y expiaciones colectivas o individuales. En la práctica la necesidad de
supervivencia en un medio conflictivo, confuso e inesperado ha exigido de los
seres cerebrados mucha cautela y también mucho aprendizaje. Más bien, tanto la
cautela como la capacidad para aprender confieren mayores oportunidades para la
supervivencia. De hecho, este ambiente que mezcla los peligros con las
oportunidades ha sido el acicate para que la inteligencia haya evolucionado,
permitiendo a estos organismos mejores posibilidades de supervivencia y
reproducción. La inteligencia ha ido evolucionando para discriminar el
desorden y encontrar lo constante y lo repetitivo.
La experiencia, el aprendizaje y el conocimiento de la
iteración posibilitan una economía de esfuerzos para evitar los peligros y
encontrar los medios para sobrevivir. Según lo descubierto por el conductismo,
el aprendizaje se logra a través del mecanismo de ensayo y error, siendo su
objetivo no repetir el mismo error, el que puede provocar incluso un daño
irreversible. El fruto de este mecanismo es el aprendizaje de relaciones de causa
y efecto, el que sirve para prever los efectos de una acción propia o de un
acontecimiento externo al individuo y que lo puede afectar. La iteración de la
causalidad nos señala también que la naturaleza se comporta de acuerdo a
ciertos parámetros preestablecidos, aquello que denominamos leyes naturales y
que la ciencia descubre.
En los seres humanos, y más precisamente en la genética de
la cognición de nuestra especie, el mecanismo de selección natural que busca
una mejor adaptación al ambiente, que es la evolución biológica, implantó
además el anhelo por el orden y la unidad como medio para discriminar el caos.
Esta capacidad es el fruto del pensamiento abstracto y racional, por el que se
obtienen las relaciones ontológicas y lógicas. Mediante el conocimiento de las
relaciones causales y el pensamiento de las relaciones ontológicas y lógicas,
un ser humano adquiere un notable dominio sobre el hostil, pero también
generoso medio. Estas relaciones apuntan hacia una realidad que puede ser
comprendida, porque ésta posee intrínsecamente un orden y una unidad. De este
modo, a la realidad aparentemente caótica nuestro intelecto le debe imponer
orden, en el sentido de inmutabilidad y unidad, si ha de ser conocida, sometida
y dominada. El problema epistemológico que naturalmente aparece es si la
caótica y desordenada realidad posee un orden y una unidad que pueden ser
conocidos, o dicho orden y unidad pertenecen a nuestra razón.
Históricamente, la concepción de una realidad identificada
con el caos fue asumida sin crítica alguna por la epistemología tradicional, y
razonada en términos de multiplicidad y mutabilidad. Englobar lo caótico
dentro de lo múltiple en el espacio y lo mutable en el tiempo fue el legado de
Heráclito. Esta epistemología efectuó una radical cirugía sobre la concepción
de una realidad identificada con el caos y opuesta a una razón ordenadora y
unificadora. Ella seccionó el universo en dos realidades distintas: la realidad
sensible del objeto inteligible y la realidad racional del sujeto cognoscente.
De acuerdo a la epistemología racionalista, lo sensible está sometido al caos y
al desorden, y posee únicamente multiplicidad y mutabilidad; en cambio, lo
racional es el lugar de las ideas eternas e inmutables. Según ésta, el primero
es propio de lo material y corrupto, y conduce al error; el segundo corresponde
a lo inmaterial y espiritual, y es la fuente de la verdad. Para explicar la
unidad e inmutabilidad de la idea, la epistemología emprendió la tarea de
tender un puente entre ambas realidades. A causa de la desconfianza que merece
la realidad sensible como fuente de certeza, se creyó que la idea es posible
sólo a través de la actividad de la razón.
La historia de la filosofía nos muestra que nunca ha habido
acuerdo acerca de la forma del puente, y las posiciones se ubicaron en un
campo ideológico cuyos extremos han sido dominados, uno por el idealismo y el
otro por el realismo. La respuesta particular al problema de la posibilidad de
la existencia de las ideas en la razón, propio de la teoría del conocimiento,
estableció su ubicación en dicho campo. Así, para los idealistas las ideas
preexisten en la razón y, por tanto, son innatas. En cambio, para los
realistas las ideas provienen primeramente de la realidad sensible, siendo
abstraídas por la razón. En lo que hubo justificado acuerdo fue en negar
validez a los intentos de los empiristas para alcanzar juicios absolutos
mediante el puro método inductivo.
Existe consenso en que conocer es conceder racionalidad a
una realidad que se presenta caótica. La acción para otorgar orden lógico y
racional puede realizarse de cuatro maneras. En primer lugar, se puede suponer
que la razón misma es la poseedora de la racionalidad, siendo capaz de imponer
orden a una realidad supuestamente caótica. En esta actitud vimos que
existieron inicialmente dos posturas: primero, la de Platón, quien separó una
razón, considerada preexistente, de una realidad, considerada aparente; y
segundo, la de Aristóteles, quien supuso que la experiencia de la realidad gatilla
la capacidad ordenadora de la razón. Del segundo, los tomistas supusieron
posteriormente que la razón genera ideas universales; y los nominalistas
supusieron, por el contrario, que ésta logra generar únicamente ideas particulares.
Tiempo después, Kant, siguiendo el camino de Platón, recurrió a sus formas a
priori y a sus categorías para obtener un objeto inteligible emanado del
entendimiento, pero no de la experiencia sensible. Los neokantianos quisieron
ir más lejos: deducir verdades lógicas por su carácter trascendental, a priori,
ideal, objetivo y atemporal, sin considerar que la mente es subjetiva, relativa
y contingente.
En segunda instancia, en la vereda opuesta la fenomenología
fue un intento para conocer la realidad de una manera objetiva, buscando
analizar la relación que hay entre los hechos o fenómenos y la conciencia, pero
sin lograr explicar cómo la mente puede conocer los objetos. En el extremo el
empirismo lógico, al igual que la filosofía analítica, rechazó todo
conocimiento que no pudiera relacionarse con lo inmediatamente sensible y
empírico, tildándolo de sinsentido.
Tercero, se puede suponer que la percepción de la realidad
es falible y, por tanto, no confiable. Esta es la postura del escepticismo, el
que nunca ha tenido algo que aportar. Nuestra época, tildada de posmoderna
porque reniega de una verdad filosófica, al tiempo que encuentra efectivamente
que toda verdad científica nunca está completa, pudiendo incluso ser
eventualmente rebatida por nuevos descubrimientos científicos que la
contradigan, se encuentra inmersa en el escepticismo y el relativismo y se
expresa en un mundo de imágenes y emociones.
Por último, se puede suponer que la realidad misma es caótica
tan sólo en apariencia, pero que detrás de aquello que aparece, existe no sólo
un orden, sino que también una gran unidad. Ambas características pueden y
deben ser descubiertas, ya que todas las cosas en la realidad no sólo se
relacionan ontológicamente, sino que, principalmente, de maneras causales y en
formas muy determinadas, fruto de leyes naturales de carácter universal, y
pertenecen a distintas escalas incluyentes. Esta tercera manera de superar el
aparente caos en la naturaleza, que surgió con el método científico, debiera
ser asumida por una verdadera epistemología. Ella es analizada en mis libros La llama de la mente (ref. http://unihum4.blogspot.com) y El
pensamiento humano (ref. http://unihum5.blogspot.com).
Desde el punto de vista de la relación causal, objeto del
estudio de la ciencia, podemos observar precisamente que en los fenómenos que
se dan en el universo la multiplicidad no es efecto de la mutabilidad, ni ambas
son causas del desorden y el caos. En primer término, la materia posee una
capacidad intrínseca para ordenarse y organizarse en una multiplicidad
ilimitada de estructuras, las que poseen a su vez la capacidad para desempeñar
funciones de acuerdo a posibilidades muy determinadas y concretas. En segundo
lugar, la mutabilidad es explicada por la acción de fuerzas que no son
impredecibles ni arbitrarias, sino que están sujetas a leyes deterministas y
universales. Estas obligan a las cosas a funcionar y a comportarse de maneras
muy determinadas. Por último, las cosas del universo existen porque tienen
coherencia, y son coherentes porque son precisamente funcionales; y nuestra
mente, por su parte, es coherente porque trata con cosas que son coherentes y
no caóticas.
Desde el punto de vista de la constitución y funcionalidad
de las cosas éstas, que pertenecen a escalas distintas, están compuestas por
cosas de escalas menores y, a su vez, forman parte de cosas de escalas mayores.
La pertenencia implica funcionalidad. Así la funcionalidad propia de cada cosa
le viene por la funcionalidad particular de las cosas que la componen, e
interviene en la funcionalidad de la cosa de la que forman parte. La función
particular de una cosa permite que la cosa de la que forman parte posea una
función específica.
Por lo tanto, para la ciencia el caos que observamos en la
realidad sensible es sólo aparente. Por el contrario, la realidad de nuestro
universo contiene solamente orden y unidad si logramos realmente comprenderlo.
Nuestro intelecto necesita conocer únicamente las causas que relacionan las
múltiples cosas de nuestro universo para comenzar a entender su ordenamiento y
unidad. Afortunadamente, la infinidad de relaciones causales pueden asimilarse
a un número determinado de fuerzas que han llegado a ser conocidas y definidas
y para la cual poseen teóricamente una unidad primordial. La relación causal
produce en el universo la simetría, la elegancia y el equilibrio que cautivan y
deleitan al científico cuando observa la realidad desde la dimensión
microscópica hasta la dimensión microscópica.
La contradicción clásica entre lo uno y lo múltiple que dio
origen a los diversos sistemas filosóficos que conocemos, puesto que éstos
emergieron precisamente como modos de superarla, no tiene sentido alguno para
una filosofía que se fundamente en la ciencia. Para ésta, la unidad no le viene
al ser ni por su esencia ni por la imposición de ésta por el sujeto que conoce.
Por el contrario, las cosas poseen unidad por sí mismas: todas las cosas del
universo tienen un origen común, están constituidas por el mismo tipo de
partículas fundamentales, pueden transformarse unas en otras, se afectan
causalmente entre sí, están sometidas al mismo tipo de fuerzas, transfieren
energía entre sí, existen en campos de fuerza comunes, se comportan de acuerdo
a leyes universales que les son comunes y basadas en el modo específico de
funcionamiento de las fuerzas y estructuras. Esto es, las cosas del universo
tienen unidad en sí mismas por origen, funcionamiento y composición. La unidad
no les viene a las cosas primariamente por el ser, que es un concepto más bien
intelectual y a posteriori, sino que ella proviene fundamentalmente porque las
cosas son esencialmente fuerzas y estructuras que funcionan en las distintas
escalas del universo, afectando cada una de ellas en la medida de su
funcionalidad al mismo universo.
De lo anterior se deduce que las cosas, aunque múltiples, no
son caóticas. La multiplicidad no es informe, sino que proviene de la capacidad
de la materia (no de la materia prima desde luego, sino de la estructura y la
fuerza, complementariedad que analizo en mi libro La clave del universo, ref. http://unihum3.blogspot.com) para organizarse y reorganizarse
indefinidamente en estructuras y desempeñar funciones ilimitadamente variadas,
pero cada función según las posibilidades concretas de subsistencia y de la
acción concreta de las estructuras particulares. Las fuerzas por las cuales
todas las estructuras se relacionan causalmente entre sí están sujetas a las
leyes deterministas que surgen de los especiales modos de cómo las estructuras
funcionan e interactúan.
En resumen, el hecho sustancial es que la razón humana
produce en la mente ideas que no existen en la realidad objetiva, y las ideas,
que son universales y abstractas, son efectivamente representaciones
conceptuales de cosas absolutamente individuales y concretas de esta realidad.
Y la razón también produce ideas en tanto relaciones verdaderas de cosas
objetivas, pues estas cosas se relacionan causalmente en el universo real.
El espíritu y la materia
La filosofía tradicional nunca ha podido liberarse de la
dualidad espíritu-materia, y muchos filósofos contemporáneos persisten en
observar la realidad desde esa perspectiva. Sin embargo, la concepción de la
metafísica del ser, que asume esta dualidad, no sólo representa un obstáculo
para aceptar las conclusiones de la ciencia, sino que no encuentra sentido
alguno en lo referente a la forma de cómo funcionan las cosas del universo. Los
problemas con la noción de ser son que puede predicarse tanto del espíritu como
de la materia, al tiempo que no le es relevante la distinción entre estructura
y fuerza.
La teoría de la dualidad espíritu-materia supone que la
materia tiene un carácter puramente pasivo, atemporal e indeterminado, lo que
obliga a postular (Aristóteles) un principio complementario de naturaleza activa
e inmaterial, la forma, para explicar la multiplicidad y el cambio en los
entes. Para explicar la vida biológica, algunos han debido recurrir a un cierto
principio vital, inmaterial, que denominan alma, la parte del ser que anima al
cuerpo material. Todos suponen que este principio inmaterial, en el caso del
ser humano, es espiritual, y es identificable con la razón, o la mente, sin
llegar a definir psicológicamente la diferencia entre estos conceptos. De
cualquier manera, para la dualidad, en primer lugar la razón sería inmaterial
porque se arguye que sólo una mente no-material es capaz de contener ideas o
conceptos, dado que éstas son concebidas como inmateriales a causa de su
carácter abstracto y universal. En segundo término, ella sería inmaterial, y
más propiamente espiritual, porque es capaz de conocer y ordenar lógicamente
los contenidos de conciencia de modo activo.
La causa de esta creencia, subyacente en la epistemología
tradicional y que condicionó su metafísica, fue el asignar un carácter
inmaterial a nuestro intelecto. Las culturas del Mediterráneo oriental habían
sido dualistas desde el tiempo de Egipto de los faraones, por lo que a los
antiguos griegos no les costó nada suponer que el ser humano está compuesto por
materia y espíritu. Creían, en consecuencia, que las ideas deben pertenecer al
mundo espiritual. Milenios después, en la Edad Media, para demostrar que la
razón es espiritual santo Tomás de Aquino pensó que basta con enunciar el
principio “quidquid recipitur, ad modum
recipientis recipitur”, esto es, que tanto el contenido como el contenedor
son de la misma naturaleza, y afirmar a continuación que la idea es inmaterial.
Siglos después, siguiendo la tradición platónica, Kant también
concibió al sujeto del conocimiento como espiritual. En tal caso es forzoso que
el objeto que conoce debe comprenderse como inmaterial y suponer que precisa de
un entendimiento para que genere representaciones inmateriales del material
sensible y llegue a producir el objeto inteligible. De este modo, el objeto
cognoscible, del mismo modo que el sujeto cognoscente, pertenece al ámbito de
la conciencia. Esta tradición constituyó el fundamento de las corrientes
filosóficas posteriores: espiritualismo, positivismo, neocriticismo, idealismo,
historicismo, filosofía de los valores, pragmatismo, realismo, fenomenología,
existencialismo, incluso de las corrientes que suponían ser contrarias y críticas,
como el marxismo, pero que caían igualmente en las garras de la dualidad.
Por el contrario, la ciencia (como también el empirismo
lógico y la filosofía analítica) no
encuentra nada inmaterial ni en las ideas ni en la mente. La razón que
imaginaba Aristóteles para describir analógicamente la inmaterialidad de
nuestro intelecto, sobre la cual las impresiones inmateriales de la experiencia
sensible van inscribiendo el conocimiento quam
tabulam rasam, es por el contrario un intrincado, poco explorado, pero
prodigiosamente funcional y denso entramado de neuronas que actúan
concertadamente, cada una de ellas a modo de transistor, y todo este conjunto
es además material. Incluso el argumento tomista para demostrar la
inmaterialidad de la razón a partir de la inmaterialidad del concepto mediante
el principio que se refiere a que tanto el contenido como el contenedor deben
ser de la misma naturaleza es tautológico y puede ser empleado de la misma
manera para demostrar que nuestra mente, en cuanto contenedor, es material si
demostramos que las ideas, en cuanto contenidos, son también materiales. Para
la teoría del conocimiento científico, éste es precisamente el caso, puesto que
las ideas pertenecen a los conjuntos estructurados a partir de constituyentes
biológicos, donde las fuerzas electroquímicas son decisivas, siendo la estructura
neuronal del sistema nervioso central empleada a modo de hardware.
El proceso del conocimiento es el producto de la combinación
tanto de la información material (sensorial) suministrada por el aprendizaje y
la experiencia contenida en la memoria y su posterior elaboración conceptual y
lógica, como de las características estructurales de nuestro cerebro. Así,
también podemos suponer que aquel “Mundo de las Ideas” imaginado por Platón
tiene en cierta medida existencia real, pero las funciones psíquicas de nuestra
estructura cerebral, la cual es construida en cada ser humano por codificadas
y precisas órdenes de determinados genes que componen nuestra dotación
genética hereditaria. Del mismo modo como la combinación de dos átomos de
hidrógeno y uno de oxígeno produce siempre una molécula de agua, las neuronas,
codificadas por los genes, se estructuran para hacer posibles las ideas.
Nuestras ideas no son innatas, como sí lo son ciertas
imágenes y emociones instintivas que se constituyen en zonas más primitivas del
cerebro, más debajo de su corteza, durante su formación en el periodo de
gestación en el útero materno, y que compartimos con los animales superiores.
La configuración establecida genéticamente de nuestro cerebro de estructuras
con programas prefigurados convoca y guía el aprendizaje y permite la
elaboración y comunicación de ideas de maneras muy determinadas, activadas por
instancias estructurales biológicas y sus correspondientes funciones
psicológicas. Éstas son comunes a todos los individuos de nuestra especie, de
modo que nuestra inserción social nos pone en contacto con determinados
conjuntos estructurados de ideas colectivamente aceptadas.
Lo mismo que para Platón, cabe decir de las “categorías” y
“formas a priori” de Kant, o del “subconsciente colectivo”, depósito de los
“arquetipos”, que son los conocimientos significativos que se originaron desde
los remotos tiempos de nuestros primitivos ancestros, según el psicoanalista C.
G. Jung, y que –nosotros podríamos explicar– por constituir ventajas
adaptativas, terminaron por integrar el código genético que conforma el
cerebro, como el temor a los ofidios o el reconocimiento de los atractivos
sexuales en el otro sexo. Todos ellos procuraban explicar el modo de
funcionamiento del cerebro humano y sus capacidades intelectivas como
supuestamente experimentamos, pero sumidos en el prejuicio de la dualidad, por
el que se asume que la facultad intelectiva es espiritual y separada
radicalmente del mundo sensible y material.
En cambio, si la misma razón es concebida como material –en
esto podemos remitirnos a la neurofisiología o a la cibernética electrónica–,
no se requiere de un entendimiento que inmaterialice el compuesto sensible de
la experiencia, sino de un mecanismo de nuestro universo material que permita
la comparación, la verificación, la separación, la estructuración, la relación
del material informativo. Este material informativo es tanto entregado
directamente por lo sensible a través de los sentidos de sensación como
suministrado indirectamente por otro mecanismo de naturaleza del mismo universo
material y que posee la capacidad para guardar la información que proviene de
lo sensible, que es la memoria. Ambos mecanismos materiales existen en nuestro
cerebro perfectamente material.
Con esta organización estructural, el intelecto material
(“el recipiente” de santo Tomás) puede estructurar ideas y proposiciones
también perfectamente materiales (“lo recibido”). En tal caso, el objeto del
conocimiento kantiano podría salir fuera del entendimiento y pasar a pertenecer
a la cosa en sí, pues ya no necesita vincularse con una razón inmaterial,
siendo ésta, por el contrario, completamente material. El único inconveniente
para conocer al objeto identificado con la cosa en sí sería el principio de
incertidumbre de Werner Heisenberg, que señala que es imposible hablar de la
cosa tal como es, al constatar que medir es perturbar, es decir, que es
imposible, en principio, medir una magnitud física sin perturbar el sistema
observado. Pero dicho principio opera en el mundo infinitesimal de la física
cuántica y desprovisto de interferencias. En una escala superior la
perturbación llega a ser irrelevante. En cualquier escala mayor se conocen
funciones de las cosas y es además posible conocer la cosa en sí.
La trascendentalidad de una proposición sintética
Si la filosofía tradicional idealista afirma que la unidad y
la inmaterialidad pertenecen a las ideas, y el racionalismo asegura además que
algunas ideas se relacionan necesariamente entre sí, como, por ejemplo, el
color y la extensión, se debería concluir que existen proposiciones necesarias
que son a priori. Esto es, si los componentes de la proposición, las ideas, son
más reales que lo que representan, y siendo la verdad un atributo de
proposiciones a priori antes que de la concordancia de las relaciones que
representan, habrá proposiciones necesarias. Así, pues, el racionalismo puede
sostener que una proposición a priori es necesaria desde el instante que es
afirmada, puesto que supone que tal propiedad es inherente a la forma de
conocer. Ahora, que la verdad de una proposición necesaria pueda provenir a
priori por el sólo hecho de obtenerse de principios racionales, y no por
originarse de la realidad sensible, es un asunto que conviene sólo a la
metafísica racionalista del ser.
Kant va más lejos aún. Para él la propiedad para que una
proposición sea necesaria se la confiere el sujeto. De ahí se deducen dos
características. Primero, la verdad se fundamenta en el sujeto y no en un
objeto de la realidad sensible, con lo que llega a un completo subjetivismo.
Segundo, la creencia de Kant de que las proposiciones metafísicas, necesarias
por excelencia, deben ser proposiciones sintéticas a priori, es decir, afirmaciones
o negaciones cuyos predicados no pueden derivar de la experiencia, pero que
aportan nuevo conocimiento. De ahí, para establecer la validez de la metafísica
Kant se ve obligado a exigir del sujeto una actividad subjetiva y una “trascendentalidad”
con el propósito de obtener el carácter necesario que exige una proposición
sintética a priori. Incluso el objeto de conocimiento, que para él ha sido
producido por el entendimiento a través de las “formas a priori” para asumirlo
como representación de elementos materiales fenoménicos, no puede estar
presente en una proposición a priori, pues estos elementos sensibles son
caóticos e informes.
Pero si nosotros demostramos, primero, que la razón no nos
provee proposiciones de carácter necesario y, segundo, que aquellos elementos
materiales no son caóticos ni informes, sino que provienen de las relaciones
causales deterministas y necesarias, propias del mundo sensible, todo aquel
andamiaje subjetivista, construido forzadamente por Kant, carece entonces de
justificación, y debería caer estrepitosamente. Ya la aseveración de que no
podemos conocer las cosas en sí, los noumena, pero como aparecen, en cuanto
fenómenos, pierde fuerza.
Sin necesidad de preguntarle a Kant sobre cómo puede él
afirmar que hay un mundo real si acaso no se le puede conocer, podríamos
afirmar que lo que conocemos efectivamente son las cosas como se nos aparecen,
es decir, que los objetos del conocimiento son de hecho apariencias de las
cosas. Pero también podríamos sostener con el mismo énfasis en la perspectiva
realista lo siguiente: Primero, que existe un mundo real cuya existencia es
independiente de nuestro conocimiento. Segundo, que mediante nuestros sentidos
podemos conocer las cosas del mundo real en tanto objetos externos a nosotros
y como son. Tercero, que únicamente conocemos las cosas de modo a posteriori,
pues deberíamos entender que la cosa se constituye en objeto cognoscible hacia
un sujeto cognoscente cuando sujeto y objeto se relacionan cognoscitivamente en
forma espontánea. Cuarto, que este conocimiento a posteriori es también
“sintético” a causa de nuestra capacidad para relacionar ontológicamente las
representaciones cognoscitivas de las cosas, en nuestro pensamiento abstracto,
en unidades ontológicas cada vez más universales. Quinto, que el tiempo y el
espacio pertenecen a la causalidad natural entre las cosas y no, como suponía
Kant, a las formas a priori de nuestra sensibilidad que hacen pensable, bajo la
unidad del concepto, un dato empírico asumido por aquéllas; pues lo necesario
de una relación ontológica o de una proposición proviene del determinismo de la
causalidad del universo y no de su supuesto inmovilismo.
Esto es, lo que estamos afirmando en parte es que tanto el
sujeto está en condiciones de conocer como el objeto está en condiciones de ser
conocido, y no, como pretendió Kant, a través de la acción única y unilateral
del sujeto. También estamos afirmando que podemos conocer la cosa en sí, tal
como es, como veremos a continuación.
Aunque estamos lejos de la distinción que Aristóteles hizo
entre substancia y accidente, estamos aún más lejos de la distinción que Kant
hizo entre el fenómeno y la cosa en sí, puesto que, como ya indicamos, se trata
de una distinción de esencias y no de la realidad. En cuanto a la primera
distinción, debemos pensar que no describe la realidad como realmente es. Las
cosas se componen de cosas de escalas inferiores y a su vez son componentes de
cosas de escalas superiores. Además, todas las cosas, en sus propias escalas,
son funcionales en cuanto son causas y efectos, por lo que, más que sus
atributos, lo que percibimos de las cosas son sus funciones, siendo además la
percepción una relación causal entre el objeto y el sujeto. Si una cosa tiene
peso, es por la masa que contiene, la que es atraída por la fuerza de gravedad
que ejerce la Tierra; si es azul, es porque absorbe la radiación de todos los
demás colores del espectro lumínico, reflejando el azul que recibe. Además, si
sentimos el peso de una cosa es porque su masa interactúa con la masa de
nuestro cuerpo, y si sentimos que una cosa es azul es porque nuestro ojo es
capaz de captar la radiación en tal frecuencia y longitud de onda.
Por tanto, no basta con afirmar la existencia de las cosas,
como Aristóteles. Es preciso subrayar que las cosas son eminentemente seres
individuales que se relacionan causalmente entre sí y con nosotros, porque
ellas y nosotros somos funcionales. Si Aristóteles no vio este decisivo
aspecto, es porque él no contó con las conclusiones de la ciencia empírica, y
relegó la causalidad que se observa en la naturaleza a sus cuatro causas
(formal, material, eficiente y final). Si la funcionalidad es lo que define una
cosa, constituyendo su esencia, entonces la relación causal es más
significativa e importante que el ser y su existencia.
En cuanto a la distinción kantiana, nosotros podemos
concebir el fenómeno como correspondiente a las funciones propias de cada cosa
en cuanto origen de causas y receptora de efectos. Así, pues, podríamos
concordar con Kant que las cosas pueden conocerse por sus funciones si
identificamos apariencia, en el sentido de esencia, con función, en el sentido
de causa y efecto. Así, pues, nuestros sentidos captan las manifestaciones de
las cosas y nosotros podemos relacionarlas ontológicamente tras relacionar
sensaciones en percepciones, percepciones en imágenes, imágenes en ideas en
escalas ascendentes e inclusivas. También podemos llegar a conocer las causas
que las relacionan.
Sin embargo, al contrario de lo que Kant concluyó, también
podemos conocer la cosa en sí, el noúmeno, pues si podemos conocer la función,
también es posible conocer su origen. Para ello, es necesario efectuar una
relación ontológica tan abstracta y universal como la que se necesita para
llegar a predicar el ser de todas las cosas. Podremos decir que definir las
cosas por el ser no nos dice qué es la cosa en sí. Para conocer la cosa en sí
debemos primero entender que toda cosa es esencialmente funcional, es decir, es
fenómeno, precisamente porque es estructura y fuerza. Ambas pueden llegar a ser
conocidas tras comprender que las cosas se relacionan causalmente. Toda cosa
está compuesta de estructura y fuerza como las dos caras de una moneda. Aunque
en mi referido libro La clave del
universo (ref. http://unihum3.blogspot.com)
describo más extensamente los conceptos de fuerza y estructura, ahora es
pertinente indicar que ambas, fuerza y estructura, son los elementos que
comparten todas las cosas del universo. Estas dos esencias de las cosas, que
explican por qué son fenómenos, definen al mismo tiempo a todo ser por lo que
es, explicando en consecuencia la cosa en sí.
Esta comprensión proviene de entender al modo de la ciencia
empírica que todas las cosas surgen, se destruyen y se van alterando porque son
estructura y fuerza. Ambos elementos están tras la explicación del cambio como
producto de la relación entre una causa y un efecto. Una estructura es
funcional porque siempre ejerce fuerza, ya sea como causa, ya sea como efecto.
En el ejercicio de la fuerza una estructura puede afectar otra estructura o
verse ella misma afectada por otra estructura de un modo determinado según la
fuerza ejercida y el modo de ejercerla. Todo ejercicio de fuerza produce
cambio, que es aquello que hace que la realidad aparezca tan caótica para
alguien que no tenga una mentalidad científica.
En consecuencia, podemos sostener, en contra de Kant, que
una proposición necesaria no proviene de categorías subjetivas, sino del
determinismo del universo y de cómo funcionan las cosas. Así, por mucho que el
sujeto que conoce se aproxime a la realidad en forma parcial, según su propio
modo particular de conocer y desde una situación concreta del tiempo y del
espacio, y que viva además inmerso en una realidad en permanente transformación
y evolución, desde la cual es imposible mantener referencias absolutas, las
proposiciones necesarias pueden ser efectuadas por nuestro intelecto únicamente
por razón del modo determinista y causal de funcionamiento del universo. Tras
entender el modo causal que rigen las cosas para relacionarse, entendimiento
hecho posible por la ciencia, podemos relacionar ontológicamente el origen del
actuar causal y predicar estas características de todos los seres.
La sospecha de que la subjetiva razón humana es limitada
para conocer objetivamente aquellas proposiciones sintéticas a priori con valor
necesario, que postulaba Kant, indujo a Fichte, Schelling, Hegel y a los
idealistas alemanes a conceder una realidad supra-humana a la razón, pero sin
renunciar a su carácter necesario e inmaterial. Esta escuela de pensamiento,
que se apoya sobre elementos puramente mágicos y míticos, y cuyos máximos
exponentes, como el mismo Hegel y también el joven hegeliano Marx, fue tan
dogmática como omnisciente, estando absolutamente lejana de lo que estamos
sosteniendo.
El sistema kantiano ha sido lamentablemente decisivo en el
desarrollo de la filosofía contemporánea. Por la supuesta imposibilidad del
entendimiento de conocer la cosa en sí, se destruyó el fundamento para la
certeza del conocimiento objetivo. El nihilismo de Nietzsche anunció el
escepticismo general y Heidegger puso en duda el fundamento de los fundamentos,
el ser. El terrible legado de Kant fue el renunciar a la posesión de un
universo no sólo unificado, sino que racionalmente comprensible.
Conclusión
Trascendentalidad
Este ensayo persigue encontrar un concepto trascendental, y
por tanto filosófico, que unifique el universo, dándole racionalidad, y que
surja fundamentado en la actividad de la ciencia. Por ello no proseguiremos
con el análisis de las corrientes filosóficas poskantianas. No deseamos
alargarnos innecesariamente acerca de tales materias en esta obra, uno de cuyos
propósitos es ser relevante a la relación entre filosofía y ciencia, cosa que
las filosofías postkantianas se han esmerado en complicar y confundir en el
fútil intento por ser ellas mismas relevantes. Es sorprendente constatar en la
historia que tanto ingenio humano se consuma en desarrollar y aceptar teorías
tanto ingenuas y banales como irreales.
Nuestros juicios pueden adquirir el carácter de necesario,
incluso frente a la certeza de un universo cuyo tiempo y espacio sabemos ahora
que son relativos. Precisamente, este tipo de universo es el que la ciencia ha
encontrado en su investigar y no aquel cosmos estático, perfecto y eterno
concebido por los grandes filósofos de la antigüedad para justificar
justamente lo necesario del juicio. Así, por ejemplo, Aristóteles supuso que el
mundo es eterno y es el centro de esferas eternas que lo rodean, las que eran
para su época sinónimo de perfección.
La segunda característica que hace que una proposición sea
trascendental es su universalidad, es decir, que sea válida para todo el
universo. En efecto, las cosas las conocemos filosóficamente por referencia a
ideas más universales, esto es, por sus relaciones ontológicas, de las cuales
la más universal es la idea de ser, y científicamente por sus manifestaciones,
es decir, por sus relaciones causales, las que obedecen a leyes universales. Es
precisamente la combinación de las relaciones ontológicas de nuestro
pensamiento abstracto con las relaciones causales empíricamente verificables que
genera la ciencia, en combinación con las relaciones lógicas que produce
nuestro correcto pensamiento racional, lo que permite un conocimiento
trascendental.
Por otra parte, lo que justifica la verdad de una proposición
es que refleje fielmente la causalidad natural del universo. Puesto que,
probablemente, el desarrollo científico no tiene previsiblemente término en
consideración a la infinidad de su campo de estudio, a su parcial
inaccesibilidad y a su infinitamente potencial sutileza, la realidad nunca
podría llegar a ser conocida de manera total y constituirá siempre un misterio
para nosotros, lo que no significa que no podamos tener conocimiento
trascendental de ella, como lo son las leyes naturales que logramos descifrar.
Si lo que conocemos no son únicamente cosas o entes relacionados entre sí en
forma ontológica, sino también relacionados causalmente, estas relaciones causales,
que son precisamente la materia del estudio de la ciencia, deben incorporarse
al campo de interés de la filosofía, pues son universales, además de
necesarias, al constituir por derecho propio leyes que se cumplen para todo el
universo. Además, son naturalmente anteriores a las relaciones ontológicas, por
lo que permiten responder con mayor certeza y objetividad a la pregunta acerca
de qué son las cosas.
Aunque la misma realidad objetiva es externa y relativa, y
aunque el sujeto que conoce está limitado en sus posibilidades de conocer,
podemos afirmar empero que a causa del determinismo del funcionamiento del
universo las proposiciones trascendentales no sólo no son imposibles, sino que
resultan del modo científico de conocer el universo. Por otra parte, si la
realidad es objetiva, es decir, es externa a los sujetos que conocen, que
somos ciertamente nosotros, podemos necesariamente tener juicios verdaderos
acerca de ella. Y si los modos de funcionamiento determinados de las cosas de
la realidad valen para el universo, nuestros juicios podrán tener el valor de
necesarios y universales. Nuestros juicios serán necesarios, porque son
deterministas; y serán universales, porque valen para todo el universo. Estas
dos características hacen que una proposición sea trascendental. Por lo tanto,
si podemos obtener proposiciones con valor trascendental, podemos ciertamente
llegar a formular proposiciones objetivas y establecer verdades indiscutibles,
de carácter absoluto.
A priorismo
El escaso desarrollo de la ciencia en el pasado explica que
la epistemología y la metafísica tradicionales se edificaran sobre lo que ahora
nos parecen suposiciones y nociones a priori, y carentes, por tanto, de una
base empírica. Más arriba se describieron las tres nociones o prejuicios que
dominaron la historia de la filosofía tradicional: la dualidad
espíritu-materia, la oposición entre el caos de lo real y la razón de lo ideal,
y la ilusión de las proposiciones a priori necesarias. Estas nociones
filosóficas son precientíficas, pues han sido desbaratadas por el surgimiento
de la ciencia.
Cuando la ciencia está experimentando un desarrollo tan extraordinario,
lo que en la actualidad no se justifica es que algunos filósofos persistan en
este tipo de esquemas filosóficos tradicionales. Aún más, es posible constatar
que parte de la filosofía no sólo se ha vuelto incapaz para responder al hombre
contemporáneo en sus anhelos del conocimiento de las últimas cuestiones, sino
que se ha tornado críptica o simplemente irrelevante a la perspectiva
científica por haberse encerrado en sus propias categorías precientíficas.
Posiblemente, parte de la culpa corresponda a la formación académica impartida
en los estudios de filosofía que no sólo no valora las matemáticas, que es el
lenguaje de la ciencia y con la cual muchos filósofos se sienten bastante
incómodos, sino lo que la ciencia tiene que decir. De otro lado, probablemente,
quienes estén haciendo actualmente filosofía que sea relevante a nuestros
contemporáneos sean precisamente los mismos científicos, quienes integran
teorías distintas en unidades totalizadoras de escalas mayores, pues filosofar
no es precisamente un atributo que otorga un título de licenciado en filosofía,
sino que se refiere al cuestionar la realidad con mayor propiedad para buscar
una racionalidad aceptable.
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NOTAS:
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