jueves, 28 de mayo de 2015

Este libro analiza lo que relaciona y lo que separa a la filosofía y a la ciencia; expone la concepción histórica de la relación entre la idea y la realidad, la razón y el caos; critica a la filosofía tradicional en lo referente a la dualidad espíritu y materia que proviene de la antigua antinomia de lo uno y lo múltiple, y sienta nuevas bases para una metafísica a partir del conocimiento científico.

Patricio Valdés Marín


Registro de propiedad Intelectual Nº 169.033, Chile



Prefacio a la colección El universo, sus cosas y el ser humano



El formidable desarrollo que ha experimentado la tecnología relacionada con la computación, la informática y la comunicación electrónicas ha permitido el acceso a un inmenso número de individuos de la cada vez más gigantesca información. Por otra parte, existe bastante irresponsabilidad en parte de esta información sobre su veracidad por parte de algunos de quienes la emiten, tergiversando los hechos. Además, mucha de la información produce alarmas y temores, pues aquella gira en torno a intrigas, conspiraciones, crisis y amenazas. Habría que preguntarse ¿hasta qué punto esta información refleja la compleja realidad? ¿Cuánta de toda esa información es verdadera? ¿En qué nos afecta? Como resultado hemos entrado en una era de desconfianza, relativismo y escepticismo. Sin embargo la raíz de ello debe buscarse más profundamente.

Vivimos en un periodo histórico ya denominado posmodernismo, que se caracteriza por el derrumbe de los dogmas religiosos y sistemas filosóficos tradicionales a consecuencia del enorme progreso que ha tenido la ciencia moderna y su método empírico, contra cuyo descubrimiento de la realidad no pudieron sostenerse. Sin embargo, la antigua sabiduría respondía de alguna manera a las preguntas más vitales de los seres humanos: su existencia, su sentido, el cosmos, el tiempo, el espacio, la vida y la muerte, Dios, la verdad, el pensamiento, el conocimiento, la ética, etc., pero la ciencia, que ocupó su puesto, no ha podido responderlas, ya que no son esas preguntas su objeto de conocimiento. Por la ciencia entramos en una época de enorme conocimiento y certeza, pero si no se es fiel a la verdad que devela, es fácil caer en el  relativismo: ahora todo es opinable y no se respeta ninguna autoridad, en cambio se pide respetar a cualquiera por cualquier sonsera que esté diciendo; existe poca o ninguna crítica; aparecen gurúes, charlatanes y falsos profetas por doquier, mientras la gente permanece desorientada y escéptica; se divulga falsedades por negocio, fama o intereses espurios.

No se trata de revivir los antiguos dogmas religiosos y sistemas filosóficos, sin embargo, 1º las preguntas que responden al ¿qué es? filosófico, más que el ¿cómo es? científico, que éstos intentaban responder están tan plenamente vigentes hoy, ya que sin aquellas nuestra vida sería vacía y que la filosofía emergió como un esfuerzo racional y abstracto para conferir unidad y racionalidad al mundo, y 2º, la ciencia sigue con firmeza develando esta tan misteriosa realidad, puesto que no fue hasta el desarrollo de aquella que el mundo comenzó a ser entendido como sujeto a leyes naturales y universales de relaciones causales. En consecuencia, esta obra requerirá llegar a los grados de abstracción que demanda la filosofía y a partir de justamente la ciencia intentará responder a las preguntas más vitales. El criterio de verdad que la guiará son las ideas universales y necesarias de ‘energía’ para lo cosmológico y la complementariedad ‘estructura-fuerza’ para el universo material.

Nuestras ideas son representaciones subjetivas y abstractas de una realidad objetiva y concreta, pero la realidad es profundamente misteriosa y nuestro intelecto es bastante limitado para aprehenderla. De este modo se intentará  reflexionar en forma sistemática y unificada sobre los temas más trascendentales de la realidad. En este discurrir, deberemos mantenernos críticos, en el sentido de análisis y juicio referido a la realidad, pues dichas ideas no son “claras y distintas”, como supuso Descartes. El filosofar que podemos emprender debe intentar entender tanto el sentido último del universo, sus cosas y los seres humanos como servirles de fundamento racional. Replanteándolo todo hasta querer bosquejar un nuevo sistema filosófico, un nombre apropiado para esta obra de diez libros podría ser simplemente El universo, sus cosas y el ser humano.


EL CONTEXTO CÓSMICO DE LA OBRA

Parafraseando el inicio del Evangelio de s. Juan (Jn. 1, 1), afirmaremos, “En el principio, estaba la infinita energía”. La energía, que no se crea ni se destruye, solo se transforma —según reza el primer principio de la termodinámica—, que no debe ser pensada como un fluido, ya que no tiene ni tiempo ni espacio, que su efectividad está relacionada con su discreta intensidad, que es tanto principio como fundamento de la materia, no puede existir por sí misma y debe, en consecuencia, estar contenida o en dependencia. Y Dios la causó y liberó en un instante, hace unos 13 mil setecientos millones de años atrás, la codificó y la dotó de su infinito poder, creando el universo entero. La cosmología llama “Big Bang” a esta ‘explosión’ y se puede definir como un traspaso instantáneo, irreversible y definitivo de energía infinita a nuestro material universo en el mismo instante de su nacimiento. La energía que este agente suministró al universo, tal como si fuera un sistema, no termina en desorden, sino sirve para generar y estructurar la materia. El Big Bang, que sería el soplo divino, es también el instante del punto del comienzo de la creación y es igualmente el manto que, desde nuestro punto de vista, envuelve todo el universo. En el mismo grado que el objeto que se aleja cercano a la velocidad de la luz del observador, que de acuerdo con la contracción de FitzGerald se acorta en el eje común entre objeto y observador, aseveramos que, con el fin de mantener la simetría, el plano transversal del objeto a este eje se agranda recíprocamente hasta identificarse con la periferia de nuestro universo. Inversamente, la teoría especial diría que para un observador situado justo en el Big Bang, Dios en este caso, el tiempo habría sido tan grande que ni una fracción infinitesimal de segundo habría transcurrido. Una vez más, para este observador la distancia se habría reducido a cero, como si el Big Bang fuese la base de un tronco que sostiene la inmensidad del universo, dándole unidad a través de una inmensa relación causa-efecto. Dado que todo el universo tuvo un origen único y común, entonces las mismas leyes naturales gobiernan todas las relaciones de causa-efecto entre sus cosas. Para la causa del universo entronizada en el Big Bang, a pesar de estar a alrededor de 13,7 mil millones de años de distancia en el pasado, cada parte del universo estaría en su propio tiempo presente, mientras que la manifestación de causalidad estaría recíprocamente presente en todo el universo.

El universo conforma una unidad en la energía que no admite dualismos espíritu-materia, como los postulados por Platón, Aristóteles o Descartes. Así, el universo, en toda su diversidad, está hecho de energía y nada de lo que allí pueda existir puede no estar hecho de energía. Tales de Mileto, considerado el primer filósofo de la historia, postuló al “agua” y sus tres estados como clave para incluir la diversidad del universo; después de él otros sugirieron diversos entes como fundamento de la cosas; tiempo después Parménides inventó el concepto de “ser” para darle unidad a la realidad, concepto que hechizó a toda la filosofía posterior; ahora proponemos la idea de “energía” para este mismo efecto metafísico. Si desde Heráclito la filosofía comenzó a especular sobre el cambio que ocurre en la naturaleza, la ciencia observó por doquier a conjuntos relacionados causalmente como sistemas que se transforman de modo determinista según las leyes naturales que los rigen y ella los reconoció, más que cambios, como procesos. El tiempo y el espacio del universo están relacionados con el proceso. Ambos no son categorías kantianas a priori que residen en nuestra mente. El tiempo proviene de la duración que tiene un proceso y el espacio procede de su extensión. La infinidad de interacciones originadas en el Big Bang constituyen el espacio-tiempo del universo, donde cada ser u observador existe en su tiempo presente y todo lo demás está entre su próximo y lejano pasado, estando el Big Bang a la máxima distancia y siendo lo más joven del universo. La velocidad máxima de las interacciones es la de la luz. La fuerza gravitacional es el producto de la masa que se aleja con energía infinita de su origen en el Big Bang a dicha velocidad y que forzadamente se va separando angularmente del resto de la masa del universo, por lo cual el universo es una enorme máquina que, por causa de su expansión radial (no como un queque en el horno), genera la fuerza de gravedad, teniendo como consecuencia su pérdida asintótica de densidad. Y esta fuerza más el electromagnetismo y las otras dos que ellas causan dentro de la estructura atómica producen la incesante estructuración y decaimiento de las cosas.

Algunos científicos creen observar un completo indeterminismo en el origen del universo, pudiendo éste haber evolucionado indistintamente y al azar en cualquier sentido. No consideran que el universo haya seguido la dirección impresa desde su origen según las propiedades de la energía primordial y la relativa estabilidad de lo que se estructura. De modo que la energía primigenia se convirtió en el universo y fue desarrollándose y evolucionando, auto-regulado por lo posible en cada posible escala estructural. La energía comprende los códigos de la estructuración de las partículas fundamentales de la materia. Estas partículas poseen máxima funcionalidad, ya que adquirieron entonces energía infinita, lo que las llevó a viajar a la máxima velocidad posible (la de la luz) desde el Big Bang. El universo que percibimos es estructuración de energía en materia en dos formas básicas, como masa según la famosa ecuación E = m·c² y como carga eléctrica (positiva y negativa). La conversión en carga eléctrica requirió también mucha energía. La fuerza para vencer la resistencia entre dos cargas eléctricas del mismo signo es enorme. Se calcula que solamente 100.000 cargas (electrones) unipolares reunidas en un punto ejercerían la misma fuerza que la fuerza de gravedad de toda la masa existente de la Tierra. Infinitos y funcionales puntos o centros atemporales y adimensionales de energía generan el espacio-tiempo del universo al interactuar entre sí y relacionarse causalmente mediante también energía, estructurando enlaces relativamente permanentes, generando la diversidad existente, que se rige por el principio complementario de la estructura y la fuerza, y produciendo energía cinética y/o ondulante que podemos sentir, que nos puede afectar y que mediante éstas también podemos afectar a otras cosas.

El mundo aparecía naturalmente a nuestros antepasados como caótico y desordenado, existiendo allí tanto nacimiento, gozo y regeneración como sufrimiento, muerte y destrucción. Ellos se esforzaron en dar explicaciones para dar cuenta de esta arbitraria situación y que resultaron ser mayormente míticas. Ahora, por medio de la ciencia moderna, podemos entender objetivamente este mundo y su evolución y desarrollo. El dominio de la ciencia comprende las relaciones de causa-efecto que producen el cambio en la naturaleza, determinadas según sus leyes naturales, siendo válido para todo el universo, y que es virtualmente todo lo que sabemos con mayor, menor o total certeza. Las hipótesis científicas concluyen en la definición de las leyes naturales que rigen la causalidad del universo a través de la demostración empírica y la observación. La ciencia devela que en el curso de su existencia el universo ha ido evolucionando y se ha ido desarrollando hacia una complejidad cada vez mayor de la materia, la que se ha venido estructurando en escalas incluyentes cada vez más multifuncionales. Desde las estructuras subatómicas, atómicas, moleculares y biológicas, hasta las psicológicas, sociales, económicas y políticas, la estructuración en escalas mayores y más complejas no ha cesado. Las estructuras, que se ordenan desde las partículas fundamentales hasta el mismo universo, son unidades discretas funcionales que componen estructuras de escalas mayores y cada vez más complejas (por ejemplo, solo existe un centenar de tipos de átomos relativamente estables y unos 50.000 tipos de proteínas) y son formadas por unidades discretas funcionales de escalas menores. La estructura más compleja y de mayor funcionalidad es el ser humano, el homo sapiens del orden mamífero de los primates.

Como todo animal con cerebro, que  ha venido adaptativamente a relacionarse con el medio a través del conocimiento, la afectividad y la efectividad y que necesita satisfacer sus instintos primordiales, fijado por la especie, de supervivencia y reproducción, el ser humano es capaz de generar estructuras psíquicas (percepciones e imágenes) a partir de la materialidad biológica y electro-química de este órgano nervioso central y de las sensaciones que proveen los sentidos. Pero a diferencia de todo animal el más evolucionado cerebro humano tiene capacidad de pensamiento racional y abstracto, pudiendo estructurar en su mente todo un mundo lógico y conceptual, a partir de imágenes, y que busca representar el mundo real que experimenta y comprender el significado de las cosas y de sí mismo. Él estructura en su mente relaciones lógicas, ontológicas y hasta metafísicas y también puede comprender las relaciones causales de su entorno. Para ello se ayuda del sistema del lenguaje que emplea primariamente para comunicarse simbólicamente con otros seres humanos y también para acumular información y desarrollar aprendizaje y cultura. La realidad que conoce es la sensible y, por tanto, material. Su accionar más humano en el mundo es intencional y responsable, ya que emana de su libre albedrío, que es producto de su razonar deliberado. En esta misma escala su afectividad, más allá de sensaciones y emociones, se estructura propiamente en sentimientos. Persiguiendo vivir la vida con la mayor plenitud posible, los individuos humanos se organizan en sociedades que buscan la paz, el orden, la defensa, el bienestar y la explotación de los recursos económicos a través de la cooperación y la justicia, pero muy imperfectamente, ya que algunos fuerzan satisfacer necesidades individuales de modo desmedido y otros dominan y explotan al resto. Son objetos (no sujetos) de los derechos reconocidos como fundamentales por la sociedad civil, y resguardados por sus instituciones de poder político.

Cuando el ser humano reflexiona sobre el por qué de sí mismo, llegando a la convicción de su propia y radical singularidad, su multifuncionalidad psíquica es unificada por y en su conciencia, o yo mismo, pero no de modo mecánico, sino transcendente y moral. La transcendencia es el paso desde la energía materializada, que se estructura a sí misma y es funcional, hasta la energía desmaterializada que la persona estructura por sí misma. Si el individuo se estructura a partir de partes que anteriormente pertenecieron a otros individuos y pertenecerán en el futuro a nuevos individuos, la persona se estructura a partir de energía que permanecerá en lo sucesivo estructurada. La conciencia humana es el advertir que el yo (el sujeto) es único y que su existencia transcurre en una realidad objetiva que su intelecto le representa como verdadera. Pero transcendiendo esta materialidad que ella conoce, está lo llamado “espiritual” y viene a ser la estructuración de la energía como producto del intencionar, en lo que llamaremos conciencia profunda, forjándola indeleblemente en sí de un modo desmaterializado. El punto de partida de este tránsito a lo inmaterial es la acción intencional, que depende de la razón y los sentimientos y que se relaciona al otro a través del amor o el odio; ésta se identifica con el ejercicio de la libertad y con la autodeterminación, siendo lo que caracteriza al ser humano. La conciencia profunda reconoce que la realidad, no es solo material, sino que también es transcendente, y la puede conocer con otros “ojos” que ven la experiencia sensible, los cuales podrían abrirse completamente solo tras la muerte fisiológica del individuo. El alma no preexiste en un mundo de las Ideas, al estilo de Platón, para unirse al cuerpo en el momento de la concepción, sino que se fragua en el curso de la vida intencional. Esta metempsicosis transforma lo inmanente de la cambiante materia en lo transcendente de la energía inmaterial. La estructuración de una mismidad singular como reflejo de la actividad psíquica de su particular deliberación es el máximo logro de la evolución que, a partir de materia individual, produce energía estructurada. Así, el ser humano puede definirse, más que como animal racional, como un animal transcendente que transita de lo animal a la energía personal. Desde esta perspectiva el sentido de la vida es doble: vivir plena y conscientemente la vida y estar consciente de la vida eterna y sus demandas. Estas explicaciones son especulativas y no se asientan ciertamente en conocimiento científico alguno, pues están fuera del ámbito de lo material, ya que solo conocemos lo sensible, pero está en sintonía con los sucesos místico y parapsicológico reconocidos y surge de superar el dualismo del ser metafísico por la energía que incluye tanto lo material como lo inmaterial.

Y cuando la muerte, propia de todo organismo biológico, desintegra la estructura del individuo, subsiste la persona, que es propiamente la estructura del yo mismo puramente de energías diferenciadas que se han unificado en la conciencia profunda durante su vida. La muerte supone la destrucción irreversible del vínculo de la energía estructurada del yo mismo, inmortal, con su cuerpo de materia estructurada que la contenía, manifiestamente incapaz ahora de existir. Considerando que ya no resulta necesario satisfacer los instintos biológicos de supervivencia y reproducción, como tampoco estar sujeto a ningún otro instinto, en su nuevo estado de existencia el yo personal se libera del consumo de energía de un medio material y, por tanto, de la entropía, lo que significa también que su acción ya no puede tener efectos sobre la materia. Asimismo, desaparecen nuestros atesorados conocimientos y experiencias de la realidad del universo material que percibimos a través de nuestros sentidos animales como también nuestra forma de pensamiento racional y abstracto y memoria basados en el cerebro biológico. Surgiría una forma nueva, inmaterial, transcendental, de pura energía, pero implícita en la conciencia profunda, incomparablemente más maravillosa para conocer y relacionarnos que corresponde a esa insondable y misteriosa realidad que se presentaría, todavía imposible de conocer en nuestra vida terrena. Pero la persona, ahora reducida a lo esencial de su ser, necesitaría y buscaría afanosamente un contenedor de su propia y estructurada energía para poder manifestarse y expresarse en forma plena de conexión. La esperanza es que quien en su vida ha reconocido de alguna manera a Dios y ha sido justo y bondadoso según, por ejemplo, la enseñanza evangélica, estará finalmente, cuando muere, en condiciones de acceder al Reino de misericordia, amor y bondad, que Jesús conoció (¿a través del fenómeno EFC?) y anunció, y existir colmadamente. De ahí que su condición en la “otra vida” sea un asunto de opción moral personal durante su vida terrena. Al no estar inmerso en la materialidad, ya no se interpone el espacio-tiempo que lo mantiene separado de Dios. Así, la energía liberada originalmente por Dios retorna a Él estructurada en el amor.

Los libros de esta obra se enumeran y titulan como sigue:

Libro I, La materia y la energía (ref. http://unihum1.blogspot.com/), es una indagación filosófica sobre algunos de los principales problemas de la física, tales como la materia, la energía, el cambio, las partículas fundamentales, el espacio-tiempo, el big bang, la forma y el tamaño del universo, la causa de la gravitación, agujeros negros, y llega a conclusiones inéditas.

Libro II, El fundamento de la filosofía (ref. http://unihum2.blogspot.com/), analiza lo que relaciona y lo que separa a la filosofía y a la ciencia; expone la concepción histórica de la relación entre la idea y la realidad, la razón y el caos; critica a la filosofía tradicional en lo referente a la dualidad espíritu y materia que proviene de la antigua antinomia de lo uno y lo múltiple, y sienta nuevas bases para una metafísica a partir del conocimiento científico.

Libro III, La clave del universo (ref. http://unihum3.blogspot.com), expone la esencia de la complementariedad de la estructura y la fuerza como el fundamento del universo y sus cosas, que es coextensiva del ser y que es el tema tanto de la ciencia como de la filosofía, con lo que se supera toda contradicción entre ambas ramas del saber objetivo.

Libro IV, La llama de la mente (ref. http://unihum4.blogspot.com/), se remite a una teoría del conocimiento que identifica las funciones psicológicas del cerebro, en tanto estructura fisiológica, con generadores de estructuras psíquicas, siendo ambas estructuras propias de nuestro universo de materia y energía, y descubre que las imágenes y las ideas son estructuraciones en escalas superiores que parten de las sensaciones y las percepciones de nuestra experiencia.

Libro V, El pensamiento humano (ref. http://unihum5.blogspot.com), desarrolla una nueva epistemología que busca descubrir los fundamentos del pensamiento abstracto y racional en las relaciones ontológicas y lógicas que efectúa la mente humana a partir de las cosas y sus relaciones causales.

Libro VI, La esencia de la vida (ref. http://unihum6.blogspot.com/), se refiere principalmente al reino animal, del cual el ser humano es un miembro pleno, en cuanto es una estructuración de la materia en una escala superior.

Libro VII, La decisión de ser (ref. http://unihum7.blogspot.com/), trata de una de las funciones de los animales, la efectividad, que específicamente en el ser humano se estructura como voluntad, que proviene de su actividad racional, que se manifiesta en su acción intencional, que es juzgada por la moral, la ética y la norma jurídica, y que confiere sustancia y sentido a su vida.

Libro VIII, La flecha de la vida (ref. http://unihum8.blogspot.com/), en las fronteras de la reflexión filosófica y aún más allá, intenta explicar la relación de lo humano con lo divino, la que comienza por la capacidad natural del ser humano para reconocer y alabar la existencia de lo divino, y la que termina en una invitación divina a una existencia en su gloria.

Libro IX, La forja del pueblo (ref. http://unihum9.blogspot.com/), analiza una filosofía política que parte del ser humano como un ser tanto social como excluyente, tanto generoso como indigente, para indicar que la máxima organización social debe estar en función de los superiores intereses de la persona, finalidad que se ve entorpecida por anteponer artificiosamente el derecho al goce individual a los derechos de la vida y la libertad.

Libro X, El dominio sobre la naturaleza (ref. http://unihum10.blogspot.com/), estudia el contradictorio esfuerzo humano de supervivencia y reproducción para conquistar y transformar su entorno a través de una asignación desequilibrada de recursos económicos, entre los cuales la tecnología, como creación de la mente humana, es una prolongación del cuerpo para reemplazar su esfuerzo, la demanda por capital es proporcional a la oferta de trabajo, y la naturaleza resulta demasiado limitada para las ilimitadas necesidades humanas que satisfacer.


Deseo expresar mi reconocimiento y mis más vivos agradecimientos a mi esposa Isabel Tardío de Valdés. Sin su paciencia, apoyo moral y cariño esta obra no habría sido posible.

Patricio Valdés Marín



CONTENIDO



Prólogo

Introducción

Capítulo 1. El contexto cultural e histórico

La cultura occidental
La sabiduría revelada
La sabiduría natural

Capítulo 2. Filosofía y ciencia

Filosofía versus ciencia
La irrupción de la ciencia
Complementación
Relaciones
El interrogar
Particularidades
Dependencia
Verdades
Conclusión

Capítulo 3. El discurso filosófico histórico

La realidad y la idea
Uno y múltiple
Edad antigua
Edad media
El racionalismo
El empirismo
Kant
Siglos XIX y XX

Capítulo 4. Crítica a la filosofía tradicional

Introducción al tema
Contradicciones
La razón frente al caos
El espíritu y la materia
La trascendentalidad de una proposición sintética
Conclusión



PROLOGO



Este libro es un relato histórico de la búsqueda del conocimiento trascendental, aquél que es universal y necesario. Reconoce que su origen está en la Grecia antigua, que es patrimonio de la cultura occidental, la que por más de dos milenios se fundamentó casi exclusivamente en las dos facultades del intelecto humano, la abstracción y la lógica. En aquella Grecia se inventó el alfabeto, principio de una revolución cultural que generó la filosofía, la historia, la tragedia, la geometría y otros gigantescos logros del saber humano. Describe también el choque cultural que se dio como consecuencia de la irrupción revolucionaria de la ciencia moderna, a partir de Galileo, con su certero método empírico de conocimiento objetivo.

Al contrario del conocimiento trascendental de la filosofía occidental que se origina en las relaciones ontológicas más abstractas que la mente humana puede efectuar, el de la ciencia moderna se produce a partir de las relaciones de causa-efecto que los científicos e investigadores logran descubrir y establecer. La certeza de este segundo conocimiento proviene tanto de poder verificar experimentalmente estas relaciones a voluntad como de comprender sus mecanismos. Éste es también un conocimiento trascendental, pues las distintas relaciones causales se dan en el universo entero con necesidad, pudiéndose establecer para cada tipo de ellas una ley universal.

En el curso del siglo XX el desarrollo de la ciencia experimental fue aún más intenso después de Darwin, Freud, Planck, Bohr y Einstein, decretando la muerte de la metafísica del ser, aquella de Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Kant y Heidegger, al no poder sostener ésta la legitimidad de sus fundamentos. Igualmente, los mitos de las distintas culturas, ya degradados por la metafísica, no han logrado sobrevivir al embate de una ciencia que reconoce como causas del acontecer, no deidades ni fuerzas ocultas, sino que únicamente fuerzas naturales.

Sin embargo, la ciencia moderna no ha conseguido ocupar el espacio que la filosofía dejó vacante en la cultura. Está claro que las preocupaciones intelectuales más abstractas que han dado forma a la cultura occidental a lo largo de su prolongada existencia, como las cuestiones de la realidad, la objetividad, la verdad, el ser, han quedado aún más insatisfechas al no contar ahora con la segunda.

El posmodernismo, con su relativismo y su degradación intelectual y afectiva, vinculados a lo concreto de la imagen y lo sensual de las emociones, es un reflejo de la actual expresión cultural, la que ha claudicado de lo abstracto. La falta de sentido en las cosas no ha podido ser suplida ni siquiera por sistemas de pensamiento externos a la cultura occidental.

Este libro está dedicado a la dicotomía filosofía-ciencia, al discurso histórico de la filosofía tradicional del ser y a resaltar las falencias generales de esta filosofía, puestas de manifiesto por el desarrollo del conocimiento científico. No abarca los efectos del desarrollo científico en otras culturas, los que probablemente les han sido sumamente destructores.



INTRODUCCIÓN



Este libro no intentará analizar la relación cognoscitiva, un tanto conflictiva, que ha existido entre los dos pilares distintivos de la cultura occidental, la revelación y la razón, las Sagradas Escrituras y la filosofía griega, sino que se ocupará principalmente en indagar acerca del valor dado al segundo y de sus posibilidades. No obstante no se puede omitir aquí dos hechos. Primero, que en ambas tradiciones la naturaleza posee su propia causalidad, distinta de la divinidad; y, segundo, que la fe, que reclama lo misterioso y transcendente de la realidad, es muy distinta de la razón, que pretende la verdad de la realidad

La fe y la razón se oponen porque son visiones distintas de la realidad, pero no se contradicen necesariamente, pues pertene­cen a mundos distintos, a ámbitos diferen­tes. La primera viene por la interacción de lo misterioso con la conciencia profunda; la segunda surge por la interacción de la experiencia con la razón. La primera es íntima, personal, antes de hacerse colectiva; la segunda es una elaboración colectiva del entendi­miento que se hace personal. La revelación, que no es necesariamente el texto de las Sagradas Escrituras, apela en primera instancia a la conciencia profunda, liberada del rigor de la norma, del colorido del rito, del encasillamiento del dogma y de la soberbia del fariseo. La verdad objetiva, en cambio, es lo que aparece críticamente a la razón tras el filtro del análisis, la experiencia y la lógica.

El establecimiento del pilar del conocimiento objetivo tuvo sus orígenes en la filosofía de la Grecia antigua. Ésta fue capaz de generar un rompimiento completo con las tradicionales expli­caciones mágicas y míticas de la realidad del universo y sus cosas. Su propósito fue introducirse críticamente en la estructu­ra conceptual del lenguaje corriente para comprender sus conteni­dos y confrontarlos con los hechos de la experiencia. En esta acción, puso a la persona como una entidad separada y superior frente a la naturaleza, sentando radicalmente la distinción entre el objeto y el sujeto del conocimiento. Los pensadores más emi­nentes que ha producido la cultura occidental han dedicado sus mejores esfuerzos no tanto para establecer normas éticas y mora­les, ni menos aún para elabo­rar explicaciones míticas y legenda­rias del acontecer, como para buscar el conocimiento objetivo y crítico de las cosas, en cuanto son, a través de ellas mismas o de sus causas.

En cualquier realidad cultural, siempre emergen, como una especie de constante, tres existencias distintas: la divinidad, la humanidad y la naturaleza, esto es, el referente absoluto, el sujeto cognoscente y actuante, y el ambiente ambivalente, tanto providente como amenazante. La característica de la cultura occi­dental y que la distingue del resto es que, por una parte, ha concebido a la divinidad como enteramente separada del universo, aquello que reúne a la humanidad y a la naturaleza; y por la otra, ha considerado la humanidad con poder de dominio sobre la naturaleza. La naturaleza, desprovista de divinidad, pasa a ser un objeto del conocimiento y la acción humana que no requiere oblación.

La perspectiva adoptada y los resultados obtenidos posibili­taron a los pueblos de la cultura occidental, premunidos de una fuerte conciencia de superioridad, lanzarse por tierras ignotas hasta llegar a influir, dominar o someter a todos los otros pueblos de la Tierra, e incluso soñar con la conquista del uni­verso espacial. Probablemente, la adopción de una actitud crítica frente a la realidad y de lealtad con la verdad objetiva, combi­nada con una dimensión trascendente de la existencia y de control sobre las cosas, produce una mentalidad dominante, independiente, osada, libertaria, competitiva e individualista, que no se ve con tanta intensidad en otras culturas. La antigua mentalidad indoeu­ropea, forjada en el uso del hierro y del caballo para comba­tir, lo que promovió la libertad individual y la igualdad políti­ca, junto con la normalización de deberes y derechos, ha prevale­cido incluso sobre los intentos teocráticos y absolutistas in­fluidos por el pensamiento político de un Oriente de faraones egipcios y de soberanos semidivinos mesopotámicos sobre los mis­mos orígenes del Imperio Romano.

En el curso del desarrollo de la teoría del conocimiento objetivo, han aparecido dos manifestaciones intelectuales distin­tas: la filosofía y la ciencia. En realidad, la primera nació incluso antes de aparecer la cultura occidental; la segunda, en cambio, comenzó a consolidarse desde hace apenas unos tres si­glos, aunque elementos de ella habían existido desde los albores de la humanidad. Ambas han elaborado métodos críticos para garan­tizar que el conocimiento obtenido sea verdaderamente objetivo. Ello indica no tanto que su obtención sea difícil, como que la teoría que explica la posibilidad de su obtención no es simple. Pero el problema cultural más importante que se viene vivenciando desde el surgimiento de la ciencia es que el pilar del valor del conocimiento objetivo nunca ha podido consolidarse como un todo estructurado. A pesar de referirse a la misma realidad, se han desarrollado como entidades apartes y contradictorias. Nunca la filosofía y la ciencia han logrado articularse armónicamente, sino que la artificiosa yuxtaposición ha producido naturalmente una peligrosa cisura en toda la extensión del pilar, a pesar de lo fundamental y universal que contiene el cuestionamiento y la crítica de ambas. Sin embargo, si el universo es uno, no debiera existir contradicción alguna acerca de su conocimiento.

Esta situación podría precipitar una crisis cultural de proporciones. Ya el siglo anterior ha vivido tiempos de grandes conflagraciones, enorme inestabilidad y horrores indescriptibles y masificados, en parte importante a causa del conflicto existen­te entre ambas ramas del saber objetivo. Las ideologías políticas más militantes han surgido como consecuencia de mitos creados por forzar la subordinación sea de la ciencia a la filosofía, sea de la filosofía a la ciencia. Es tan inconsistente como peligroso un ideólogo político con perspectiva filosófica que actúe como cien­tífico, que un científico que actúe como filósofo, sobre todo cuando se desencadenan la soberbia, la codicia, el rencor, el temor, la desconfianza, la intolerancia. Atrayentes pero falsas ideologías, en la cabeza de redentores pero irresponsables líderes, han fanatizado pacíficos pueblos, arrastrándolos a la destrucción. En la actualidad, no sería descabellado afirmar que el relativis­mo y el hedonismo prevalecientes, que podrían generar una degra­dación de la cultura occidental, son productos de la cisura descrita.

Pienso que la colosal y acelerada acumulación de información científica ha desbordado la sabiduría tradicional. Aquella no ha conseguido ser sintetizada en una escala mayor, al alcance de nuestra humana comprensión. Mientras que ésta, que ha surgido en el curso de milenios para asegurar la supervivencia y el desarrollo más pleno de los seres humanos, ha sido desechada. Esta revolución en el conocimiento nos ha dejado desorientados y confundidos al haber allanado las múltiples dimensiones que se llegaron a esta­blecer en el curso de nuestra evolución biológica, cultural y ética entre la divinidad, la humanidad y la naturaleza. Así, mientras para la tradición filosófica el ser humano ocupa una posición de honor y dignidad entre las cosas del universo, desde la cual comprende su vocación y su destino, para la ciencia el ser humano pertenece exclusivamente al univer­so, siendo una cosa irracional más de la causalidad que allí opera.

Este ensayo, considerando “ensayo” en forma literal, en el sentido de prueba, experimento, tentativa, tanteo, intento o examen, tendrá la osadía de realizar una indagación crítica entre los mismos fundamentos del pilar del valor del conocimiento objetivo con el propósito de ver la posibilidad, primero, de determinar la causa de la brecha filosofía-ciencia y, segundo, de conectar articu­ladamente ambas partes. Si se reformulan las perennes interro­gantes epistemológicas y metafísicas, las que siempre van de la mano, y teniendo en mente los aportes del entramado de teorías científicas, se podría dar tal vez la posibilidad de reconstruir una nueva perspectiva para la filosofía que incluya precisamente el entramado de teorías de la ciencia a modo de una teoría gene­ral del universo. Si se pudiera conseguir una nueva perspectiva, se podría arrojar algo más de luz sobre la concepción que tenemos de nosotros mismos y de las cosas, y quizás construir un pilar de dos partes más articuladas y armónicas. Será importante avanzar con tiento y muy atento por este terreno tan recorrido y con tanto vericueto si queremos entender la relación entre la filoso­fía y la ciencia y encontrar el punto que las une.

Esta indagación crítica tendrá únicamente dos limitacio­nes que son complementarias. En primer término, su objeto de estudio será el ser humano y el universo, junto con lo que con­tiene, que son aquello que podemos conocer objetivamente, que podemos incluso hasta verificar de modo experimental o inferir sus causas. Este conocimiento no excluye obviamente la posibi­lidad de alguna existencia extra-universal, fuera del tiempo y el espacio; es decir, lo que estoy afirmando aquí es que nues­tro conocimiento objetivo trata únicamente de los seres que existen dentro del universo y no de alguna posible existencia fuera de éste. En segundo lugar, esta indagación tratará al universo como un sistema cerrado desde el punto de vista concep­tual y lógico; aunque, por cierto, al estar considerando lo universal como un todo delimitado, ella estará permanentemente cons­ciente de la existencia de lo extra-universal y atenta de las posibles vinculaciones entre el universo y la divinidad. En consecuencia, la verdad de lo que podemos conocer deberá regirse por el principio de no contradicción.

Esta indagación tratará, como lo anuncié, del univer­so, que es aquello que incluye al ser humano y a las cosas, pero que excluye a Dios, su creador, que también lo es del mismo ser humano en tanto un ser único y especial del universo; es decir, estaré refiriéndome acerca del universo como creación divina y del ser humano como parte del universo, pero que también se le distingue. Sin duda, esta tarea puede verse como un intento más por despejar la incógnita del misterio de la realidad. Tal propósito sería demasiado pretencioso a causa de nuestras limita­ciones espacio-temporales, intelectuales y culturales: no obstan­te, desearía que a partir de esta indagación se pudiera asen­tar mejor aquella sabiduría que hace que nuestra vida sea más humana por su convivencia más armónica con Dios, con nosotros mismos, con nuestros semejantes y con las cosas del universo.



CAPÍTULO 1 – EL CONTEXTO DE LA FILOSOFÍA



La cultura occidental, como toda otra cultura, se erige sobre los pilares del saber supuestamente revelado, que son los mitos, y del saber adquirido por la experiencia. Mi propósito es indagar sobre el segundo pilar, que en la cultura occidental ha tenido un imponente desarrollo. No obstante, éste se encuentra peligrosamente escin­dido en las dos ramas del conocimiento objetivo, la filosofía y la ciencia. En la indagación de estas dos ramas del saber, que será la materia de este libro, se procurara encontrar la forma de articularlas de modo de superar las contradicciones.


El contexto cultural e histórico


No sería exagerar demasiado si se afirmara que el saber y la verdad en la cultura occidental se sostienen básicamente sobre dos pilares principales; ella ha asumido, haciendo suya, dos vertientes de sabiduría que le han resultado decisivas y esenciales. Una de éstas es la creencia en el Dios del Pentateuco, de Isaías, de los Evangelios, de san Pablo. La otra es el valor dado al conocimiento objetivo en nuestra confrontación con la realidad, y que fue la herencia recibida de los antiguos filósofos griegos. Otros elementos culturales, muchos de ellos indudablemente importantes y algunos con valor permanente, y aunque no sean además compartidos por otras culturas, no definen la cultura occidental como aquellos dos pilares.

Podríamos entender por cultura occidental el funda­mento filosófico y religioso específico que sirve de directriz a tantas culturas particulares que se han desarrollado o que se están desarrollando geográficamente en Europa y América europeizada, desde los tiempos del Imperio Romano. Por otra parte, podríamos entender por civi­lización el grado de conocimiento científico y tecnológico, junto con el uso de técnicas. De ahí que una cultura se circunscribe a un pueblo particular, pero trasciende el tiempo, mientras que una civilización se circunscribe a una época particular y trasciende en gran medida los límites geográficos. Una cultura es el conoci­miento permanente de un pueblo, cuya calidad puede variar, mien­tras que una civilización es un conocimiento transitorio con un grado cuantitativo, junto a un grado de acumulación de bienes; corrientemente crece y es compartida por muchas culturas. Una cultura está muy relacionada con el modo de vida particular de un pueblo, y el modo de vida depende en gran medida de los modos de producción y de subsistencia. Un pueblo que transita de un modo de vida de cazadores-recolectores a uno de pastores-cultivadores, y después a uno agrícola-comerciante, para llegar a uno industrial, sin duda que debe ir adaptando la cultura a estas distintas modalidades. Las técnicas y los conocimientos científicos ayudan en cada etapa a una mejor subsistencia.

La importancia de toda cultura desde el punto de vista del conocimiento es que constituye un sistema relativamente abierto y plural de lo que es aceptado y tenido por verdad por una colecti­vidad determinada. Una cultura se manifiesta a través de proposi­ciones y argumentaciones en forma de creencias, valores, ritos y normas. Tanto su contenido como la forma cómo se ha organizado nos dicen mucho respecto de los seres humanos, de cómo éstos se adaptan al medio ambiente, y de qué suponer que es la realidad. Del mismo modo, todo individuo es también un ser cultural que mira la realidad con los ojos de la cultura que ha recibido.

La cultura occidental tiene una identidad propia justamente porque los dos pilares del conocimiento mencionados la caracterizan, conformando un todo distintivo y determinante. Ambos pilares han tenido ciertamente un efecto decisivo sobre nuestra manera de pensar, en cuanto colectividad cultural. Ambos han sido fundados en dimensiones trascendentales de la realidad. Ambos conciben la naturaleza desprovista de dioses y regida por su propia causali­dad. Ambos han generado una permanente preocupación crítica res­pecto a las ideas, filtrando y reteniendo aquello que es conside­rado más objetivo. Ambos han proporcionado una perspectiva del universo que permite delimitarlo, desacralizarlo y separarlo absolutamente de Dios. Ambos han posibilitado su comprensión como objeto de nuestro conocimiento y también su manipulación como objeto de nuestra actividad creadora. De este modo, si supusiéra­mos que la totalidad de lo existente se identifica con el uni­verso, no tendríamos una perspectiva adecuada para considerarlo como objeto del conocimiento. También si supusiéramos que los dioses están tras su causalidad, no tendríamos la libertad para intervenir en ésta. Sólo inmerso en la cultura occidental me parece que es posible pensar objetivamente el universo y lo que contiene, inferir lo que lo transciende y conocer y utilizar su causalidad.

En nuestro caso, como miembros de la colectividad cultural occidental, poseemos un piso para un pensar objetivo y trascen­dental. Por una parte, somos herederos del patrimonio del saber objetivo acumulado y del método crítico que lo acompaña para incursionar en la realidad objetiva. Por la otra, poseemos una perspectiva del universo como una totalidad distinta de la divi­nidad. Será a partir de este piso que intentaremos describir la naturaleza del universo. Por ello, pienso que es pertinente describir, aunque sea brevemente, los orígenes de los dos pilares fundamentales que caracterizan la cultura occidental, pues nos definirá las condiciones históricas que establecieron el campo para el saber objetivo, crítico y trascendental del que somos depositarios.


La sabiduría revelada


Lo que caracteriza a la cultura occidental la ha proyectado a través de unos dos milenios. No deberá extrañar que una cultura pueda trazar sus raíces hasta tan antiguo, puesto que todo cuerpo cultural va construyendo muy lentamente, con el aporte relativa­mente exitoso de muchos, en forma aleatoria y mediante el tanteo, aquello que permite a los individuos de una colectividad relacio­narse entre sí y adaptarse al medio ambiente. También, lentamen­te llega a descartar aquello que va demostrando su obsolescen­cia. En el caso de la cultura occidental, los dos pilares han polarizado el flujo de conocimientos y han guiado el desarrollo de los pueblos que la comparten. Claro está, el cambio cultural no es ni gradual ni homogéneo, sino que en el proceso existen hitos distintivos y revolucionarios, y hace dos mil años atrás se produjo uno extraordinario.

En la historia particular de un pueblo semita se encuentra el origen de nuestra creencia en un Dios que no sólo es distinto del universo, sino que es su creador. Los hebreos habían sido originalmente un pueblo de pastores nómades que habitaban el territorio ubicado justamente entre los dos centros de intensa economía agrícola de la Antigüedad del Medio oriente, Egipto y Mesopotamia, y esta economía hacía muy poderosos y ricos a ambos centros hegemónicos. Desde la época de Abraham aquel pueblo, trashumante y marginal, había codiciado el modelo, ambicionando transformarse en agricultor, suponiendo como pueblos subdesarrollados de la actualidad que en la industrialización está la clave del éxito.

Los israelitas querían imitar a sus poderosos y ricos veci­nos, pues, observándolos, constataban que la base del poder político y económico era precisamente la agricultura. Ésta gene­raba un superávit de alimentos que garantizaba la supervivencia y posibilitaba que una parte de la población pudiera dedicarse a otras labores productivas y al mantenimiento de un fuerte poder militar para asegurar el predominio. Liderados por Moisés, proba­blemente un miembro disidente de la dinastía egipcia reinante, aquellas tribus que habían llegado no hacía mucho tiempo a establecerse en las riberas del Nilo, empujados por el hambre, y que habían sido reducidos a continuación a la servidumbre, se fugaron de Egipto. Tras un largo peregrinar, llegaron al valle regado por el río Jordán, ya ocupado por los cananeos, un pobre pueblo agricul­tor, a quienes combatieron para exterminarlos, echarlos y apoderarse de sus tierras, y con quienes finalmente se mezclaron.

En Egipto y Mesopotamia se habían desarrollado sendas es­tructuras políticas, las que estaban fuertemente centralizadas en torno a reyes-dioses, instalados en la cúspide de un poder abso­luto y autocrático. Este poder emanaba naturalmente del modo de producción agrícola, la cual era, por una parte, demasiado domi­nable y controlable a causa de la vulnerabilidad de los cultivos, y requería, por la otra, un fuerte poder central protector. En cambio, los hebreos encontraron, por oposición, su identidad y unidad política, no en una autoridad deificada, sino en la con­cepción de Yahvé.

Aquella idea, que comenzó con la noción de un dios tribal más, fue deviniendo, probablemente con la intención de superar las divinidades locales y vecinas en competencia, en la noción de un Dios no sólo extra-mundano, sino creador del universo y, por lo tanto, omnipotente y transcendente. Y este Dios había llegado a establecer una alianza legendaria, única, con Jacob y su descendencia. Ésta fue formalizada en la ley mosaica a través del trance colectivo por adquirir la identidad nacional. Esta alianza, que los constituía en el pueblo elegido por Dios, prohibía naturalmente la idolatría tanto de otros dioses tribales como de aquéllos de los vecinos centros de poder, al tiempo que les daba una fuerza colectiva extraordinaria frente a otros pueblos.

Dos características tuvo esta revolucionaria idea sobre la divinidad. Por una parte, para el ser humano (en el curso del libro, siguiendo la tendencia imperante, es preferible emplear el término “ser humano” en vez del tradicional “hombre” para evitar el equívoco de designar con la misma palabra tanto a los individuos de la especie como a los individuos del género masculino de la especie), la noción de trascendencia abrió en la historia una perspectiva de acción política y ética de múltiples implicancias teológicas. Por la otra, la noción de poder y justicia divina se convirtió en la esperanza de los anhelos libertarios, incluso hegemónicos, de aquellos pastores-agricultores, políticamente débiles.

Curiosamente, como si las estériles arenas y límpidos cielos nocturnos fueran simiente de vastos movimientos monoteístas, mil novecientos años después de esta alianza, otro pueblo semita de pastores nómades, que habitaban virtualmente esas mismas regio­nes, los beduinos de Arabia, reinauguraban el monoteísmo radical, esta vez impulsando una aventura de conquistas y expansión de éxitos sin precedentes, bajo la forma del Islam. El ejemplo de poder que recibieron los árabes no fue, sin embargo, el de una economía agrícola, sino el militar de los imperios contemporá­neos: el bizantino y el persa. Ellos pudieron constatar que el poder no proviene, en último término, del control sobre la econo­mía agrícola, sino del control sobre quienes ejercen el control sobre dicha economía. Como competidores en el dominio de pueblos, la cultura surgida de allí ha sido, y es actualmente, antagónica con la cultura occidental, lo que no ha ocurrido con el judaísmo, el que, después del año 70 d. C., acentuó su característica de constituir una transcultura de minoría para ocuparse principal­mente de aquellas funciones, especialmente económicas, prohibidas por la religión oficial. Al fin y al cabo, el valle del Jordán no era tan grande ni tan fértil como las tierras regadas por el Nilo, o por el Tigris y el Éufrates, y los judíos rescataron las tradiciones comerciales de su ancestral trashumancia.

Tiempo después, la concepción político-religiosa hebrea se encarnó, bajo la forma del cristianismo, en las gentes sometidas y las minorías del Imperio Romano. El Mesías, esperado emancipa­dor político del pueblo israelita, devino como Cristo-Rey-Dios en la persona de Jesús Nazareno en los cien años que siguieron a su muerte en la cruz. Jesús, siguiendo la tradición profética de Isaías, había proclamado un revolucionario mensaje de amor y fe, de acción y contemplación, de libertad y alabanza, de sacrificio y esperanza, de afirmación y humildad, de acción y piedad, anunciando la llegada del Reino del Dios y proclamando la misericordia divina para los humildes de corazón. Por su parte, sus seguidores termina­ron por liberar la tradicional concepción político-religiosa he­brea de su conexión con el “pueblo elegido” e, introduciendo categorías grecorromanas, la universalizaron, como convenía a un mundo ya internacional, e hicieron germinar la Iglesia, institu­ción encargada de llevar a cabo designios políticos de salvación de los justos, mientras se opacó la lectura del mensaje del Jesús histórico.

En el transcurso del tiempo, el cristianismo se extendió dentro de las fronteras del Imperio Romano, y de ser perseguido se hizo poderoso, instituyendo una Iglesia imperial. Tanto como llegó a penetrar en el poder político y dentro del mismo Estado, fue invadido también por la religiosidad indoeuropea de iconos, dei­dades y costumbres, trasvase que constituyó la Cristiandad. Esta nueva ideología político-religiosa, hecha a la medida de la cultura occidental, nació con el poder del emperador Constantino y fue articulada cien años después por san Agustín de Hipona. Entrañaba una división del universo en dos partes: la natural y la sobrena­tural, la profana y la sagrada, la terrenal y la celestial; pero íntimamente vinculadas, unidas dentro de una misma escala, como si pertenecieran al mismo universo. De ella, la sociedad y su estructura política no quedaban al margen, sino que le eran instrumentales. El objeto del Estado era la protección de la Iglesia, medio sacramental indispensable para la salvación de los fieles, único propósito de sus existencias terrenales. Así, en un grandioso orden que incluía todo el universo, la Iglesia transformó la religión que la había gestado cuando, por oposición al Estado, señaló que la salvación eterna es el fin último deseable de todo ser humano, que la actividad propia de supervi­vencia pertenece necesariamente al camino de la salvación eterna y que el camino de salvación consiste en una conducta acorde con los dogmas, mitos, ritos y cánones impuestos por ella. Mientras, la Iglesia se organizaba en torno al clero, el cual asumía un extraordinario poder al constituirse en palanca indispensable del mecanismo de salvación.

Después de que estas nociones integristas alcanzaran su máxima expresión en el siglo XII con el Papa Gregorio VII, Hilde­brando, la estructura política laica se fue recuperando y fue reconstruyendo lentamente y no sin grandes conflictos sus funciones inherentes y separadas de la religión, y ésta se fue haciendo más interior y personal. La Iglesia terminó por desmem­brarse, pero la cultura conservó el concepto de una divinidad distinta del universo, la dimensión de una trascendencia divina, la idea de una verdad revelada por Dios, la creencia en una acción divina de salvación en la historia y, sobre todo, la idea que por ser todos hijos de Dios y nos debemos amar los unos a los otros, todos somos iguales y debemos respetarnos, que son las ideas básicas que al cabo de 1800 años fructificó en la democracia.


La sabiduría natural


Por su parte, el origen del pilar de la sabiduría natural puede trazarse a los antiguos pueblos indoeuropeos: principalmen­te celtas, helenos, latinos, germanos y eslavos. Nómades del caballo y forjadores del hierro (y no por una superioridad étni­ca, como el racismo nazi pretendió), cada individuo concentraba suficiente poder para vivir en una condición de identidad propia, independiente y libre de todo sometimiento autoritario, pues cada uno era posee­dor de su caballo y de sus imbatibles armas forjadas en hierro. Esta característica estaba en radical contraste con lo que ocurría con los agricultores pueblos semitas, quienes se encontraban subyugados por poderosas teocracias surgidas a causa de la necesidad natural de protección demandada por la vulnerable producción agrícola contra la codicia de los vecinos. Un rey indoeuropeo, en cambio, era tan sólo un primus inter pares. No es de extrañar, en consecuencia, que la idea de democracia no cuaje bien en los pueblos semitas, incluso en la actualidad, ni tampoco en los pueblos de arraigado tribalismo.

Organizados militarmente, los indoeuropeos se transformaban en valerosos guerreros y constituían, con la aportación libre de sus armas personales, un poderoso poder militar, sobre todo cuando se enfrentaban a infantería con armas de bronce, reclutada a la fuerza y sin tener iniciativa alguna ni espíritu de cuerpo. La organización de estas estructuras guerreras permitió a estos pueblos dominar, en el transcurso del tiempo, desde la India hasta la península Ibérica y eventualmente los continentes ultra­marinos.

La libertad individual y la igualdad política posibilitaron la discusión de ideas que fructificaron en la filosofía y la ciencia dentro de aquel pueblo indoeuropeo que se estableció en las tierras bañadas por el mar Egeo. En contraste con los hebreos, quienes estaban preocupados por distinguir entre el bien y el mal, el pecado y el castigo, y lo que a Yahvé complacía o no, los antiguos griegos estaban inmersos en la distinción entre lo verdadero y lo falso, entre el ser y el no ser, entre lo uno y lo múltiple, y la naturale­za del universo y sus cosas. Del conocimiento generado por ellos la cultura occidental es precisamente heredera. En forma similar a como los hebreos asentaron el concepto de un Dios transcendente (en el sentido de ser de fuera del universo espacio-temporal), los griegos instalaron el concepto del ser trascendental (en el sentido de ser necesario para todas las cosas del universo y, por tanto, universal). Con la entrada en escena del cristianismo, que unificaba los pilares de las sabidurías tanto secular como revelada, resultó natural identificar ambos conceptos: lo transcendente y lo trascendente. Aunque claro, la noción de Dios se fue tornando más transcendente en una medida mayor que la noción de ser fue adquiriendo un sentido trascendental. Para rehuir del panteísmo, san Anselmo, Arzobispo de Canterbury en el siglo XI, imaginaba a Dios como aquel ser del que nada mayor puede ser pensado.

Otras manifestaciones de la libertad individual se fueron dando en el curso de la historia y en distintos lugares, como el Renacimiento florentino, o el despertar científico a partir del siglo siguiente, con Galileo. El conocimiento objetivo no se puede desarrollar donde las presiones políticas y religiosas, con todo su aparato envolvente y represivo, son muy fuertes para inhibir la libertad individual, como el mismo Galileo experimentó en carne propia.

Variados personajes de tan distintas épocas y de tan distan­tes lugares, como un Erasmo, un Bolívar, un Henry Ford, por nombrar a los primeros que se me viene a la mente, comparten un modo de ser particular que los distingue de personas de otras culturas. En general, ellos se ven a sí mismos como individuos enfrentados a un universo que es posible conocer, admirar y hasta dominar, y dependientes de un Dios transcendente, salvador y hasta providente. A lo largo del tiempo, los centros culturales de Occidente se han ido desplazando, y su extensión territorial ha ido sufriendo modificaciones tanto en tamaño como en ubica­ción, siendo la más significativa la incorporación de América a partir de hace justamente medio milenio y de Australia, hace poco más de dos siglos.

También la influencia de la cultura occidental sobre todas las otras culturas contemporáneas ha sido manifiesta, y ninguna ha podido sustraerse de sus efectos. Distinguiendo entre cultura y civilización, en que la segunda es el producto estético y técnico que resulta en cada momento de la actividad cultural, podemos explicar por qué la cultura occidental ha influido en las demás culturas, pero principalmente respecto a sus manifestacio­nes técnicas y, últimamente, científicas. La cultura occidental ha actuado sobre una naturaleza desacralizada y ha podido obtener el conocimiento científico y tecnológico que le ha permitido dominarla y acumular gran riqueza y poderío. Por lo tanto, se puede así afirmar que la técnicamente desarrollada cultura occidental ha tenido un impacto muy grande sobre las demás culturas del mundo, en las que mucho de sus creencias, valores y comportamientos de siglos han sufrido cambios irreversibles.



CAPÍTULO 2 - LA FILOSOFIA Y LA CIENCIA, LOS DOS PIES DEL CONOCIMIENTO OBJETIVO



En rechazo al mito y la superstición la filosofía surgió hace 2.500 años para conocer la realidad en forma objetiva. Desde el Renacimiento la ciencia ha venido criticando la filosofía por su dualismo y la ha suplantado como método de conocer. Ahora se ha visto que aquella no logra dar cuenta de las preguntas cruciales levantadas por ésta, sumiendo a la cultura contemporánea en el relativismo. Ambas ramas del saber objetivo tienen no sólo su legítimo lugar en el conocimiento objetivo de la realidad, sino que se necesitan mutuamente. La filoso­fía debe ser validada por la ciencia para ser relevante y la ciencia solo puede encontrar su unidad y sentido en la filosofía.


La era de la filosofía


Exceptuando épocas de decadencia cultural, el discurso filo­sófico tiene ya dos mil quinientos años de historia. Su propósito ha sido siempre la comprensión de la realidad a través de la búsqueda del conocimiento objetivo y el rechazo tajante de su explicación a través de mitos, leyendas y magia. Ha llegado a formular las preguntas más profundas acerca de la exis­tencia y la realidad, del conocimiento y la moral, del significado y la lógica como jamás antes lo fueron, y aquéllas expresadas posteriormente han sido repeticiones de éstas, ocasionalmente más elaboradas y sofistica­das, algunas veces con novedosos enfoques, otras, con pocas luces.

Los aspectos más sencillos y simples de las cosas no suelen llamarnos la atención. Por el contrario, lo corriente es que pasen desapercibidos frente a sucesos más extraordinarios; y sin embargo, en ellos podemos justamente encontrar la racionalidad que nuestra mente demanda de la mutabilidad y la multiplicidad que vemos en las cosas. Ya los primeros filósofos de la Antigüedad habían procurado descubrir el sentido y la significación más profunda de las cosas en estos aspectos. Tales de Mileto (¿640-547? a. de C.), considerado el primer filósofo de la historia, supuso que la clave, aquello que podría conferirles unidad y verdad, es el agua, la que él consideró ser su elemento constitutivo. Había observado que el agua se evapora, haciéndose gas, y también se solidifica al congelarse. Prontamente esta idea fue desechada y sucesores suyos creyeron encontrar tal clave en los cuatro elementos reputados de transmutables: el aire, el agua, la tierra y el fuego. Estas materias supuestamente elementales podrían explicar la diversidad y el cambio en la unidad. Más tarde, otros confiaron tenerla en las hipotéticas partículas indivisibles o “átomos”, unidades últimas y más pequeñas que, agregadas y combinadas, constituyen la pluralidad y la mutabilidad de las cosas del universo. Otros más supusieron que la explicación de todo reside en la calidad mítica de los números.

Más tarde, en el quehacer filosófico de conocer el fundamento último de las cosas Parménides  de Elea (¿504-450? a. de C.) descubrió la idea del “ser”, noción que resultó ser verdaderamente embriagadora para todos los filósofos que le siguieron. El ser se identificó con el atributo de todas las cosas, ahora consideradas como entes, es decir, cosas referidas al ser. De ahí, el ser adquirió una doble dimensión. En tanto existe, el ser es múltiple y mutable, pero en cuanto es, el ser es uno e inmutable. Así, el ser comprende la necesidad y la universalidad, la unidad y la pluralidad, la inmutabilidad y la mutabilidad, siendo, en consecuencia, el atributo absoluto y último de todo: las cosas son en cuanto son, y ninguna cosa que es puede no ser. Por el ser, la pluralidad y la diversidad de cosas se relacionan en la unidad. Esto tiene dos implicancias: primero, el ser puede predicarse de todas las cosas y, segundo, por el hecho de que las cosas puedan relacionarse en el ser, ellas se nos hacen inteligibles. Para tener una idea de la importancia del concepto del ser, podemos imaginar que su descubrimiento para la filosofía fue análogo al del cero para las matemáticas. El descubrimiento griego de que todas las cosas son, lo cual implica que la aparentemente caótica multiplicidad y mutabilidad del universo es revestida con la perfección de la unidad e inmutabilidad del ser, fue un logro formidable. Desde su mismo descubrimiento el ser pasó a constituir el fundamento del discurso filosófico.

Sin embargo, un primer problema insalvable apareció en este discurso, y es que buscando superar la antinomia de lo uno y lo múltiple y de lo inmutable y lo mutable, las soluciones filosóficas propuestas han sido dualistas, entre una razón espiritual y una realidad material, negando la unidad natural del universo. La distancia entre los términos de la polaridad fue creciendo, debido justamente a un desconocimiento básico del funcionamiento de las cosas en el universo. En el transcurso del tiempo ella se ahondó hasta convertirse en la tajante dualidad que incluye los términos irreconciliables de espíritu y materia, llegando a establecer la imposibilidad de conocer las cosas en sí mismas. Tradicionalmente, la filosofía ha supuesto que la unidad y la inmutabilidad están vinculadas con la inmaterialidad de la idea, en tanto que la multiplicidad y la mutabilidad pertenecen a lo caótico del mundo sensible. De ahí se supuso que la idea debe ser concebida por una mente de naturaleza inmaterial y, por tanto, espiritual.
Además, tanto con el racionalismo como con el idealismo, la distancia entre lo caótico e informe del mundo sensible y el orden y eternidad de la idea fue acentuada intencionalmente tras la búsqueda de lo absoluto y lo perfecto.

Un segundo problema insalvable ha sido que la noción del ser presenta una radical limitación a nuestro conocimiento de las relaciones causales. Aunque el ser puede ser predicado de todas las cosas del universo y todas ellas se relacionan por ello en el ser, su afirmación, negación o inclusión no ha logrado generar conocimiento objetivo y confiable ulterior. Por explicar todo, en realidad no explica mucho. La metafísica del ser parte desde la certeza absoluta del ser, pero no tiene certeza alguna de que el camino no conduzca hacia la irrealidad absoluta. Desde este punto de partida no se ha logrado jamás trazar un camino sólido para el conocimiento sin sobrevalorar la capacidad de la razón, que es una facultad eminentemente subjetiva de cada individuo humano.

Ya Roger Bacon (¿1214?-1294) quiso liberar el conocimiento objetivo del vasallaje que imponía una filosofía puramente racionalista. En su Opus maius (1266) escribía: “Hay dos caminos para conocer: la razón y la experiencia. La razón nos permite sacar conclusiones, pero no nos proporciona sensación de certidumbre ni nos quita las dudas de que la mente está en posesión de la verdad, a no ser que la verdad sea descubierta por el camino de la experiencia”. No podemos negar la extraordinaria importancia que ha llegado a tener el método empírico en el conocimiento de la realidad y la obtención de la verdad. La ciencia moderna ha encontrado que la dualidad de la filosofía tradicional es un concepto arti­ficioso y erróneo, pues contradice la realidad que ha ido deve­lando, siendo la unidad del universo lo central de lo que ella ha ido descubriendo y siendo además lo múltiple y mutable su forma de ser que ella aúna en leyes naturales.


La irrupción de la ciencia


Sin duda alguna, el acontecimiento más importante de nuestra época, y que la caracteriza, ha sido, y es, el extraordinario desarrollo experimentado por la ciencia en el conocimiento de la realidad. Esta revolución del conocimiento ha ido sustrayendo importancia en forma creciente a la filosofía, que hasta entonces había ocupado el sitial de la sabiduría, monopolizando la verdad y arbitrando su certeza, por mucho que en el medioevo la teología hubiera pretendido usurpar tal posición. La naciente y revolucionaria percepción del universo que impulsó la nueva mentalidad surgida con el espíritu del Renacimiento estaba destinada a crecer y fructificar hasta llegar a alcanzar la conflictiva coexistencia entre la ciencia y la filosofía que se puede observar. Mientras la ciencia asciende triunfante, la filosofía decae persistente e irremediablemente. Además, la primera ha llegado a considerarse a sí misma como el único modo relevante del saber y a suponer que el discurso filo­sófico no tiene sentido. La segunda, batida en retirada, ha buscado refugio en algunas ramas secundarias de su otrora frondoso árbol de la sabiduría, tales como la lógica y el lenguaje.

El discurso científico es de factura relativamente reciente. Pero tal como lo fue el discurso filosófico en su inicio, aquél también tuvo un origen más bien modesto y cautelo­so. Como competidor en la explicación de la realidad, debió enfrentar el discurso filosófico que dominaba sin contrapeso en la vida intelectual, de la misma manera como éste debió enfrentar el discurso mitológico que anteriormente dominaba la cultura. El juicio que el poder y la tradición le hicieron a Galileo había tenido su paralelo en el de Sócrates. Tal vez, lo establecido nunca ha sido tolerante con lo nuevo.

Mientras la filosofía ha estado cediendo terreno, estancada dentro de su amurallada y abstracta fortaleza conceptual, la ciencia, mediante una nueva pero simple metodología, ha ido edificando paso a paso de laborioso trabajo experimental, analítico y espe­culativo, de cooperación sin precedentes, un espléndido y luminoso palacio de conocimiento. Además, la segunda se ha ido cimentando sobre numerosas y brillantes intuiciones y descubrimientos aportados a un ritmo creciente desde la revolución de Nicolás Copérnico (1473-1543) y las experimentaciones de Galileo Galilei (1564-1642). Ha ido acumulando un gigan­tesco volumen de conocimientos, fruto de innumerables observacio­nes, investigaciones, hipótesis, experimentaciones, modelos y teorías. Ha caracterizado y modelado nuestra era. En fin, ha ido develando, en su evolución, una realidad tan compleja y maravillosa que no solamente ha opacado la tradicional sabiduría filosófica, sino que ha desnudado sus fundamentos teóricos y los ha encontrado irreales.

La búsqueda del orden racional en una realidad que se presenta caótica por su multiplicidad y mutabilidad ha sido una inquietud humana permanente. Así como las moléculas de un cristal líquido se alinean ordenadamente al ser polarizadas, la cuestión ha sido encontrar la polaridad. La representación del objeto de la metafísica tradicional llegó a convertirse en algo atemporal, sin pasado ni futuro, y puramente nominal, sin referencia a las cosas de la realidad. Ni siquiera Aristóteles, quien estaba profundamente preocupado por explicar el cambio, pudo advertir la íntima relación del ser con su causa, sino sólo de modo tangencial, cuando postuló una causa final, una teleología, como causa del acontecer. Por el contrario, para la edad científica, el ser inmutable, atemporal y nominal es perfectamente irreal. La ciencia reconoce las cosas justamente por sus relaciones causales, preocupándose tanto por el origen de ellas como por lo que transforman. Más que andar tras los trascendentales del ser (unidad, verdad, bondad), en su mira están la energía, el cambio, la causa, el efecto, el tiempo y el espacio.

La ciencia ha centrado su interés en la relación entre la causa y su efecto precisamente de lo mutable, llegando a descubrir experimentalmente en las cosas el orden racional con el carácter universal de leyes naturales. No debe extrañar, en consecuencia, que ella haya encontrado irrelevante el ser metafísico y carente de sustento real las categorías puramente de carácter racional y lógico que los diversos sistemas metafísicos tradicionales han construido, deducidos únicamente del contenido conceptual del ser y atados al prejuicio de una realidad sensible caótica y un universo dualista. En consecuencia, desde el auge de la ciencia moderna, mientras los filósofos se empecinaban en mantener vigente el concepto de ser, nuestra cultura iba quedando huérfana de sistemas conceptuales unificadores que dieran racionalidad a una realidad que, para el gusto tradicional, se iba tornando excesivamente compleja, dinámica, macroscópica y microscópica.

En el terreno práctico del hacer, tan propio del homo faber, la ciencia ha brindado el apoyo teórico para la explosión tecnoló­gica desencadenada por la Revolución Industrial, la que ha catapul­tado nuestra civilización a todos los confines de la Tierra, incluso hasta fuera de ella, y a estadios nunca antes imaginados, al menos por la enorme cantidad de fuerza movilizada, poder adquirido, control ejercido y sistemas creados. La ciencia, junto con el mismo proceso de conocimiento teórico de la realidad, genera el conocimiento tecno­lógico. En efecto, la ciencia teórica, que demuestra la causalidad existente entre las cosas por el método empírico y formula una idea de ello, es la misma de la tecnología que, por medio de la inven­ción, demuestra cómo las innovaciones cambian nuestra existencia. Antes de que una idea pueda ser aplicada en forma práctica, debe ser formulada en forma teórica. Las ideas sobre masa, carga eléctrica, energía, fuerza, movimiento, cam­bio están en la base del conocimiento tanto de los investigadores como de los inventores. El conocimiento del calor, la presión, la resistencia, el caudal, el peso, la velocidad, etc. y sus relaciones, expresado además en lenguaje matemático, ha permitido transformar y controlar el medio.

El ser humano es el único ser que actúa según los planes de futuro que continuamente formula; el solo hecho de adquirir la capacidad a través de la ciencia para predecir los acontecimientos ha producido en la civilización una completa revolución en el dominio sobre la naturaleza. La ciencia, en su afán por explicar los acontecimientos que tienen lugar en el universo y por descifrar la causalidad exis­tente en las relaciones entre las cosas, no deja ningún fenómeno a su alcance sin explorar, observar, investigar, probar, exami­nar, estudiar, experimentar y analizar. Solo hasta recientemente en la historia de la humanidad, se ha conseguido de manera com­pleta la estrecha relación mutua entre las hipótesis y las teorías, y la experimentación y la observación. Observando y experimentando las fuerzas existentes dentro y entre objetos tales como partículas nucleares, ADN, sociedades humanas o cúmulos galácticos, y penetrando en sus intrincadas y complejas estructuras y organizaciones, la ciencia no solamente ha hecho surgir el conocimiento de mecanismos y procesos causales que hasta entonces eran desconocidos o no tenían explicación objetiva, resaltando la importancia de estas mismas estructuras y fuerzas, sino que también ha podido predecir los acontecimientos que primeramente intentó explicar.


El ímpetu de la ciencia


Desde siempre el ser humano ha comprendido que las cosas tienen un comienzo, sufren transformación, se manifiestan, subsisten por un mayor o menor tiempo y se acaban. A partir de los antiguos griegos, sabemos que el cambio en una cosa ocurre por la interacción de sus partes o por la acción con otras cosas, y no por el efecto del poder de la magia, de dioses o del destino. La naturaleza causal del universo y sus cosas ya resultaba evidente en tiempos de Isaac Newton. En los siglos posteriores se percibió con mayor claridad que la realidad consiste fundamentalmente en el cambio producido por las fuerzas existentes en la naturaleza. A comienzos del siglo XX, las dos teorías más revolucionarias de ese siglo, la de la relatividad y la mecánica cuántica, que se basaron en el comportamiento del fotón, la partícula de que se compone la luz, asentaron definitivamente aquella idea. En la actualidad, podemos con­cluir que todas las cosas, como también sus componentes y los sistemas de los cuales forman parte, están organi­zadas estructuralmente y relacionadas causalmente mediante la fuerza. Cambian y se transforman siguiendo, de acuerdo a sus funciones específicas, pautas precisas y establecidas, en una secuencia temporal y abarcando un espacio determinado, de modo que el determinismo de la causalidad puede ser conocido, derivando de aquél leyes naturales.

Mediante su propio método la ciencia logra relacionar un efecto con su verdadera causa, destruyendo contundentemente en este proceso la superstición y la magia. El método científico, forjador de la mentalidad contemporá­nea tan ajena a la mitología, se basa en la secuencia observación-hipótesis-experimentación-verificación-inducción. Somete los resultados al rigor del número y la medida, hasta llegar a cono­cer las leyes que gobiernan los acontecimientos y a construir modelos y teorías. Aunque se trata del conocimiento de la relación de la causa con su efecto, el experimento científico difiere de la expe­riencia cotidiana en que el primero es guiado por una hipótesis o una teoría matemática, que plantea una pregunta y es capaz de interpretar la respuesta. Posibilita comprender los fenómenos de la realidad que de otro modo permanecen inasibles. Enfrentada a la realidad objetiva, la ciencia observa y analiza las estructuras de las cosas, y experimenta con las fuerzas que intervienen en organizarlas; formula hipótesis acerca de la funcionalidad de las cosas que son causas o son efectos; verifica experimentalmente las hipótesis tantas veces como la necesidad de la certeza lo exija; prosigue por describir los mecanismos, y mide los procesos por los cuales las cosas cambian y se transforman e influyen sobre otras cosas; luego continúa por relacionar suceso tras suceso, llegando a descubrir su ley de conexión; termina por construir modelos y teorías para explicar ciertas relaciones invariantes que no se pueden observar directamente en la naturaleza. Así, pues, tanto hipótesis como leyes, tanto modelos como teorías, juegan su parte en la principal función de la ciencia, cual es explicar cómo funciona la naturaleza.

La denominación “experimental” o “empírica” que recibe la ciencia significa que proviene del hecho de que las verdades que enuncia pueden ser sometidas a la verifica­ción experimental. Sin embargo, la ciencia no parte necesariamente a posteriori, por inducción, de pruebas empíricas; también sus hipótesis, modelos y teorías nacen de intuiciones a priori, como a menudo ha sido el caso. Ejemplos de leyes descubiertas y teorías enunciadas hay muchos en los que el científico tuvo la intuición, deduciendo osadas conclusiones de algunos hechos cotidianos, o representando con gran imaginación la realidad posible, y sólo después se realizaron los experimentos que vinieron a confirmar lo primeramente afirmado.

Lo que hace que una verdad tenga validez científica es que pueda ser sometida a la experimentación para verificarla, independientemente de si su origen estuvo antes o después de la experiencia. Una explicación científica no sólo debe ser relevante, también debe poder ser verificable empíricamente. Sin embargo, el marco teórico que unifica los distintos fenómenos no surge de la acumulación de hipótesis verificadas. Nada hay en el conocimiento analítico de hipótesis que posibiliten la elaboración de la teoría. Una teoría científica es una síntesis abstracta que la mente humana efectúa tras considerar una cantidad de fenómenos científicos para llegar a una unidad, que es válida mientras no sea contradicha por otra evidencia científica, que es indemostrable, que es resumida en unos pocos postulados científicos, y que puede ser codificada y descrita matemáticamente. Sus predicciones deben concordar con las observaciones y experimentaciones.

Una hipótesis es una interrogante que surge en el proceso del conocimiento de alguna relación causal, y demanda respuestas que son provistas por el método científico de la experimentación y la observación, entregando mediciones lo más precisas posibles. Un modelo es una descripción a escala antropométrica de fenómenos imposibles de ser observados directamente, como el átomo, el ADN, el interior de la Tierra, pero del que se pueden observar, medir, explicar, analizar y predecir los procesos implicados. Una teoría es una explicación conceptual y lógica de sistemas basada en la conexión causal de sus componentes relevantes.

A pesar de que se ha empeñado en enfrentarse directamente con toda la infinitamente compleja dimensión de la realidad, la ciencia se ha constituido en un instrumento extraordinariamente eficaz para conocerla en forma objetiva. A través del método empírico la ciencia continúa, cada vez con mayor interés y recur­sos, cubriendo mayores espacios de la realidad, penetrando en lo más recóndito de las cosas e investigando sus múltiples e intrincadas relacio­nes de causalidad. Cada nuevo descubrimiento científico es una conquista de lo misterioso. Si la filosofía logró expresar el principio de no-contradicción, por el cual se afirma que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo, con cada descubrimiento la ciencia esta­blece leyes que van carcomiendo el indeterminismo aparente de la realidad, del que en tiempos pasados resultaba la imagen de caos con la que muchos filósofos la habían identificado. Como van apareciendo a la ciencia, las cosas del universo, no sólo no pueden ser y no ser al mismo tiempo, tampoco pueden ser de alguna u otra manera, pues dependen de relaciones de causa y efecto muy deter­minadas. Ellas son además posibles de conocer, de modo que la realidad ha ido emergiendo como un todo muy organizado y comprensivo, muy lejana de la concepción idealista que la desechaba como caótica.

La ciencia penetra hasta lo más recóndito en cada escala de fenómenos que estudia, descubriendo la individualidad de las cosas de entre la multiplicidad. Así, llega a determinar que todo es discreto y que nada es continuo en la escala que analiza. Lo que analiza son relaciones puramente causales entre entidades dis­cretas. El dinamismo que percibimos corresponde a la multiplici­dad de cambios mecánicos que son apreciados desde una escala superior, donde aparecen como procesos continuos. Puesto que en la reali­dad todo es discreto si se llega al fondo de la escala de inte­rés, todo es cuantificable, y si es cuantificable, todo está sujeto a las operaciones matemáticas. Es por ello que el lenguaje que emplea la ciencia sea justamente las matemáticas.

La ciencia incursiona en la realidad desde el mundo micros­cópico hasta el mundo macroscópico, y en procesos en los cuales no tenemos un acceso directo sin utilizar instrumentos especial­mente confeccionados. Incluso aquello que es observable sale tan lejos de nuestra experiencia cotidiana que resulta difícil imagi­nar y menos describir. Otros fenómenos, en cambio, no pueden ser observados ni medidos directamente, pero la ciencia los supone teóricamente. Por ejemplo, las unidades subatómicas podemos des­cribirlas como partículas cuando se comportan como tales, y también como ondas cuando tal es el caso, siendo ambas caracte­rísticas contradictorias en nuestra dimensión antropométrica, por lo que nos es inimaginable el aspecto undicorpuscular que aqué­llas puedan tener en realidad. Aún así, la ciencia hace un modelo para la estructura y la función, y lo somete a ecuaciones matemá­ticas, logrando con este modelo interpretar la realidad de un modo adecuadamente objetivo y obteniendo información certera y precisa.

Cada nueva hipótesis, modelo y teoría que se incorpora al cuerpo del conocimiento científico, pasando a integrarse a éste, supone su aceptación por parte de la comunidad científica, donde el cuerpo del conoci­miento científico es el conjunto de hipótesis y teorías aceptadas hasta el momento presente. Por otra parte, esta sensible y atenta comunidad persigue eliminar cualquier error y contra­dicción que pueda emerger con los nuevos y continuos aportes de conocimiento, pues, siendo su aspiración la construcción de un cuerpo de conocimiento comprehensivo y unitario, y que al mismo tiempo no contenga error, está dispuesta a abandonar o modificar cualquier hipótesis o teoría previamente aceptada si se comprueba contra­dicción con un nuevo aporte que se demuestre cierto.

Sin embargo, no todo nuevo aporte significa recíprocamente algún abandono de algo que había sido aceptado previamente, sino que corresponde al necesario esfuerzo por ser lo más preciso y objetivo posible frente a una realidad en apariencia infinitamen­te compleja. Frecuentemente, los nuevos descubrimientos científi­cos significan perfeccionamiento de anteriores teorías. Conside­remos, por ejemplo, las teorías acerca de las órbitas descritas por los planetas. Copérnico, influenciado probablemente por Aris­tóteles, supuso que éstas son círculos. Más tarde, Juan Kepler (1571-1630), sin rechazar la conclusión de Copérnico, pero precisándolo, dedu­jo que son elipses. Posteriormente, Isaac Newton (1642-1727) determinó, con aún mayor precisión, que las órbitas planetarias son curvas más complejas que derivan de la combinación variable de las fuerzas gravitacionales de los distintos cuerpos celestes que actúan. Mucho después, Albert Einstein (1879-1955) infirió que las trayectorias descritas por los planetas son líneas geodésicas trazadas en el continuo espacio-temporal que se curva a causa de la presencia de masa. Lo más probable es que, a causa de que la explicación de la gravedad hecha en la teoría general de la relatividad resulte errónea por identificarla con la inercia, un nuevo aporte signifique un perfeccionamiento o un avance en una nueva y distinta teoría.

Por otra parte, a pesar del interés que caracteriza a la comunidad científica por develar la verdad, muchos científicos están mucho menos preocupados por llegar a la verdad, como Aristóteles idealizaba, que en adquirir prestigio y poder. Gran parte de los científicos son únicamente profesionales que reciben sus sueldos de poderosas instituciones estatales o privadas que tienen inte­reses muy concretos y mundanos. Gran parte de ellos comparten o abundan en las ideas gregarias que son demandadas por el público más versado y que son satisfechas por las repetitivas publicaciones de divul­gación científica. Si la ciencia está comparativamente detenida en la actualidad, a pesar de los enormes esfuerzos de multitudes de científicos y de los inmensos recursos económicos que se gastan, es debido probablemente a que existen grandes intereses que obliga al establecimiento científico a refugiarse en una burbuja con grueso cascarón. Penetrarlo con una teoría alternativa resulta casi imposible. La evidencia contradictoria a una teoría ampliamente aceptada o es manipulada o se intenta curiosas interpretaciones teóricas. Otra razón para este desbarajuste con la objetividad esperada es que el científico puede conocer mucho de su estrecho campo, pero ser un ignorante en relación al resto de la realidad. En fin, puesto que de una mayoría de científicos no emerge necesariamente una teoría unificadora, quien la propone debe vencer una gran resistencia de personas que han logrado una alta posición de poder.

En consecuencia, la verdad científica no se encuentra en el consenso subjetivo e interesado de algún grupo mayoritario de destacados científicos, sino que en los aportes cada vez más precisos de científicos que describen la realidad, la cual se va haciendo cada vez más compleja en la medida que va siendo devela­da. Además, el problema de la verdad científica es que, cuando la oferta de recursos y prestigio es infe­rior a la demanda, los hallazgos efectuados fuera de este reduci­do ámbito monopolizado por “la ciencia” no tienen oportunidad de llegar a ser aceptados. La ciencia, que debiera ser un espacio abierto para todo aquel que tiene un aporte que hacer, llega a ser propiedad del establecimiento científico que maneja los re­cursos económicos y las publicaciones de prestigio.


Complementación


Una conclusión fácil que podría desprenderse de lo anterior es que la ciencia ha obtenido una merecida victoria sobre la filosofía gracias a su método empírico, el que ha resultado ser más certero que el filosófico en la búsqueda de la verdad objeti­va. Ciertamente, el grado de certeza de una proposición científi­ca es enorme a causa de la demostración experimental que permite la emisión de juicios a posteriori válidos. Sin embargo, este mayor grado de certeza en el ámbito de las relaciones de causa-efecto no justifica que la ciencia deba desplazar a la filosofía de su propio campo de acción, ni menos todavía, reemplazarla. No es posible aceptar el enunciado extremo de Bertrand Russell (1872-1970): “lo que la ciencia no puede decirnos, el ser humano no puede saber”. Por el contrario, tanto la ciencia como la filosofía son necesarias para comprender la realidad; cada cual con su propia óptica, su propio método, su propio alcance, sus propias conclusiones.

La ciencia y la filosofía no son muy diferentes entre sí en cuanto al propósito de conocer objetiva­mente la realidad. Ambas tienen el mismo objeto material o campo de estudio, que es todo el universo, y tienden su mirada inqui­sitiva a todo lo que las rodea. Ambas persiguen conocer las cosas como son a través de ellas mismas o de sus causas. Ambas buscan la certeza y tienen una postura permanente de crítica para impe­dir que se deslice el más mínimo error. Ambas aborrecen de los prejuicios y los mitos. Ambas tienen como única perspectiva la realidad. Ambas no temen a lo dramática que pueda llegar a ser la verdad que surge. Ambas tienen un lugar propio en nuestra actividad de conocer objetivamente la realidad. No obstante, podemos observar que desde la aparición de la ciencia ambas se han situado en posiciones tan distintas respecto a la concepción del universo y la metodología empleada para conocer, que el entendimiento mutuo ha llegado a ser aparentemente imposi­ble. Y desde hace algún tiempo atrás, la filosofía ha entrado en deca­dencia, prácticamente aplastada por el peso de tan poderoso adversario o, mejor dicho, por un hiperdesarrollo de la ciencia, que ha generado un enorme desequilibrio de la relación entre ambas fuentes del saber objetivo.

Mientras la ciencia se construye paso a paso por la labor progresiva de un científico tras otro, involucrando a cientos de miles de ellos, la filosofía es la labor solitaria e independiente de alguien que se pregunta por los problemas fundamentales e impere­cederos acerca de la naturaleza, del hombre y de Dios, y sobre la existencia y el sentido de las cosas. Mientras el conoci­miento científico es el resultado de la labor de muchos, el conocimiento filosófico es la recurrente lectura de aquellos que han formulado las preguntas fundamentales y han intentado respon­derlas. Mientras la ciencia penetra en lo complejo, la filosofía busca lo fundamental. Mientras el conocimiento científico es tanto acumulativo como perfeccionado, el conocimiento filosófico es la reflexión efectuada en forma renovada, generación tras generación, a partir de lo que en ese momento se conoce de la realidad para replantearlo todo. Mientras el objeto material tanto de la ciencia como de la filosofía es la totalidad del universo, el objeto formal de la filosofía es todo el universo como un todo que puede explicar sus partes, mientras que el de la ciencia son las partes que pretenden explicar el todo. Mientras la filosofía tiende a estudiar lo permanente, la ciencia estudia lo que cambia. Mientras la filoso­fía busca entender el sentido y la razón de ser de las cosas, la ciencia trata de descubrir las relaciones de causa y efecto que explican los mecanismos del cambio y la transformación de las cosas.

Específicamente, como lo expresara Alfred North Whitehead (1861-1847), coautor con el mismo Russell, mientras la filosofía busca justificar la verdad y explicar lo primero y más fundamental de las cosas, la ciencia permanece enteramente ajena a dichos propósitos. De ahí que, en general, el filosofar es algo que en los distintos momentos de la historia todo ser humano puede y llega a efectuar en mayor o menor grado, normalmente en forma parcial, inconsistente y contradictoria, según su propia visión de la realidad. Corrientemente, el filosofar es una actividad que se encuentra relacionada con el esfuerzo personal de algún pensador en particular que no está necesariamente vinculado al mundo académico y que llega a publicar su propia reflexión. Si en nuestra época la labor filosófica ha declinado, se debe al moderno mito que supone que la ciencia tiene la capacidad para dar respuesta a lo primero y más fundamental de las cosas. En menor grado, se debe al vertiginoso desarrollo que ésta está experimentando.

La ciencia centra su atención en conceptos trascendentales como materia, energía, movimiento, velocidad, cambio, causa, efecto, masa, carga, espacio, tiempo, etc., para  alcanzar nuevas y más amplias comprensiones de la realidad. Sin embargo, los principales conceptos científicos son en efecto filosóficos y muchos científicos se han conducido más bien como filósofos en la necesidad de comprender críticamente el significado profundo de la realidad que emerge de la observación y la experimentación. Si los mitos y leyendas de la tradición y las explicaciones acientí­ficas de los fenómenos de la naturaleza terminan por ser arrolla­dos y destruidos por la ciencia, las pre­guntas sobre las últimas cuestiones surgen una y otra vez, bus­cando siempre una renovada y fresca respuesta que la ciencia es incapaz de proveer.


Las insuficiencias de la ciencia


A pesar de su devastadora crítica sobre la filosofía, la ciencia no ha logrado sustituir el objetivo de este antiguo saber dedicado a dar respuesta a las preguntas más fundamentales de la existencia. Aunque día a día ella devela más trozos de verdad de aquella realidad que nos parece a primera vista tan caótica, en la escala de su quehacer la realidad como totalidad y unidad siempre permanecerá inasible. De hecho no sólo no ha sido capaz de dar respuesta satisfactoria a las preguntas que más nos inquietan, sino que su accionar ha corroído en tal grado a la filosofía que nuestra época se encuentra sin un rumbo definido. Comprender la existencia a través del conocimiento racional había sido precisamente el objetivo perenne y principal de la filosofía, y este vacío la ciencia ha pretendido ocuparlo, consiguiendo sólo que el prosaico e interesado comercio, con su implacable publicidad, se encargue de decirnos a cada instante qué es la felicidad y cómo alcanzarla, mientras la identifica con ninguna otra cosa que no sea el consumo de algún producto de la economía, incluidos los temas científicos de moda, como agujeros negros, dinosaurios, vida extraterrestre, y los pseudo científicos, como la Atlántida, Pié Grande, el Triángulo de las Bermudas, el tarot, Nessie y otras banalidades que apasionan a multitudes.

El mito de nuestra época es la creencia que la ciencia terminará por darnos las respuestas a las preguntas más fundamentales, como indicarnos cuál es el sentido de una vida que termina necesariamente en la muerte, cuál es la relación entre el ser humano y la naturaleza, qué conocemos, qué hace que la persona sea la finalidad del Estado, y otras preguntas aún más fundamentales como también más abstractas, como qué son el ser y la existencia, la esencia y la realidad. Para ello nuestra época ha puesto todo el empeño en el descubrimiento científico en la suposición que cuando el universo termine por ser develado, se habrá encontrado la luz. Sin embargo, son justamente la óptica y la metodología de la vilipendiada filosofía las que nos pueden proporcionar tales respuestas.

El referente filosófico del mito científico es que recopilando y analizando datos y más datos ad infinitum a través de la observación y la experimentación, se podrá progresivamente llegar a tener aquel conocimiento universal que buscaba Aristóteles y que Platón daba el carácter de absoluto. Sin embargo, aunque se llenen trillones de trillones de megabytes de información científica en la memoria de supercomputadores y se los haga funcionar interminablemente en análisis de datos, en esta escala seguiremos siendo muy ignorantes. La sabiduría se puede alcanzar solo a través de nuestra capacidad de abstracción en el silencio de la reflexión. No es la cantidad de datos, sino su relevancia y lo que nuestra mente consigue entrever lo que resulta importante. El mundo conceptual más universal es necesariamente más abstracto. Es de relaciones ontológicas cada vez más trascendentales. La inteligencia artificial podrá ser extraordinariamente veloz y procesar una infinidad de datos, pero difícilmente podrá suplantar la inteligencia humana en relacionar ontológicamente representaciones para llegar a conceptos más abstractos y universales.

Tras la intensa incursión de la ciencia en nuestra cultura, el saber objetivo se enfrenta con un problema. Éste se refiere a la más completa ausencia de un sistema conceptual que unifique la pluralidad de la realidad con el objeto de hallar su racionalidad última. La razón de que este sistema no exista en la actualidad se debe a que el sistema conceptual tradicional basado en el dualismo (léase idealismo, racionalismo, existencialismo, fenomenología, etc.), que ya alcanzaba alturas absolutas de conocimiento, terminó por caer desde aquellos mundos ideales y nominales, destruido estrepitosamente por la lógica de la ciencia y la certeza del conocimiento empírico.

Nuestra época, bautizada ya de postmoderna, ha tomado conciencia de dos hechos correlacionados: el derrumbe del saber filosófico a causa de la revolución científica, y el reconocimiento que el puro saber científico no puede reemplazar el saber filosófico. Los escritores que describen este fenómeno, llamado posmodernista, destacan que la realidad para nuestros contemporáneos ya no se concibe bajo un solo patrón racional, sino que se encuentra desintegrada en múltiples significantes sin explicación racional posible. La realidad aparece como una multiplicidad de fragmentos de imágenes y emociones carentes de sentido y, en consecuencia, resistentes a una comprensión totalizadora, negándose, por tanto, nuestra posibilidad para conocerla. La razón que estos escritores aducen para que el sujeto que conoce haya perdido su relación con la realidad es que el discurso relativista actual no se está refiriendo a objetos reales, sino que a objetos construidos por los medios de comunicación. Sin desmerecer esta explicación de orden comunicacional, pienso que en el fondo se encuentra la histórica destrucción de la tradición filosófica que ha buscado desde su origen la unidad cognoscitiva de una realidad que naturalmente nos aparece desintegrada.

Las teorías científicas construidas no alcanzan a dar racionalidad al conjunto del universo, que no es por lo demás el propósito de la ciencia, sino solamente a aspectos parciales del mismo, aunque aún ronda el mito que en un futuro la ciencia terminará por encontrar la fórmula unificadora del universo, intento que produjo muchas noches de desvelo al mismo Einstein. Además, por mucho que se concilien todas las teorías científicas en una gran teoría general que las englobe, ésta nunca podrá reemplazar a algún principio universal y necesario, propio de la filosofía, que pueda producir un orden racional para todas las cosas.


Conociendo con los dos pies


Lo que los conceptos científicos tienen de específicamente científicos es que se relacionan y se definen entre sí de modo matemático. Conocida es por ejemplo la expresión E = m·c². Así, mientras el conocimiento filosófico es el resultado del pensamiento humano en un esfuerzo crítico de abstracción, el conocimiento científico resulta de la aplicación de la aplicación de la lógica matemática a los parámetros de la naturaleza que se conocen a través del método empírico de verificación de hipótesis por medio de la experimentación. Es en el sentido de que la teoría es una síntesis conceptual que obliga a la ciencia depender del esfuerzo filosófico. En último término, la filosofía da sustento a la ciencia. A pesar de que la ciencia moderna se considera tan autónoma y autosuficiente que reniega de la filosofía, todos sus postulados son filosóficos. Esta complacencia la hace cometer serios errores. Por ejemplo, la cosmología moderna se erige sobre conceptos sobre qué son la materia, la energía, el espacio y el tiempo que merecen una crítica filosófica. Incluso para probar la validez de sus propias afirmaciones no trepida en gastar sumas de dinero extraordinariamente fabulosas en mantener miles de científicos, publicaciones, laboratorios, observatorios y satélites.

Aunque el cada vez más complejo entramado de teorías científicas responde con mayor precisión y certeza al “cómo son” las cosas, es decir, cómo están compuestas y formadas, cómo se comportan y funcionan, y al “por qué del cómo”, esto es, por qué las cosas subsisten e interac­túan, apuntando hacia las relaciones causales, no puede explicar­nos el “por qué de los porqués”, qué finalidades, sentidos, significaciones y valores tienen, y, en último término, por qué existen. Y si respondiera a estas preguntas, evidentemente ya no sería una conclusión científica. Para conocer esas “cuestiones últimas”, que confieren racionalidad a la realidad, a las cosas del universo, al mismo universo y especialmente al ser humano, ser que busca en forma perenne el sentido de su vida, no sirve la experimentación. Se hace necesario, en primer lugar, un esfuerzo analítico para entender la multiplicidad y la mutabilidad de las cosas, para pasar, en segundo término, a una comprensión sintética e integradora, en una escala superior de abstracción, a partir de la diversidad de la misma realidad que, tradicionalmente, la experiencia y, últimamente, la ciencia van relacionando causalmente en el curso de su quehacer. La comprensión sintética se efectúa a través de las relaciones ontológicas, comenzando desde lo más individual hasta lo más universal.

La diferencia fundamental entre la ciencia y la filosofía no reside en el campo de estudio, u objeto mate­rial, puesto que es el mismo para ambas, esto es, el universo entero. Se distinguen entre sí por el respectivo punto de vista, u objeto formal, adoptado sobre ese infinitamente vasto campo de estudio. Cuando la ciencia responde al “cómo son”, se interesa por la morfología y la composición de las cosas, y cuando lo hace al “por qué de los cómo son”, se preocupa por su funcionamiento y su génesis. Sus dos primeros objetivos (morfología y composición) consisten en la descripción de las estructuras y sus partes constitutivas, satisfaciendo el humano anhelo por clasificar, relacionar, catalogar y ordenar la pluralidad de cosas. Sus dos últimos (funcionamiento y génesis) analizan las funciones de las estructuras, su origen y su desarrollo, según los mecanismos de su interacción de acuerdo a relaciones de causa-efecto, para llegar a conocer su comportamiento y los procesos y mecanismos detrás de los cambios operados. De allí es posible inferir leyes naturales que son universales, pues podemos comprobar que las cosas se relacionan y cambian de modos muy determinados y uniformes, que son válidos para todo el universo.

Puesto que las cosas pueden agruparse de acuerdo a los parámetros morfología-composición-funcionamiento-génesis, surgen de la ciencia ramas específicas para ocuparse de esos conjuntos de fenómenos y relaciones. Alguien afirmó que la cien­cia es un cuerpo diversificado de conocimientos especializados. A medida que las cosas se analizan con mayor profundidad, deteni­miento y precisión, sus ramas se multiplican sin que se alcance a percibir aún límites prácticos, pues la información científica sigue fluyendo a raudales. Como ya alguien calculó, en la actua­lidad se publica anualmente más material científico y técnico como el que se publicó desde los albores de la civilización hasta la Segunda Guerra Mundial. Estamos siendo sumergidos por torren­tes de información, lo que no significa que estemos ganando en mayor sabiduría. Ocurre que la información puede analizarse y reanalizarse, pero no se convierte en sabiduría en esa escala. La razón es que la ciencia, en su cometido de responder a los infi­nitos comos de las cosas, se aproxima a la realidad de modo fragmentario y virtualmente dentro de muy pocas escalas, que son la de las relaciones causales, incluidas las hipótesis y teorías, y la de las leyes, incluidos los modelos.

Una filosofía fundamentada en la ciencia, más que las tenta­tivas interdisciplinarias, debiera constituirse en el punto de encuentro de la multiplicidad de ramas científicas. Hacia esta filosofía debieran concurrir las diversas ramas para reencontrar su quehacer final y su significación, establecer su identidad y subordinar su parcela de conocimiento a la tarea de la compren­sión del todo y de las últimas cuestiones, es decir, de los “por qué de los porqués”. La ciencia debiera encontrar en la filosofía su propia unidad, pues ésta engloba en una escala superior el amplio y variado conocimiento que la ciencia no consigue sinteti­zar. Es en la perspectiva de la convergencia que podemos entender la relación que debe existir entre la ciencia y la filosofía, pues la convergencia significa trepar a la escala de la sabiduría.

El conocimiento científico posee una completa continuidad en su desarrollo; cada nuevo aporte que algún científico entrega a la comunidad depende del conoci­miento obtenido anteriormente. Además, cada nuevo conocimiento alcanzado condiciona la totalidad del conocimiento científico del momento, pues las distintas ramas son interdependientes; cada nuevo aporte afecta el conjunto. En consecuencia, el conocimiento científico posee unidad en su desarrollo y en su variedad. La unidad del conocimiento científico proviene de la unidad del universo, el que es también materia del conocimiento filosófico. El universo que es conocido por la ciencia en cuanto a sus relacio­nes causales, a sus fuerzas, estructuras y funciones, es conocido por la filosofía en sus relaciones ontológicas, determi­nando su significación y su sentido. Mediante la relación causal, repetible, simétrica entre una causa y su efecto, la ciencia encuentra el orden en el caos aparente del mundo sensible. La filosofía, si no quiere quedarse en un mundo ideal de sólo relaciones ontológicas y sernos, por tanto, irrelevante, debe depender del orden que encuentra la ciencia.

Por parte de la filosofía, como su objeto formal es pregun­tarse por el por qué son las cosas, la respuesta no tiende a la disgregación de especializaciones tan característico de la cien­cia como resultado del análisis. La filosofía debe intentar descubrir la unidad sintética a partir de la diversidad, para llegar al sentido, significación y esencia última de las cosas y dar racionalidad tanto a la multiplicidad y la mutabilidad inhe­rente de la realidad como al progresivamente gigantesco tejido de teorías científicas que persiguen dicha racionalidad. Su legiti­midad es evidente si asciende para observar, desde una escala de mayor amplitud, nuestro universo múltiple y mutable regido por las leyes universales que la ciencia ha venido descubriendo.

En esta nueva reformulación de su quehacer la filosofía podría generar una nueva metafísica estructurada a partir del entramado de teorías y desde una perspectiva ubicada en una escala más amplia, hasta llegar a formulaciones acerca de la totalidad del universo que respondan al “por qué de los porqués”. La relación metafísica es la máxima expresión de las rela­ciones ontológicas que son generadas precisamente por el pensa­miento filosófico y de las relaciones causales que proveen la ciencia. Pero mientras la ciencia, empleando las relaciones causal y lógica, trata de generalizaciones de casos particulares experimentables y/u observables, la metafísica trata de la uni­versalización de las conclusiones generales de la ciencia que ella toma naturalmente como casos individuales o más o menos universales. Estas diferen­tes funciones es lo que distingue en el fondo a una nueva filosofía o más propiamente una nueva metafísica.


Una nueva filosofía


Mi ensayo “Estructura, fuerza y escala”, en http://unihum3estructura.blogspot.com, muestra que la complementariedad “estructura-fuerza” constituye el principio universal, unificador y ordenador de las cosas que está urgentemente en demanda, no contradiciendo el ser metafísico y compatibilizándolo con la ciencia. Muestra también que ella resulta ser el producto de lo develado por la ciencia referido a la causalidad y a las leyes universales de la naturaleza, pero en una escala superior, aquélla que posee la trascendentalidad de lo universal y lo necesario.



CAPÍTULO 3 – EL DISCURSO FILOSOFICO HISTORICO



El discurso filosófico histórico, que buscaba desde sus inicios encontrar la significación y el sentido último de las cosas, partió con gran realismo en la antigua Grecia. Pero al poco andar, seducido por el sentido trascendental que es posible extraer del caos aparente del mundo sensible, introdujo, a partir de los últimos presocráticos, una artificiosa polaridad entre lo uno y lo múltiple, debido justamente a un desconocimiento básico del funcionamiento de las cosas en el universo. La distancia entre los términos de la polaridad fue creciendo entre la inmuta­bilidad de la idea y la mutabilidad del mundo sensible, y en el transcurso del tiempo se ahondó hasta convertirse en la tajante dualidad que incluye los términos irreconciliables de espíritu y materia, y llegar a establecer la imposibilidad de conocer las cosas en sí mismas. Tanto con el racionalismo como con el idealismo, la distancia entre lo caótico e informe del mundo sensible y el orden y eternidad de la idea no sólo se hizo insalvable, sino que fue acentuada intencionalmente tras la búsqueda de lo absoluto y lo perfecto.


La realidad y la idea


La filosofía griega imprimió un sello tan característico al discurso filosófico que aún en la actualidad lo caracteriza. Llegó a formular las preguntas más profundas acerca de la exis­tencia y la realidad, del conocimiento y las cosas como jamás antes lo fueron, y aquéllas expresadas posteriormente han sido repeticiones de éstas, ocasionalmente más elaboradas y sofistica­das, algunas veces con novedosos enfoques, otras, con pocas luces, de modo que las preguntas de la filosofía griega han llegado a ser consideradas perennes. Ellos crearon la metafísica y la epistemología cuando opusieron la unidad e inmutabilidad de la idea a la pluralidad y mutabilidad de la realidad sensible, y se preguntaron cómo es posible la relación entre ambos mundos, entre sujeto y objeto, es decir, cómo nuestro intelecto puede o llega a tener ideas o representaciones en general sobre la realidad y qué es entonces la realidad.

No deja de sorprender que algunos hombres preclaros pudieran comenzar a tener conciencia, primero, de que las cosas del mundo pudieran relacionarse causal y naturalmente unas con otras, independientemente de fuerzas divinas y, segundo, que pudiera existir también una relación entre el mundo real y el mundo de las ideas, entre lo que existe alrededor del sujeto y el sujeto mismo. Las preguntas fundamentales, que tenían por propósito explicar la realidad tanto de las cosas como de las ideas, condujeron a la pregunta acerca de qué conocemos, lo que fue originando una epistemología más bien idealista y una metafísica ontológica. Y todo ello ocurrió no sin grandes tribulaciones en algunas rústi­cas pero pintorescas aldeas que tenían por escenario las abruptas tierras que emergían del azul mar Egeo de hace unos dos y medio milenios.

El punto de partida epistemológico elegido desde el princi­pio señaló que la facultad del conocimiento es la razón. Ésta fue concebida como un poder capaz de hasta armonizar los más diversos contenidos de conciencia en la unidad del ser. Considerada de naturaleza espiritual, eleva a los hombres y los coloca en una categoría especial y muy por encima del resto de los seres. Anaxágoras (¿500?-428 a. de C.), en su Naturaleza de las cosas, empieza diciendo: “Al principio todo era confusión, luego llegó la razón y la redujo al orden”. Este juicio resume la creencia griega de que por la razón, las cosas sensibles, sujetas a la mutabilidad y la multi­plicidad, se hacen inteligibles; no sólo entran a pertenecer a nuestro intelecto, sino que éste les impone orden, racionalidad, certeza y, por sobre todo, unidad. El arte griego clásico no es otra cosa que traducir esta idea a la estética, y el caos propio de la naturaleza se lo representó con formas ideales. Las colum­nas de sus templos son representaciones de troncos arbóreos que están coronados por capiteles, frisos y cornisas de ramas, hojas y flores, donde todo identifica lo ideal y la perfección con la simetría y el orden.

Los filósofos posteriores se interesaron mucho por explicar cómo este paso es posible. Aunque su interés era en gran medida científico, no poseían un método empírico para conseguir una explicación más valedera, ni menos una tradición científica que hubiera acumulado suficientes hechos experimentalmente verifica­dos y que los hubiera estructurados en hipótesis y teorías. Algunos indicaron que el paso se debe a la existencia de ideas innatas; otros, al mecanismo de abstracción por el cual el inte­lecto extrae la forma inmaterial y, por lo tanto, genérica de las cosas, dejando junto al objeto sensible lo individual, que es propio de lo material. Mucho tiempo después, en pleno siglo XVIII, algunos más supusie­ron que el paso se debe a la imposición por parte del sujeto de categorías a priori al objeto.

En el fondo de las diferencias de los diversos sistemas filosóficos estuvo la disparidad de explicaciones acerca del “cómo” del conocimiento, es decir, cómo la razón, o más propiamente las facultades cognoscitivas del sujeto, llega a conocer objetivamen­te la realidad. En lo que todos concordaron es que la razón adquiere (si se es realista), o posee de antemano (si se es idealista), una idea inmaterial y universal que representa una cosa material e individual. Lo decisivo fue suponer que el sujeto adquiere, en el acto de conocimiento, la idea, en cuanto unidad inmutable de algo inmaterial, de un objeto, en cuanto multiplici­dad mutable de lo sensible y material.

Es natural que el intelecto humano perciba la realidad como un conjunto de cosas que están en movimiento, cambio y transfor­mación, pues es de ese modo como la realidad se nos aparece. Lo que fascinó a los antiguos filósofos griegos fue intentar descubrir qué permanece inmutable a través del cambio y qué unifica la multi­plicidad. Deseaban capturar la esencia de las cosas en ellas mismas, en la suposición de que ésta es la que precisamente perma­nece inmutable, siendo universal y necesaria. Pensaban que la idea se encuentra despejando lo múltiple y lo mutable para que­darse con la unidad y lo permanente, elementos que pertenecen supuestamente a lo inteligible. Pensaban que lo múltiple y lo mutable opacan la verdad en la suposición de que la representa­ción es anterior a lo representado. Pensaban que el cambio y la multiplicidad, que se identifica con lo sensible de la realidad, no son parte de la esencia de las cosas, aquello que encierra la verdad última. Pensaban, en fin, que la posesión de las esencias inmutables y unificadoras de las cosas produce y garantiza la verdad absoluta, finalidad última del acto de cono­cer.

Aunque fueron los primeros seres en la historia de la humanidad que dieron explica­ciones sobre la multiplicidad cambiante que se observa en la realidad sin recurrir a causas extranaturales de orden mágico o mítico, estos antiguos filósofos prejuzgaron que la mutabilidad y la multiplicidad son signos de imperfección y, por tanto, contra­dictorios con el carácter de la esencia, reputada de eterna, absoluta, única e inmutable. Probablemente, de ellos nos viene el hábito intelectual de sustraer el ente del cambio de modo seme­jante a cómo una fotografía captura la inmovilidad sustrayendo la imagen del movimiento, o tal vez provenga de una característica humana determinada por nuestra capacidad intelectual para rela­cionarnos con el mundo. Así, Aristóteles (384-322 a. de C.) identificaba al ser con el acto y suponía que la tendencia natural de todo cuerpo es el reposo. La capacidad para cambiar, la potencia, es una caracte­rística vinculada con lo imperfecto.

Los filósofos griegos llegaron a adquirir una confianza ilimitada en la razón, facultad que supuestamente puede conocer la realidad objetiva en forma absoluta con la sola afirmación o negación de una proposición referida a la realidad. Supusieron sin crítica alguna que la afirmación o la negación acerca de todo contenido de conciencia suministrado por la experiencia posee un valor absoluto, aplicable con necesidad a todas las cosas simila­res. Al afirmar o negar la razón unifica, confiriendo por ese acto una cierta organización de certidumbre a la diversidad del contenido. Llegar a estas creencias tomó cierto tiempo.

Los primeros pensadores griegos, denominados filósofos por su amor a la sabiduría, comenzaron especulando, más con una perspectiva científica que filosófica, sobre la transmutación de las sustancias consideradas elementales: querían explicar el “cómo” de la mutabilidad y la multiplicidad más que su “por qué”, aunque no estaba ajena la inquietud de responder también esta segunda pregunta. No se sentían conformes con las explicaciones basadas en el capricho de dioses y demonios que intervienen en las cosas del universo para satisfacer sus impulsos, ni en las súplicas o amenazas que los humanos les dirigieran para desviarlos de sus propósitos y guiarlos hacia el propio interés. Suponían que tiene que haber un elemento que sirve de fundamento a la multiplicidad, en tanto que la mutabilidad debe regirse por normas fijas que son posibles conocer.

El primero de estos filósofos, y por tanto de toda la histo­ria de la filosofía, Tales de Mileto (¿640-547? a. de C.), supuso que el elemento común a todas las cosas es el agua, la que se transmuta para constituir la multiplicidad de cosas; el agua es el elemento inmutable que permanece a través del cambio y que, además, lo explica. Otros pensadores de la denominada Escuela Jónica asigna­ron ese papel a otros elementos o conjuntos de elementos. Tiempo después, algunos de ellos idearon el atomismo: las cosas no pueden seccionarse indefinidamente; en algún momento se tiene que llegar a una partícula indivisible y, por tanto, inmutable. De ahí, Pitágoras de Samos (¿580-500? a. de C) postuló más adelante la composición de los cuerpos basándose en números materia­les o puntos discontinuos de sustancia.

La conclusión que se impuso es que el todo puede ser expli­cado por la composición de las partes. Fueron precursores de la idea del ser: sobre aquellas unidades secundarias se destaca la universalidad primordial de un todo. Aunque el propio Pitágoras estuviera probablemente más interesado en explicar la materia en términos matemáticos cuando percibía que ésta se presenta de manera netamente estructurada, obedeciendo a patrones o leyes claramente determinados dentro de un orden natural intrínseco. Pitágoras estaba fuertemente impresionado por el hecho de que el tono de las notas musicales dependiera de la longitud de la cuerda y que la relación entre los tonos correspondiera a números enteros como factores de las longitudes. En aquel entonces, la idea de que el orden podía derivarse de las ideas se impuso sobre la de que éste podía derivarse de un mundo sensible relacionado matemáticamente, más propio de nuestra actual concepción del universo. En este respecto, Pitágoras se había anticipado a su época.

El paso siguiente del incipiente caminar de la filosofía sufrió una bifurcación. Por una parte, se tomó conciencia de que el todo buscado se identifica no con un elemento material subyacente en las cosas, sino que con la unidad inmutable del ser. Por la otra, la pluralidad y la mutabilidad de la realidad y de la experiencia no se pueden reducir a la nada. Un extremo de esta contradicción lo personificó Parménides de Elea (¿504-450? a. de C.). Él intuyó tan poderosamente la unidad del ser que llegó a identificarlo con lo indivisible, lo inmutable, lo homogéneo y lo inmóvil. En cambio, la multiplicidad y la multiplicidad, que incluyen la realidad sensible, son, en conse­cuencia, mera apariencia. Heráclito de Éfeso (576-480 a. de C.), por el contrario, adoptó la postura contraria. Identificó al ser justamente con la mutabilidad y la multiplicidad. Estaba obsesionado con el devenir de la realidad sensible, de la que, para él, es imposible concebir alguna unidad. Por lo tanto, al asumir la postura en favor de la pluralidad y el movimiento debió renunciar a la unidad inmutable del ser.

De este modo, a poco de la evolución de estas ideas, los filósofos antiguos llegaron a establecer la universalidad primordial del ser; pero enseguida entraron en el dramático problema de la oposición entre la unidad (Parménides) versus la multiplicidad (Heráclito) de la realidad sensible, entre el ser y el devenir, puesto que ambas posturas aparecían siendo verdaderas, pero con­tradictorias. De ahí que la primitiva confianza en la verdad filosófica quedara destruida, y el lugar del pensamiento fuera ocupa­do a continuación por los sofistas, personajes éstos relativistas y escépticos. Sólo hasta el advenimiento de Sócrates (470-399 a. de C.) la filosofía pudo retornar a sus verdaderos cauces.

El sustento de toda la anterior especulación había consistido en la suposición de que la afirmación objetiva necesite tan solo del principio de identidad para que ésta tenga valor absoluto. En el fondo de esta suposición había existido una triple creencia. Primero, que la idea es más real que la realidad sensible que representa. Este punto es de suma importancia para poder comprender en toda su magnitud esta errada creencia que ha gravitado en mayor o menor grado desde entonces en nuestra cultura. La idea pertenece al orden de lo inmutable y lo eterno y, por tanto, de lo absoluto. Segundo, la razón posee la llave que calza exactamente en la cerradura de la idea, sin entrar a preguntarse cómo esta relación es posible. Tercero, la unidad e inmutabilidad inteligible se opone a la multiplicidad espacial y a la mutabilidad temporal de la experiencia, la cual pertenece a un mundo caótico. En conse­cuencia, en la afirmación se supone que los contenidos de con­ciencia se organizan y ordenan, unificándose según pautas racio­nales y lógicas, y toda contradicción exige, por lo tanto, ser superada.

De esta manera, la búsqueda de una solución a la contradic­ción entre lo uno inteligible y lo múltiple de la realidad sensi­ble se instaló en la base del pensamiento filosófico posterior. Todo el esfuerzo epistemológico subsiguiente se centró en tratar de conciliar la unidad de la idea con la pluralidad de la sensación, lo cual pasó a constituirse en el principal problema filosófico. Como veremos, la solución fue metafísica y consistió en proponer forzada e equivocadamente la dualidad espíritu-materia para explicar por qué las cosas de la realidad objetiva tienen una contraparte en la razón, pues el concepto espíritu puede significar también todo lo inmaterial, como es supuestamente la razón y la forma.


Edad antigua


La era de los sofistas empezó a experimentar su ocaso cuando Sócrates procuró encontrar unidades conceptuales cada vez más generales referidas a las sensaciones múltiples. Afirmaba que el conoci­miento es posible gracias a que el alma espiritual es un princi­pio activo y que las ideas existen independientemente de las cosas.

Más tarde, Platón (428-347 ó 348 a. de C.) encontró los objetos de nuestro conoci­miento en las Ideas (logos) inmutables, subsistentes y reales, purgadas de inconsistencia e incertidumbre, y relegó el mundo sensible de lo mutable y lo múltiple a la mera apariencia. Con ello, estaba introduciendo por primera vez en la filosofía el problema de los universales. El mundo consistiría en universales e individuos. Éstos ejemplifican a aquéllos. Existen sillas, gatos, azules individuales, y también, universales ser silla, ser gato, ser azulado. La relación entre universales e individuos es como un original y una copia o imitación. Es una relación de ejemplificación o instanciación. Esta relación no debe ser confundida con la relación de género a especie, que es una relación de un universal a otro de menor jerarquía. El escarlata es una especie del género rojo, y el rojo es una especie del género color.

Preocupado con lo perfecto en la ética y las matemáticas, como la justicia perfecta, la virtud perfecta, el triángulo perfecto, Platón constataba que en el mundo sensible tal perfección no se encontraba. Supuso que estas cualidades perfectas, de las cuales los individuos serían sólo ejemplos, debían existir en algún lugar. Él introdujo la radical dualidad entre el mundo de las Ideas y el mundo de las sensaciones. Existe el mundo de los universales o las Ideas, donde se encuentra el caballo perfecto, el círculo perfecto, la bondad perfecta, y el mundo de las entidades imperfectas, que es el que experimentamos. Para él el concepto es el concepto de algo que es un universal. Mientras el concepto está en la mente, el universal existe en el mundo de las Ideas donde tiene sustento propio, autónomo e ideal. También los individuos que ejemplifican a los universales existen, pero en el mundo sensible. Podrá discutirse la afirmación que ninguna cosa resulta ser tan perfecta como la idea de la misma. Sin embargo, lo impropio fue que Platón diera el siguiente paso, el que fue ilógico e irreal: ninguna cosa de la realidad resulta ser tan real como la idea de la cosa; la idea existe más allá de la razón y la cosa fue disminuida a ser una mera apariencia de la idea. Esta doctrina de la dualidad tuvo desde entonces una general aceptación hasta nuestros días con consecuencias de lamentar.

Poco tiempo después, Aristóteles, rechazando la teoría platónica de dos mundos, creaba un nuevo sistema filosófico, difiriendo sustancialmente de Platón. El mundo de las Ideas no es más que una ficción metafísica. No obstante, él también aceptaba que no sólo los individuos, sino también los universales tienen existencia objetiva e independiente fuera de nuestra mente. Para él el objeto primario de la metafísica es el estudio de la sustancia. Ésta es aquello que existe en sí mismo y no en otro, y el accidente es aquello que tiene existencia como atributo o propiedad en la substancia. Esta distinción no es precisamente como la diferencia que existe en gramática entre sustantivos y adjetivos, pues los atributos son también sustantivos, como también adjetivos: la casa blanca y el blanco. De modo que los accidentes son los atributos de las cosas, entendiendo formas, colores, posiciones, tamaños, pesos, etc. Un universal es un atributo simple que es común a una cantidad de individuos. Los atributos no pueden existir sin individuos de la misma manera como los individuos no pueden existir sin atributos.

Aristóteles quería solucio­nar el problema que Platón había dejado sin resolver, esto es, la manera de cómo la mente llega al conocimiento de la reali­dad sensible. De ahí que afirmara, en primer lugar, que las ideas se originan en las cosas sensibles y son inmanentes a ellas. Las cosas están com­puestas por un principio material que produce la multiplicidad, llamada materia prima, y una cualidad cognoscitiva que conduce a la idea, que es la forma. La inteligencia inmaterial asimila (abstrae) sólo el elemento formal desindividualizado. La forma es lo que impone unidad e identidad a un contenido material cambiante, mientras que la materia aporta la individualidad.

En segundo lugar, la mente, que separa la forma de la materia y la abstrae para conocer, debe ser inmaterial, puesto que el elemen­to material de las cosas no puede asimilado por el intelecto, que tiene una naturaleza inmaterial. El elemento material es extenso y no cabe por consiguiente en la mente. En cambio, la forma es de su misma naturaleza. Ella pasa a ser un contenido objetivo de pensamiento, o esencia.

En tercera instancia, la forma, que junto con la materia, da existencia a una cosa individual, también representa la cosa y pertenece a la razón cuando ésta la abstrae. Ella no está individualizada, ya que está desprovista de materia. Por tal motivo, ella es referi­da al orden absoluto del ser. Un universal no admite diferencias en las cosas que lo poseen como atributo, estando idénticamente presente en éstos. El atributo azul, por ejemplo, no puede ser más claro o más oscuro.

En resumen, en contra de la dualidad platónica, la unidad del ser queda asegurada por la capacidad de la materia (materia prima) para informarse y constituir seres múltiples individuales, y por la capacidad del intelecto para “abstraer” formas y contener ideas universales referidas a la multiplicidad. Los universales existen en las cosas, y no antes, como en Platón. La dualidad forma-materia concebida por Aristóteles fue asimilada a la dualidad mente-materia de Platón, y el nuevo conjunto tuvo un profundo impacto en todo el pensamiento filosófico posterior. Pero no todo el pensamiento de Aristóteles es epistemología. Su preocupación es el devenir. En el movimiento hay una dualidad de materia y forma, de potencia y acto, y la base fundamental de toda su teoría del devenir es el principio: “la materia apetece la forma”. La forma es un factor teleológico que guía todo el devenir. La materia, al ser informada, deja de ser potencia y se actualiza.


Edad media


Después de Aristóteles y hasta la Escolástica, el aporte filosófico no añadió mucho que pueda ser analizado en esta breve obra. Desde la caída del Imperio Romano, durante 800 años, la teología neoplatónica, maniquea y ultramundana de san Agustín (356-430) predominó en el pensamiento de la cultura occidental. Sin embargo, conviene indicar que la dualidad metafísica se convirtió en dualismo moral. En una división de los seres según las categorías de lo bueno y lo malo, muy propio de aquella época oscura y mística, aquello concebido como más inmaterial se identificó naturalmente con la primera categoría y lo más material, con la segunda. La dualidad absoluta se convirtió en dualismo absoluto, incluso más relacio­nado con el maniqueísmo que con el platonismo.

Ya en el siglo XIII, el exponente principal del escolasti­cismo fue santo Tomás de Aquino (1225-1274). Él reeditó al recientemente redescubierto Aristóteles y lo precisó. Primero, el intelecto (intelecto agente) es causa activa del conocimiento, revistiendo con su unidad inmaterial la diversidad y produciendo el universal abstracto; y segundo, los objetos, que son meros datos finitos, están referidos a la unidad absoluta del ser en forma trascenden­tal y analógica, es decir, los seres participan del ser absoluto en cuanto son; esta relación constituye la esencia y la unidad inteligible de los objetos conceptuales.

La Escolástica albergó también al nominalismo. Esta corriente filosófica afirmaba que sólo las cosas individuales existen y todo aquello que tienen en común es el nombre que nosotros les damos. El universal es sólo un nombre, pero lo que nombramos es un individuo o una colección de individuos. Lo que los nominalistas no entendieron es que los universales no están designando cosas, sino que atributos de cosas que éstas tienen en común y que pueden ser compartidas por una cantidad de éstas. Si distintas cosas pertenecen a una misma clase, es porque tienen atributos en común, y estos atributos existen en la realidad, no sólo en nuestras mentes.


El racionalismo


La Escolástica no tardó en entrar en decadencia y tiempo después, ya en la Edad Moderna, Renato Descartes (1596-1650) intentó recons­truir una metafísica según la inalterable y tradicional aspira­ción de conocer la realidad objetiva en forma absoluta. Ocurrió que después del Renacimiento había surgido el problema de si podemos conocer las cosas tal como son, es decir, ¿son las cosas tal como las conocemos? El centro del problema era la cuestión de si la realidad puede ser conocida directamente o, más bien, mediada por nuestras representaciones mentales, esto es, a partir del propio sujeto cognoscente y no del mundo en sí. La realidad había dejado de ser evidente y se había tornado contradictoria. Resultaba entonces que el origen y el límite del conocimiento es el sujeto que conoce y que construye una realidad subjetiva.

Así, pues, el racionalismo le otorgaba un valor extremo a la razón entendida como la única facultad susceptible de alcanzar la verdad. Siguiendo la tradición platónica, los racionalistas afirmaban que la conciencia posee ciertos contenidos o ideas en las que se encuentra asentada la verdad. La mente humana no es un receptáculo vacío, ni una “tabla rasa” como defendieron los empiristas, sino que posee naturalmente un número determinado de ideas simples a partir de las cuales se fundamenta deductivamente todo el edificio del conocimiento. La característica fundamental de estas ideas es la evidencia, pudiendo así servir de fundamento para reconstruir con plena certeza el conocimiento.

Y esta vez, Descartes anhelaba darle al conocimiento el rigor propio de las matemáticas. El criterio universal de la verdad, en el ideal platónico de eterna, necesaria e innata, lo centró, después de dudar metódica y absolutamente de todo, en la intuición exclusivamente racional de ideas claras y distintas, materia de todo conocimiento verdadero. Con inalterable fe en las esencias eternas, se movió desde la duda metódica hacia las verdades absolutas, de las cuales encontró que la primera y más evidente es la de cogito, ergo sum. Ésta, de un subjetivismo absoluto, donde prima el sujeto sobre el objeto y la conciencia sobre el ser, le sirvió de punto de partida para deducir sistemáticamente una metafísica.

A pesar de ser un pensador tan marcadamente mecanicista, Descartes fundamentó su metafísica, no en el ser, sino que en la substancia, la que definió como “aquello que existe de tal manera que no necesita de ninguna otra cosa para existir”. Afirmó la existencia de tres substancias distintas: res infinita o Dios, res cogitans o pensamiento y res extensa o substancias corpóreas, lo cual lo condujo al establecimiento de un acusado dualismo que escindió la realidad en dos ámbitos heterogéneos, lo espiritual y lo corporal o material, aquello que conoce y aquello que sólo posee materia. Ambas substancias son irreconciliables entre sí y están regidas por leyes absolutamente divergentes.

El solo pensar en la existencia de lo inmaterial es razón suficiente para asentar la existencia del alma, que no es otra cosa que el pensamiento, la res cogitans, y que identifica con la conciencia. Por su parte, la res extensa es el ámbito del cuerpo, el que está circunscrito por algún lugar, llenando un espacio. Puede ser sentido por los órganos de sensación y puede ser movido por causas externas. El cuerpo es “espacio lleno”. Esta radical distinción acentuó la dualidad aristotélica y estuvo en el origen de una de las dos corrientes de la filosofía moderna, el racionalismo.

Aunque no fue adoptado por todos los racionalistas (Leibniz, por ejemplo), el mecanicismo fue el paradigma científico predilecto para la mayoría de ellos. Según éste, el mundo es concebido como una máquina, despojada de toda finalidad o causalidad que vaya más allá de la pura eficiencia: todo se explica por choques de materia en el espacio (lleno) y no existen fuerzas ocultas o acciones “a distancia”. El mundo es como un gigante mecanismo cuantitativamente analizable.

Posteriormente, Baruch Spinoza (1632-1677), heredero crítico del cartesianismo, afirmó la existencia de una única substancia, “Deus sive substancia, sive natura”, que le hizo desembocar en una postura panteísta: pensamiento y extensión son atributos de Dios, única substancia existente, por lo que tanto el pensamiento (alma) como las cosas materiales no pueden ser consideradas sino como sus modos, no como entidades independientemente existentes.

Un importante exponente del racionalismo fue Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716). Él adoptó un pluralismo metafísico que afirmaba la existencia de infinitas substancias simples o mónadas caracterizadas por ser inextensas, simples, impenetrables y dotadas de percepción y apetición. La mónada es una cierta energía, fuerza o entelequia (alma) que sigue el orden inexorable de una armonía preestablecida por Dios. Las mónadas contienen ("como semillas") una perspectiva parcial de la totalidad del universo, son un microcosmos en el que se refleja el macrocosmos.

En su libro Characteristica universalis Leibniz escribió, adhiriendo al pensamiento platónico: “... Platón... afirmó que todo auténtico saber se ocupa de lo eterno, y que los conceptos universales o las esencias poseen más realidad que las cosas particulares, las cuales participan del acaso y de la materia y consisten en un eterno fluir. El sentido nos proporciona más error que verdad; el espíritu... se libera de la materia en el puro conocimiento de las verdades eternas y alcanza con ello su perfección. Hay en nuestro espíritu ideas innatas, que nos representan las esencias generales de las cosas; nuestro conocer es, por tanto, un recordar (anamnesis)...” Leibniz distinguió las verdades de hecho de las verdades de razón. Las primeras son como que el día sigue a la noche y la noche al día, pero que no se puede inferir que así será necesariamente, en tanto que las segundas son propias de la matemática pura, la lógica, la metafísica, la moral, la teología natural y la ciencia natural del derecho. Para él las verdades de razón son enteramente ciertas, eternas y necesarias. Señaló que el dibujo de un círculo, aunque nos esmeremos en hacerlo perfecto, no se puede comparar con la idea de círculo, la que supuso innata, y el intelecto debe poseer estas ideas desde la eternidad.


El empirismo


Paralelamente al racionalismo, surgió el empirismo, principalmente en Gran Bretaña. Opuesto a una metafísica de verdades inmutables, eternas, necesarias y universales, el empirismo enfatiza el papel de la experiencia. El conocimiento se limita a la experiencia inmediata de la realidad sensible ligada a la percepción sensorial. El empirismo afirma que las verdades son adquiridas y que únicamente la experiencia sensible decide lo que es la verdad, como también el valor, el ideal, el derecho, la religión. Puesto que la experiencia no tiene término, la verdad nunca concluye, siendo todo relativo. El sentido adquiere hegemonía sobre lo inteligible, lo útil sobre lo ideal, lo individual sobre lo universal, el tiempo sobre la eternidad, el querer sobre el deber, la parte sobre el todo, el poder sobre el derecho.

Juan Locke (1632-1704) abordó, en su Ensayo sobre el entendimiento humano (1650), la problemática del conocimiento humano develada por la duda cartesiana, y desencadenó una contienda en torno a su fundamento, certeza y extensión, lo que imprimió su sello a toda la especulación de los siglos XVII y XVIII. El primer problema que se planteó fue acerca del origen del conocimiento, afirmando con gran sentido común, y contra Descartes, que en nuestra mente no existen ideas innatas, ya que los niños no las tienen y los adultos de diferentes culturas tienen distintas ideas y no tienen otras. Por el contrario, para él la mente blanca, limpia y sin idea alguna, quam tabulam rasam, se provee de éstas exclusivamente por medio de la experiencia. Supuso que todo lo que conocemos lo percibimos primeramente a través de los sentidos como impresiones simples, y luego la experiencia del sentido interno, que es la reflexión, el pensamiento, el razonamiento, la fe y la duda, componentes de nuestra conciencia, las modela y transforma en ideas complejas. Él supuso también que los sentidos perciben ciertas cualidades primarias que son objetivas, como el movimiento, el número y la forma. Pero también los sentidos reciben cualidades secundarias de la realidad sensible, como olores, sabores, colores, sonidos, durezas, temperaturas. Puesto que éstas son eminentemente subjetivas, variando de sujeto a sujeto, Locke renuncia al conocimiento de verdades objetivas y menos absolutas. Por su parte, el conocimiento llega a ser “la percepción de la conexión y conveniencia o desacuerdo y repugnancia de algunas de nuestras ideas,” y la verdad es cuestión sólo de palabras.

Sin embargo, todo el caso levantado por Locke en favor de una idea que proviene de la experiencia sensible se derrumba cuando, analizando lo que él entiende por idea, podemos concluir que no es otra cosa que una representación mental de un objeto sensible, lo que deberíamos llamar más propiamente “imagen”. Una imagen no es en realidad una idea en el sentido de concepto, sino que tan solo una de sus unidades discretas en una escala inferior. Debemos pensar, por el contrario, que una idea es más bien un concepto, una esencia o una parte de una relación ontológica, nociones que Locke expresamente rechaza. Tanto sus cualidades primarias como las secundarias son propiamente “accidentes”, en la terminología aristotélica de la metafísica, y no tienen existencia por sí mismas, sino en la substancia. Incluso la capacidad que Locke asigna a la mente para asociar y combinar ideas simples y producir así ideas complejas que pueden ser: de substancia (cosas individuales que existen), de modo (las que no existen en sí mismo sino en una substancia) y de relaciones (que describen asociaciones de ideas), no logra describir las relaciones ontológicas que la mente genera en su acción. 

Más aún, cuando él se refiere a abstracción, la define como la capacidad para generalizar en un nombre genérico para designar o nombrar de modo más práctico y simplificado los distintos individuos que se asemejan o que pertenecen a una misma especie. Su concepto de abstracción rompe con la abstracción aristotélica en cuanto a captación de la esencia de un objeto, y se queda sin explicar que nuestra mente pueda tener conceptos tan abstractos, como existencia, sustancia, ser, que dejan ya de representar inmediata o directamente los objetos sensibles individuales, pero que él los usa.

Tampoco Locke podría explicar qué es entonces lo que nos distingue de los animales, pues ellos también pueden tener igualmente representaciones mentales de los objetos sensibles y generalizar las imágenes de los individuos de una misma especie. Una cebra no se pregunta si el objeto que percibe es tal o cual leona para decidir huir. Corre para salvar su pellejo apenas percibe cualquier leona en pose agresiva por saber de antemano que toda leona puede atentar contra su existencia. Así, pues, la cebra llega a tener una imagen distinguible y genérica de leona. Una imagen genérica es incluso más de lo que el nominalismo propio de los empiristas estaba dispuesto a aceptar. Y si la cebra pone más atención en el objeto percibido, puede incluso percibir rasgos que llegan a corresponder a alguna leona en particular que ya conoce y cuya imagen guarda en su memoria. Estas imágenes incluyen color, sonido, olor, solidez, fuerza, extensión corpórea, figura, movimiento, peligro, amenaza y otras “ideas simples”, según el listado empleado por Locke.

Otro inglés y también empirista, David Hume (1711-1776), afirmaba tres cuartos de siglo después en su revolucionario libro, Investigación sobre el entendimiento humano, “todas nuestras ideas... son copia de nuestras impresiones...” Siguiendo a Locke, su filosofía se contrae a lo puramente inmanente, imaginario y subjetivo. Distingue en forma más estricta que éste entre impresión e idea (en itálica para designar, en realidad, imagen). La primera son las sensaciones, que son lo que perciben los sentidos en forma inmediata. La segunda son los contenidos mediatos, más débiles y pálidos que las impresiones, pero que constituyen el mundo de lo pensado (en itálica para designar propiamente lo imaginado). Si uno mira un árbol, tiene la impresión de un árbol. Si cierra los ojos, tiene la idea de un árbol. Para él, la idea es una copia débil de la impresión. Razonaba que “si no hay impresiones, entonces no hay ideas”, sin caer en cuenta que se trata de una relación causal entre dos escalas distintas, lo que es imposible.

Proseguía que con el material recibido de la experiencia, podemos efectuar con la imaginación combinaciones mecánicas que ensanchan y enriquecen nuestro conocimiento. Esto se realiza por medio de la asociación de ideas. Hume enumera tres princi­pios de asociación: semejanza (una pintura que vemos lleva en seguida nuestro pensamiento [léase imaginación] al objeto representado), continuidad espacio-temporal (la mención de determinado aposento de una casa nos trae a la mente la idea de los aposentos colindantes), y causa y efecto (cuando pensamos [léase imaginamos] en una herida, pensamos [léase imaginamos] también en el dolor). Posteriormente, en la elaboración de sus ideas, Hume reduce todo el orden del mundo y de la ciencia a la asociación por continuidad del tiempo y el espacio.

La certeza de la asociación es materia de la experiencia. Así, la realidad representada se reduce a esta actividad puramente subjetiva y psíquica, dejando sin correspondencia el objeto representado. Distingue verdades de razón y verdades de hecho. Las primeras son asociaciones de ideas que tienen validez por la pura actividad de la mente y sin referencia a ninguna existencia real, como sería el caso de toda afirmación que se ofrezca con una evidencia intuitiva o demostrativa, como en la geometría, el álgebra y la aritmética. Por su parte, las verdades de hecho nunca son necesarias y no se pueden deducir del conocimiento de la funcionalidad de las distintas cosas. Estas verdades pertenecen a la asociación de causa-efecto donde ambas son enteramente distintas, no pudiendo el efecto descubrirse en su causa, sino que sólo por la experiencia inductiva. La experiencia no es otra cosa que lo que llegamos a asociar en la continuidad del tiempo y el espacio, donde vemos que un evento determinado sigue siempre a otro evento determinado, sin llegar nunca a saberse por qué ocurre esta relación de causa-efecto. Hume afirma que la experiencia es más costumbre y hábito.

Al definir un objeto, no es su contenido real objetivo lo que determina su inteligibilidad, sino que es decidido por los diversos comportamientos psíquicos del sujeto que lo piensa. La verdad de los aspectos objetivos de la realidad se reduce a los sentimientos subjetivos humanos. Hume dice: “La necesidad de una acción cualquiera ya sea de la materia, ya de la mente, no es, propiamente hablando, una cualidad en el agente (objeto), sino en algún pensante o inteligente (sujeto), que puede considerar la acción, y consiste principalmente en la determinación de sus pensamientos para inferir de ciertos objetos precedentes la existencia de aquella acción”. La dependencia de un efecto a su causa no depende de la relación causal objetiva, sino del pensamiento que puede inferir por la experiencia que un efecto deriva de una causa. No existe para él una conexión objetiva entre causa y efecto. El efecto no pude ser deducido de la causa, pues nadie es capaz de decir, sólo con mirar la esencia de una cosa, qué efectos producirá. Decía que “en toda la metafísica no encontraremos representaciones que sean más oscuras en inciertas que las de poder, fuerza, energía y conexión necesaria”. Tanto como critica el concepto tradicional de la metafísica de causa, también critica el de substancia. Para él la substancia no es más que una colección de ideas simples que están unidas en la imaginación y poseen un nombre particular asignado a ellas. La unión proviene de la costumbre.

La noción de “idea”, que era equivalente a “concepto”, con el advenimiento del empirismo comenzó a designar tanto “concepto” como “imagen”. Con Kant y el Idealismo alemán el término “idea” vuelve a referirse a “concepto”.


Kant


Con Immanuel Kant (1724-1804) la filosofía vuelve a ser investigación de los últimos principios. Él intenta obtener una visión sistemática de la totalidad del ser a partir de un principio unitario y hacer una síntesis del racionalismo y el empirismo relacionado con la posibilidad o la imposibilidad de la metafísica y centrando el problema en la razón misma con su conocer. Del racionalismo toma la tesis de que las proposiciones de la ciencia deben tener valor universal y necesario; del empirismo toma la tesis que la ciencia debe interrogar a la experiencia sensible.

Entendimiento y razón

En su Crítica a la razón pura (1781) Kant trata de determinar los fundamentos y los límites de la razón humana. Propuso una doble división, que los enunciados son analíticos o sintéticos y a priori o a posteriori. La diferencia entre los dos primeros estriba en la forma como se les predica verdad: para los analíticos, sólo en función del significado de sus términos, ya que el predicado está contenido en el sujeto; para los sintéticos, en función de cómo es el mundo, puesto que el predicado aporta información que no está contenida en el sujeto; los analíticos, entonces, no nos dicen nada sobre el mundo: son puras tautologías; en cambio, los sintéticos sí hablan sobre el mundo. También hay una diferencia entre cómo se conocen los enunciados: algunos son cognoscibles a priori y otros a posteriori. Los a priori son cognoscibles por un puro ejercicio de la razón, sin necesidad de recurrir al mundo, pues no dependen de la experiencia, teniendo además tales juicios valor universal y necesario. Los a posteriori necesitan, para ser conocidos, que el sujeto recurra al mundo. Lo a priori es necesario (no puede no suceder) y lo a posteriori es contingente (puede no suceder).

Kant había dicho que existen algunos enunciados sintéticos a priori, esto es, algunos enunciados que nos dicen cosas sobre el mundo y que pueden ser conocidos sin recurrir a la observación empírica; y que, como son a priori, entonces son necesarios. Por tanto, para él “el tema capital es qué y cuánto pueden conocer entendimiento y razón independientemente de toda experiencia”. Supuso que los conceptos metafísicos están más allá de la experiencia, siendo juicios sintéticos a priori. Creyó tener fundamentos reales en la naturaleza de la mente humana para admitir la existencia de estos juicios, y consideró que este supuesto descubrimiento constituye la base de la crítica.

El problema propio de la razón pura es, pues, ¿cómo son posibles estos juicios? Kant hace ver que los juicios sintéticos a priori son posibles y de hecho se realizan en el ámbito de las matemáticas y la física pero no en la metafísica. Tal como para Hume el principio de causalidad no es necesario porque se origina en la experiencia sensible, para Kant este principio es ciertamente necesario, pero se debe buscar la fuente de esta necesidad. Como veremos en el capítulo siguiente, el problema de ambos fue desconfiar en que precisamente en la realidad sensible se encuentra esta necesidad; para ellos la influencia de Platón era aún muy fuerte.

Para llegar a demostrar la posibilidad de los juicios sintéticos a priori Kant debió primero explicar qué pueden conocer el entendi­miento y la razón, es decir, cómo los objetos son posibles en el pensamiento: “Si bien todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia, como había afirmado una vez Aristóteles, no por eso se origina todo él de la experiencia”. Y en otro lugar, agrega: “Nuestro pensa­miento se origina de dos fuentes básicas del espíritu: la primera (el entendimiento) es la facultad de recibir las representacio­nes, en tanto que la segunda (la razón) es la facultad de conocer con el pensa­miento un objeto sirviéndonos de aquellas representaciones. Por la primera se nos da el objeto, mientras que por la segunda este objeto es pensado en conexión con aquella representación”. Mientras para Leibniz las ideas y las verdades eternas son objetos ya dados y encontrados por la mente, para Kant y el Idealismo alemán el entendimiento llega espontáneamente a crear el objeto del conocimiento. De este modo, para Kant la sensación entrega lo múltiple y vario, lo caótico e informe. Este material bruto de las impresiones sensibles, que afecta nuestra facultad perceptiva externa, es algo todavía ca­rente de orden, siendo una maraña del sentido, y tiene que ser elaborado y ordenado mediante la forma a priori, la que implica siempre necesidad. Frente a este material nos comportamos pasiva y recep­tivamente. En las formas a priori, en cambio, el espíritu se conduce activo y aun espontáneo.

Si Kant hubiese estado libre de los prejuicios de considerar la realidad sensible como caótica y de adherir a la dualidad espíritu-materia, tal vez hubiera considerado el entendimiento, o pensamiento abstracto, como la facultad cognoscitiva de integrar las imágenes, común a todos los animales y que son las representaciones directas de las cosas sensibles, en ideas o conceptos, y la razón, o pensamiento lógico, como la facultad cognoscitiva de procesar los conceptos en forma lógica. Así se hubiera acercado mucho más al verdadero proceso del conocimiento. Tal como llegó entonces a comprenderse, la distin­ción entre el entendimiento y la razón fue una trampa para la filosofía que siguió: desligar al objeto del conocimiento de la realidad sensible y concebirlo como un conte­nido de conciencia, inmaterial e íntimamente ligado al sujeto.

Por su parte, en contra de la intención de Kant, los juicios sintéticos a priori no pueden existir, siendo ambos términos contradictorios. En el último análisis, o son analíticos o son a posteriori. Por ejemplo, la proposición “lo que tiene forma tiene tamaño” es analítica.

Phenomena y noumena

También Kant distinguió entre phenomena, o las cosas para mí, es decir, como aparecen, y las “cosas en sí”, que llamó “noumena”. Lo que él denomina “cosa en sí” es aquello que, aunque perteneciente a la actividad del pensamiento, no puede traducirse a puros términos cognoscitivos y no es completamente representable como un producto de la actividad del sujeto. Para él existe un mundo real, el de las cosas en sí, que él denomina mundo nouménico. Éste posee una serie de características que no podemos ni siquiera imaginar, y nuestra mente está constituida de modo tal que sólo cierto mate­rial de esta realidad se le presenta, siendo incapaz de conocer­la por entero. En cambio, el fenómeno es únicamente la apa­riencia de la cosa en sí, la que permanece completamente inaccesi­ble al sujeto. El fenómeno es un elemento material que es asumido en el entendimiento por condiciones formales “a prio­ri”. No obstante, estas formas son inmateriales, pues pertenecen al entendimiento, que es inmaterial.

La distinción entre phenomena y noumena corresponde en cierto modo a la que, como vimos más arriba, Aristóteles y, más de un milenio y medio después, los tomistas hicieron entre substancia y accidente. La diferencia entre la distinción kantiana y la aristotélica es que la primera se refiere puramente a las esencias, en tanto que la segunda se refiere al ser existente, para el cual la esencia es sólo una parte, la forma.

Podemos establecer que, en cierto modo, lo que conocemos de una cosa es aquello que se manifiesta de ella, el fenómeno. El “material” que aporta es asumido por nuestros sentidos, los que perciben las cosas según las señales que captan, pues nuestro intelecto, tal como el ojo que está adaptado a captar la gama de radiación más intensa del Sol, ha evolucionado para poder conocer precisamente la realidad como aparece. También para Aristóteles el conocimiento sensible es aquel de los accidentes, estando la substancia oculta de nuestros sentidos. A diferencia de Aristóteles, para Kant la substancia es la cosa en sí, y es reconocida por el intelecto a través de los accidentes o atributos, pues es el sujeto de aquellas otras cosas que le son predicadas tanto en el orden esencial como en el orden accidental.

Filosofía trascendental

Para Kant el conocimiento es trascendental, es decir, estructurado a partir de una serie de principios a priori impuestos por el sujeto que permiten ordenar la experiencia procedente de los sentidos. Resultado de la intervención del entendimiento humano son los fenómenos, mientras que la cosa en sí (el noúmeno) es por definición incognoscible. Siguiendo con la exposición del pensamiento de Kant, el proceso del conocimiento culmina en la unidad suprema de la “apercepción”, la cual produce las representaciones inmateriales del todo, conformando el objeto inteligible. Este forzado y complejo proceso, que transforma lo material en inmaterial mediante la imposición de la forma a priori, obliga a postular un objeto del conocimiento como un contenido de conciencia y separado por completo de la cosa en sí.

Para referirse a la conjunción de lo sensible del objeto y las “categorías” del sujeto, que son las “nociones intelectuales puras”, distintas de las ideas o “nociones racionales puras”, Kant, al parecer experto en neologismos, acuñó también la noción de “esquematismo trascendental”. En primer lugar, el término “trascendental” significaba para Kant “todo conocimiento que se ocupe, en general, no tanto de objetos como de nuestro modo de conocerlos, en cuanto éste ha de ser posible a priori”. Por esquematismo trascendental él entendía la “homogenei­zación de los planos empírico y categorial”. El plano categorial es una permanencia lógico-estructural que fija la variación de lo sensi­ble en relaciones constantes, las formas constantes de represen­tación del mundo lógicamente encadenadas. Por su parte, el plano empírico es una representación, una figura de lo sensible que se diferencia en el tiempo y el espacio. Para Kant tanto el espacio como el tiempo no son inherentes a la relación causal ni siquiera son formas que pertenezcan a la realidad sensible, sino que a la sensibilidad humana, y por tanto, son anteriores a la experiencia; no son conceptos de la mente, sino que intuiciones sensibles a priori.

Su filosofía trascen­dental es la doctrina que estudia la manera de cómo los objetos de la experiencia sensible llegan a ser posibles en el pensamien­to a través de las formas subjetivas apriorísticas del espíritu. El problema latente que debía resolver era que con el mecanismo de su filosofía trascendental y sus categorías enteramente aprióricas, estaba en peligro de alejarse demasiado del mundo real. Decía: “Es pues claro que tiene que haber una tercera cosa que por una parte guarde homogeneidad con la categoría y por otra con el fenómeno, y haga así posible la aplicación de la primera con el segundo. Esta representación intermedia ha de ser pura (sin mezcla de empírico), y, no obstante, por un lado intelectual (espiritual) y por otro sensible (material). Tal es el esquema trascendental”.

El esquematismo refleja también el problema de las relacio­nes entre el determinismo del mundo fenoménico material y la actividad sintética, libre y espontánea de un yo espiritual. Al intentar mostrar que los objetos del conocimiento han de regirse desde el sujeto y por el sujeto, y no al revés, Kant concluyó que estaba provocando una revolución semejante a la que generó Nico­lás Copérnico al cambiar la Tierra por el Sol como centro del universo; también estaba intensificando el subjetivismo cartesiano. Sin embargo, este regirse no significa que en la relación entre sujeto cognoscente y objeto inteligible es posible separar uno de los dos términos, considerándolos como principio único para fundamentar el otro o para fundamentar la relación misma. Para él, en el criticismo está este difícil equilibrio.

La crítica

Kant consideró al esquematismo como el núcleo central de la crítica, que es el análisis y las condiciones del conocer. La crítica fija el límite del conocimiento, lo que significa la imposibilidad de conocer la cosa en sí, el mundo nouménico. El objetivo de esta crítica era entonces mostrar a través de la investigación en cada una de las facultades cognoscitivas humanas cómo es posible una metafísica y en qué sentido. Este intento, como él mismo reconoce, fue abordado por los empiristas, en especial Hume, debido a la crítica de la inducción llevada a cabo. Con la aclaración de que todo lo universal y necesario no puede venir del objeto sino más bien del sujeto, se fundamentó nuevamente la posibilidad de la inducción científica.

La crítica de Kant produce una contradicción: la filosofía se reduce a la actividad misma de la crítica, por la cual se denuncia la imposibilidad de una metafísica filosófica. El pro­blema de la relación entre sujeto y objeto, ligado a la cosa en sí, el cual, a su vez, está encadenado al límite que ejerce la cosa en sí, es decir, a la crítica que parece impedir una filoso­fía total, fue fundamental para todo el pensamiento post-kantiano. El esquematismo se plantea como problema decisivo en el existencialismo y el positivismo. Sobre todo, la preeminen­cia del sujeto en cuanto rector de la actividad sintética entre representación y categoría es el punto con el cual se enlazaría, a continuación, el Idealismo alemán de Fichte, Schelling y Hegel.

Una crítica

Parece pertinente hacer aquí un pequeño análisis del pensamiento de Kant para tener una mejor perspectiva en la descripción que he hecho. Desde el punto de vista psíquico, la mente es más compleja y también más simple, pero ciertamente mucho más realista que para Kant. En una teoría realista del conocimiento, se puede distinguir, en primer lugar, los órganos de sensación que reciben del objeto distintas sensaciones. Éstas se estructuran como percepciones. A su vez, las percepciones se estructuran en imágenes. De las imágenes, que son verdaderas representaciones concretas de la realidad, la mente abstrae la esencia y construye conceptos o ideas. Por último, los conceptos pueden ser relacionados lógicamente por nuestro pensamiento racional. La razón es en realidad una facultad de nuestra mente humana que combina lógicamente los conceptos relacionados ontológicamente como proposiciones, posibilitando un conocimiento ulterior que no se encontraba en las representaciones psíquicas.

Las sensaciones, las percepciones, las imágenes y los conceptos son todas representaciones (materiales y objetivas) de la realidad en distintas escalas de la estructuración psíquica-cognoscitiva. Es conveniente explicar lo que entendiendo por abstracción en la construcción del concepto a partir de imágenes e ideas más concretas y particulares. Ésta es una función cognoscitiva de nuestra estructura cerebral por la cual se realizan una serie de operaciones. Primero, consi­dera dos o más conjuntos de imágenes o ideas más particulares. Segundo, los analiza separando sus elementos constitutivos. Tercero, compara los elementos. Cuarto, agrupa aquellos elementos similares en un nuevo conjunto de escala superior. En consecuencia, por la abstracción se agrupan los caracteres comu­nes de diversos conjuntos en un nuevo conjunto que los contenga y que denominamos “idea”, sin importar la cantidad de conjuntos individuales, o representaciones, que lo compongan, pues lo que importa es que el resultado sea una entidad que conforma una unidad discreta de una estructura de escala superior. Nuestra mente es tan ágil que cuando piensa está también imaginando, de modo que una idea no se piensa en “vacío”, sino que va acompañada corrientemente por coloridas imágenes más concretas.

Adicionalmente, en contra del apriorismo kantiano, podemos afirmar que las cosas del universo, en toda su mutabilidad y multiplicidad, no están sujetas al caos, sino que se relacionan entre sí de infinitas y complejas maneras según leyes naturales muy determinadas. De este modo, nuestro intelecto no sólo puede tener representaciones verdaderas de las cosas que correspondan a su realidad, sino que también puede descubrir las relaciones existentes entre las cosas, las que pueden ser verdaderas o simplemente míticas.

Así, pues, podemos afirmar contra Kant que nuestro intelecto puede naturalmente conocer la cosa en sí, y lo puede hacer mediante la relación ontológica que podemos efectuar a partir del conocimiento último de cómo funcionan las cosas. Esta relación ontológica es tan universal y abstracta como la que genera la noción de ser. Pero también podemos afirmar que el punto decisivo no es tanto que podamos conocer las esencias de las cosas, sino que podamos conocer las cosas por sus funciones tanto en su condición de causas como en su condición de efectos. Las propiedades o accidentes de las cosas son en realidad funciones de éstas en cuanto causas respecto a nuestros órganos de sensación que se comportan como efectos en esta relación causal cognitiva. Además, el conocimiento de cómo funcionan las cosas proviene de experimentar y observar las cosas, el conocido ensayo y error de los conductistas. Un conocimiento más objetivo deriva del conocimiento de las relaciones causales que la ciencia empírica descubre en su actividad y que traduce en leyes naturales.

Si para Kant el conocimiento es una actividad desde el sujeto y por el sujeto que rige los objetos gracias a las formas a priori del sujeto, para nuestra teoría del conocimiento se trata de una actividad intelectual del sujeto que comienza, no en el sujeto, sino en el objeto hasta llegar a la idea a través de su capacidad sintetizadora que va estructurando representaciones de escalas cada vez mayores e incluyentes. Las unidades discretas de estas representaciones provienen del objeto, de modo que las representaciones, si son verdaderas, corresponden enteramente con el objeto. El prejuicio kantiano fue oponer radicalmente lo sensible con lo inteligible y suponer que una idea pura nacida de una razón pura no puede estar contaminada por un material sensible lleno de multiplicidad y mutabilidad. Por el contrario, podemos nosotros afirmar que las ideas más sublimes, si son verdaderas, corresponden a esta “caótica” y compleja realidad y derivan de ella. Los juicios metafísicos no son a priori, como insistía Kant, sino que son enteramente a posteriori. El mundo de las ideas surge del mundo real y no, como pretendió Kant, el mundo de las apariencias oculta al mundo real o nouménico para inducir el mundo de las ideas y sus formas a priori.


Siglos XIX y XX


Idealismo alemán

Pocas décadas después de Kant, el filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) partió de la razón práctica kantiana y erigió al hombre con valor absoluto en el “yo” como fuente originaria de todo ser cósmico. Vimos que la teoría de la ciencia de Kant pretendió desarrollar el sistema de las formas necesarias de representar y conocer, intentando ser una filosofía primera o una ontología fundamental. Contrariamente a Kant, Fichte quiso trazar los límites del mundo de las representaciones, quitando al “yo” cognoscitivo y volitivo toda frontera y reduciendo al sujeto todas y cada una de las cosas, que lo es todo. Quería salvar la libertad y dignidad del ser humano frente a la naturaleza y la materia. El idealismo, al que adhiere y al que opone al dogmatismo, no admite más que representaciones que él hace emanar del “yo”, con lo cual éste queda libre e independiente. Por el contrario, el dogmatismo, según su comprensión y que pone como la alternativa al idealismo, admite cosas en sí trascendentales al pensamiento, pero priva con ello al “yo” de su libertad y espontaneidad, aparte de que no se puede explicar cómo algo que no es ni espíritu ni conciencia, como sería el material sensible, pueda ejercer un influjo en el espíritu y la conciencia. La espontaneidad del espíritu, que para los idealistas se trata de la razón, es incompatible con la materia y la cosa en sí. El espíritu crea todo conocimiento de la nada, deduciendo todo a priori y sin atender para nada a la percepción.

El espíritu pone en marcha el proceso evolutivo creador del ser mediante la dialéctica, invención del mismo Fichte. La tesis es el comienzo originario de toda conciencia donde el yo se pone a sí mismo “yo soy yo”. La antítesis es el “no yo” que sigue a la tesis como la izquierda a la derecha. La síntesis es el tercer paso del proceso que supera la contradicción y donde se puede reconocer la unidad del “yo” con el “no yo” en una originaria y fundamental subjetividad en el “Yo” absoluto. El devenir se explica cuando la síntesis se torna en una nueva tesis de un nuevo proceso que, así concatenado, no tiene fin. De este modo, con Fichte la deducción trascendental de Kant se convirtió en un puro y total formalismo inmanente del espíritu al oponer radicalmente el espíritu y la materia en una dualidad absoluta. Pero el idealismo de Fichte se erigió sobre una débil base. Que todo sea posición del “yo” y que estemos nosotros encerrados en una infranqueable contemplación de nuestras propias modificaciones es un punto de vista en extremo limitado.

El filósofo alemán Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling (1775-1854) también fue idealista. También él afirmó el espíritu como auténtico ser y fuente del devenir. Pero este espíritu es ahora independiente de nuestro “yo”, pues es un espíritu objetivo. Así pasamos del idealismo subjetivo de Fichte al idealismo objetivo de Schelling. Decía que para Fichte no caben más que dos filosofías: el dogmatismo, que admite las cosas en sí, y el idealismo, que no admite sino contenidos de conciencia; y entre ambas filosofías se debe elegir. Schelling quiere sumar los dos puntos de vista, buscando cómo lo objetivo lleva a lo subjetivo y cómo lo subjetivo lleva a lo objetivo.

Para Schelling la naturaleza es el mundo de lo objetivo, siendo más que un producto del “yo”. Se caracteriza porque está sometida a un proceso evolutivo, pues es como un organismo viviente dotado de alma y en crecimiento continuo, como todo lo vivo y animado, y se expresa ascendentemente en formas superiores. Detrás de la vida y el alma de la naturaleza está el espíritu que él identifica con la razón. Las realidades del objeto y de la naturaleza se explican a partir, respectivamente, del sujeto y del espíritu. Asimismo, detrás de la vida y el espíritu se revela la naturaleza. La naturaleza tiene el espíritu como su meta de desarrollo y en el que se contempla a sí misma conscientemente, siendo ésa su tendencia constante, porque siempre es espíritu. En la filosofía trascendental de Schelling el espíritu se objetiva, pues es su propiedad el proyectarse siempre en una representación sensible como naturaleza. Naturaleza y espíritu, objeto y sujeto, realidad e idealidad, son idénticos, pues la identidad penetra todos los aspectos. La naturaleza es el espíritu visible, y el espíritu, la naturaleza invisible.

Schelling, inmerso en el movimiento romántico de su época, asumió una postura extrema de elevar la razón no sólo por sobre la realidad, como es propio del idealismo, sino por sobre los hombres mismos, identificándola con un supuesto espíritu del universo. Con otro filósofo idealista alemán, Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831), cuatro años mayor y compañero de Schelling, el Idealismo alemán alcanzó su punto culminante, lo que no quiere decir, su punto brillante. En primer lugar, acometió la empresa de mostrar el ser, en su totalidad, como una realidad espiritual y también como una creación del espíritu. Este espíritu es el mismo espíritu absoluto del mundo que está más allá del objeto y del sujeto, perdiéndose de este modo la antigua concepción del conocimiento donde objeto y sujeto se oponen. La filosofía de Hegel pasa a ser un idealismo absoluto. La idea no es ya el principio del sistema, sino que todo es Idea. Si la función del espíritu es conocer la verdad, lo objetivo es tal como es pensado, que es lo postulado por el idealismo objetivo de Schelling. Pero, buscando salvar la espontaneidad del espíritu, Hegel agrega que el pensar, en cuanto es verdad y se refiere al ser, es el pensar del espíritu del mundo cósmico, identificando lo racional con lo real, o, más bien, negando la distinción entre razón y realidad.

En segundo término, además de espíritu, lo absoluto es actividad por sí misma. En esto Hegel va también más allá que Schelling, quien había identificado el espíritu con la naturaleza. Aquél subrayó el devenir y la evolución de lo absoluto en los pasos necesarios del pensamiento. El espíritu se despliega incesantemente en una progresiva autodeterminación, sin perder por ello ni unidad ni identidad en la multiplicidad, pues resuelve siempre en sí mismo todos los contrarios a través de la dialéctica. Los conceptos, hasta ahora permanentes, pierden su estaticidad. Reeditando a Heráclito, Hegel supone que el ser necesita el devenir para ser, pero especifica que su unidad vence toda oposición y diversidad gracias a la síntesis dialéctica que tomó de Fichte.

Hegel desconfiaba naturalmente de la razón humana como albergue de la Idea Absoluta. Para él las ideas iban progresando mediante una dialéctica histórica. La Historia es “la explicitación del espíritu en el tiempo”. La Razón trascendente penetra la Naturaleza que la misma ha engendrado, aprehendiéndola en el curso del tiempo según la lógica dialéctica. La ver­dad, al establecer sus límites, genera una contra verdad fuera de dichos límites, contradicción que se resuelve en una nueva ver­dad, y a través del proceso dialéctico, la verdad iría surgiendo con mayor certeza en el curso de la historia a través de la conciliación de los contrarios, por lo que en cada etapa dialéctica se estaría generando mayor luz. La filosofía de Hegel se puede comprender como la dualidad espíritu-materia llevada a sus conclusiones lógicas.

El Idealismo alemán se derrumbó repentinamente a mediados del siglo XIX y el lugar fue ocupado por los materialistas y los científicos. El idealismo fue percibido entonces como algo extraño e imposible. Pero el idealismo no murió. Tiempo después renació con Jaspers y Heidegger, quienes se tornaron muy populares a mediados del siglo XX.

Fenomenología

Edmund Husserl (1859-1938), padre de la “fenomenología”, quiso devolverle a la filosofía el estatus científico que habría perdido a consecuencia de la facticidad en la que había quedado sumida por el positivismo de Comte, el psicologismo y el naturalismo de fines del siglo XIX. Él se hizo cargo de la disputa existente ente los neokantianos y los psicologistas o empiristas lógicos. Para los primeros la lógica es una disciplina pura, formal y a priori, siendo el fundamento de las matemáticas, las ciencias empíricas y la propia psicología experimental. Para los segundos el fundamento de las matemáticas, las ciencias empíricas y, por tanto, la lógica, es la psicología, cuyo origen es a posteriori. Sin embargo, esta disputa trata de dos problemas que están en planos distintos. Los neokantianos buscaban las “verdades lógicas”, es decir la validez de los conceptos, proposiciones y teorías lógicas, no en su origen subjetivo que se infiriere inductivamente de hechos particulares de la vida psíquica, sino que por su carácter universal y necesario, a priori, ideal, objetivo y atemporal. Pero no lograron explicar satisfactoriamente cómo se relaciona este ámbito formal e ideal con la mente o psique, que es real, subjetiva, relativa y contingente. 

Para los psicologistas lógicos, las “verdades lógicas” deben poder aplicarse a eventos o hechos particulares, de carácter empírico y real, esto es, al pensamiento cotidiano, a concepciones, aseveraciones, inferencias de personas reales, individuales. De allí infirieron que se originan en tales eventos particulares y que su validez está garantizada por dicho origen. Junto con los empiristas positivistas defendían el carácter a posteriori de las verdades lógicas, obtenidas por inducción o generalización de la experiencia psicológica. Aunque sostenían que la lógica tiene alguna relación con el pensamiento, o la psique, no supieron explicar satisfactoriamente cómo al mismo tiempo se podía detentar evidencia o validez a priori si es que su origen era a posteriori. Ambas demandas parecen necesarias, aunque ambas parezcan excluirse, dando lugar a la oposición entre subjetivismo (relativismo, escepticismo) y objetivismo (eternidad, absolutez). Cada una de las demandas racionales significaba respectivamente explicar cómo interviene el sujeto en el hecho del conocimiento, incluso del conocimiento “objetivo” y a priori, y justificar la validez objetiva del conocimiento, más allá de los sujetos y las perspectivas particulares.

La fenomenología de Husserl sería una actitud crítica y radical para enfrentarse con las cosas –la realidad fáctica que la experiencia entrega–, o también un método del conocimiento para conocer la realidad de una manera objetiva, no quedándose en una mera explicación o descripción de los hechos, como el positivismo, sino adentrándose en las esencias de las cosas, buscando analizar la relación que hay entre los hechos o fenómenos y el ámbito donde se hace presente esta realidad, que es la psiquis o la conciencia. Husserl distingue las cosas mismas de los fenómenos en la conciencia. Las primeras no consisten más que en ser un aparecer, un mostrarse, una manifestación en la que se aparece todo aquello a lo que le atribuimos ser. Pueden ser conocidas a través de la experiencia y conforman el mundo real, que es el conjunto total de los objetos posibles de la experiencia. Pero los fenómenos no se refieren a algo exterior de la mente. No hay ningún noúmeno o cosa en sí detrás del fenómeno, y éste no es apariencia de ser, es decir, no es imagen o representación de algo distinto a su propio aparecer. Se conocen mediante una intuición esencial, pero no por la intuición sensible o la experiencia. Se encuentran en el ser autárquico de un individuo, constituyendo lo que él es. El aparecer tiene lugar en la conciencia y ésta no puede ser concebida como un ente o substancia determinada, ni siquiera como un ámbito en el cual aparecen las representaciones que concuerdan o no con las cosas exteriores. Husserl, se apoya en ciertos presupuestos ya postulados por su maestro Franz Brentano (1838-1917). Así, la conciencia es entendida como una referencia a, un dirigirse hacia algo –que es lo que se aparece– que no es ella misma, sin aparecerse jamás la propia conciencia. Atenerse a las cosas mismas, a lo que se muestra ello mismo supone, por un lado, despojar todos los elementos extraños y añadidos no sólo al fenómeno, sino a la conciencia misma. La fenomenología es una depuración. Husserl escribe, “la conciencia es huidiza; se dirige a las cosas sin posarse jamás y sin mostrarse ella misma. Pero no oculta ni falsifica aquello que se le aparece, el fenómeno. Antes bien, lo desnuda de ropajes recolectando su verdadera esencia.”

Para Husserl, la conciencia es intencional porque siempre tiende (tender en latín se dice intentio) hacia algo, constituyendo al objeto como objeto y descartando su existencia extramental. Lo que vemos no es el objeto en sí mismo, sino cómo y cuándo es dado en los actos intencionales. El conocimiento de las esencias sólo es posible obviando todas las presunciones sobre la existencia de un mundo exterior y los aspectos sin esencia de cómo el objeto es dado a nosotros. Este proceso fue denominado epokhé por Husserl y se le caracteriza por poner entre paréntesis la existencia de las cosas, lo que se supone como “ya sabido”, para así intentar llegar a las “esencias”, es decir, va a las cosas mismas. La intencionalidad no una propiedad de los actos psíquicos, sino la estructura misma de la conciencia. A partir de Descartes la filosofía se convierte en una filosofía de la conciencia. En efecto, el cogito (yo pienso) se transforma en el punto de partida de todo filosofar desde el cual se intenta alcanzar el mundo real. La filosofía de Husserl es pues también una filosofía de la conciencia, pero de la conciencia intencional. Esto significa que la conciencia, lejos de ser una cosa o un ámbito vacío, es una relación a un objeto. Más tarde introduce el método de reducción fenomenológica para eliminar la existencia de objetos extramentales. Quería concentrarse en lo ideal, en la estructura esencial de la conciencia. Lo que queda después de esto es el ego trascendental que se opone al ego empírico. Lo que esta filosofía estudia son las estructuras esenciales que hay en la pura conciencia, el neomata, y las relaciones entre ellos. 

Husserl llamará “nóesis” al acto psíquico individual intencional de pensar y “nóema” al contenido objetivo intencional del pensamiento. Distingue entre los actos mediante los cuales la conciencia tiende hacia su objeto y que tiene distintos modos de ser representados y al contenido de esos actos o término de la referencia. El primero es la nóesis, que es un acto subjetivo de la conciencia. El segundo es denominado nóema, y es un aspecto objetivo de la conciencia. Es el nóema el que valida y explica la nóesis. Esta distinción se basa en que el contenido es independiente del acto de pensamiento. Husserl entenderá a la conciencia como “conciencia pura” cuando ésta se halla reducida por reducción fenomenológica y llamará luego “trascendental” a todo aquello que se refiere al ámbito de la conciencia pura por oposición al ámbito del mundo empírico. Con esto él propone una “lógica pura”, esto es, una lógica independiente de toda experiencia e incluso de la psicología. En definitiva, esta lógica no es otra cosa que la intelección de las esencias y de las conexiones ideales entre esencias. De esta manera, Husserl sitúa a la ciencia en el ámbito de las esencias y su fenomenología retorna a una suerte de platonismo.

El meollo del problema de Husserl –y también el de sus antecesores– es que él no logró explicar cómo la mente puede conocer los objetos, pues carecía de las evidencias científicas que en la actualidad poseemos, ni qué naturaleza tienen las representaciones mentales. Este problema fundamental de la filosofía es epistemológico. Para responderlo se debe formular una teoría del conocimiento de acuerdo al los conocimientos científicos contemporáneos en los campos de la neurología y la psicología y conforme a una teoría universal del ser. Una teoría del conocimiento basada en la existencia de sucesivas escalas incluyentes de estructuraciones que va desde las sensaciones de señales que provienen de los objetos hasta la estructuración de conceptos podrá verse en mi libro La llama de la mente (ref. http://unihum4.blogspot.com). Una epistemología que analiza las estructuraciones del pensamiento lógico y abstracto podrá verse en mi libro El pensamiento humano (ref. http://unihum5.blogspot.com).

Existencialismo

El filósofo existencialista alemán, Karl Jaspers (1883-1969), quiso dar una explicación de la existencia. Según él el ser humano tiene ante sí la realidad del mundo que es primeramente la existencia de los objetos reales que ocupan las ciencias particulares. El no filósofo toma esta existencia como cosa evidente y aproblemática. Pero desde una perspectiva filosófica, se puede advertir que no se ha dado una visión uniforme y unitaria de la realidad, pues siempre se absolutiza una parte que se toma por el todo. Así, el positivismo considera lo cuantitativo-mecánico como si fuera todo lo real, y el idealismo hace lo mismo con el espíritu. Además olvidan que los contenidos de conciencia no tienen validez universal, pues el hombre piensa “existencialmente”, donde cada concepto tiene su sello de singularidad incomunicable e insustituible. Sin embargo, para no caer en la condena de la fenomenología contra el relativismo y el psicologismo, Jaspers no osó relativizar el pensamiento y disolver la ciencia. Consideró la existencia como un juego combinado de vida y espíritu. De este modo, si sólo se salva la vida, se cae en una ciega brutalidad, y si sólo se salva el espíritu, se llega a un universalismo vacuo. Los dos polos de la existencia son, por tanto, razón y existencia. Ambos son inseparables, pero distintos. La razón ilumina la existencia y la existencia llena de contenido la razón. Sin embargo, el mero hecho de saber no explica la existencia. Ésta, como síntesis de vida y espíritu, es propiamente una actitud, un comportamiento para consigo mismo. El esclarecimiento de la existencia no es conocer objetos, sino que es una llamada a las propias posibilidades. El ser humano existencial no puede petrificarse en ninguna verdad dogmática, sino que debe estar constantemente abierto y dispuesto a aprender, pues no hay verdades definitivas. La verdad consiste en existir.

Martín Heidegger (1889-1970) propugnó una refundación de la metafísica, destruyendo la precedente. Según él, ésta puso siempre un determinado ente en lugar del ser en cuanto tal. En Descartes este ente fue la res extensa; en el idealismo, fue la idea. Quería que la metafísica fuera una auténtica ontología fundamental. Para ello, comenzó haciendo una interpretación del ser existente (Dasein), y precisamente del existente humano. Fue el mismo punto de partida de Kant que Heidegger toma como evidente. Pero ese Dasein no es ya conciencia, sino existencia, la que interpreta como “estar ahí”, en el tiempo y en el mundo, pero siendo anterior. Pensar es sólo un modo de existir del existente, con lo que se sitúa más allá del idealismo y el realismo. Todo ente es existente, pero en un tono no ontológico, sino que antropológico, ético, psicológico, pesimista. Heidegger cobró fama de filósofo de sentido trágico, pero, en realidad, su tema de filósofo no fue ni el ser humano ni la existencia, sino única y exclusivamente el ser. Quiso establecer que el ente no está jamás sin el ser. Lo que existe es el ser. El ser humano es sólo sujeto en cuanto que, lejos de ser él Logos, es aquello que se encarna en el Logos, en la suma del ser, adicionándose a sí mismo a dicha suma. El ser humano no es, por tanto, el ser, ni el amo del ser, sino sólo el “custodio” y el “pastor” del ser. El ser otorga sus gracias en el pensamiento y el lenguaje del ser humano. Mientras otros consideran al ser humano como substancia, en Heidegger es pura “ex-sistencia”, vacío tanto de naturaleza como de esencia. La esencia del ser humano es su no subsistir en sí mismo, es decir, su incomprensibilidad desde el punto de vista de la substancia. Heidegger está en contra del subjetivismo tanto de la metafísica de las esencias de la tradición platónica-aristotélica como del Idealismo alemán, pues para éstos la esencia se presenta como función del sujeto, siendo, por tanto, antropocéntrico. Habría que preguntarse si el “ser” de Heidegger es en realidad algo más que el “ente”. Su impreciso lenguaje no logra aclararlo. Para tan ambicioso comienzo, la única respuesta que Heidegger consigue concretar a la cuestión del ser es que “es él mismo”.

Empirismo lógico

Paralelamente al existencialismo, en la primera mitad del siglo XX se desarrolló el empirismo lógico, que fue una natural continuación del empirismo de Hume. No sólo rechazó toda metafísica por ser no sólo inútil y contradictoria, como la entendió el positivismo del siglo XIX, sino desprovista de significado. Con una patente inhabilidad para aquilatar la capacidad humana para abstraer y estructurar conocimiento en escalas superiores los problemas metafísicos fueron considerados como pseudo problemas y sus enunciados, como meras proposiciones gramaticales que carecen de verdadero sentido, pues aquello que puede ser verdadero sólo puede relacionarse con lo inmediatamente sensible y empírico. En el punto de partida sensista y empírico y en la aversión de la metafísica coincidieron el empirismo lógico y el positivismo clásico. El primero difirió del segundo en la aplicación sistemática de un método propio, el análisis lógico del lenguaje, siendo éste el único campo que le reconoció a la filosofía. Lo que interesa fue la significación del lenguaje. Los enunciados significativos se dividen en analíticos y factuales. Los primeros nada dicen sobre la realidad; los segundos son rigurosamente empíricos y a posteriori. Aunque el empirismo lógico fue rechazado en sus mismos términos, su influencia perduró en lo que se conoce como filosofía analítica.

El empirismo lógico, también llamado positivismo lógico, es una corriente en la filosofía analítica que surgió durante el primer tercio del siglo XX, alrededor del grupo de científicos y filósofos que formaron el célebre Círculo de Viena. Si bien los empiristas lógicos intentaron ofrecer una visión general de la ciencia que abarcaba principalmente sus aspectos gnoseológicos y metodológicos, tal vez su tesis más conocida es la que sostiene que un enunciado es cognitivamente significativo sólo si, o posee un método de verificación empírica o es analítico, tesis conocida como “del significado por verificación”. Sólo los enunciados de la ciencia empírica cumplen con el primer requisito, y sólo los enunciados de la lógica y las matemáticas cumplen con el segundo. Los enunciados típicamente filosóficos no cumplen con ninguno de los dos requisitos, así que la filosofía, como tal, debe pasar de ser un supuesto cuerpo de proposiciones a un método de análisis lógico de los enunciados de la ciencia. Sin embargo, pensadores como, el físico israelí David Deutsch (1953- ), han señalado que el empirismo lógico encierra un conflicto inmediato con sus propios términos. Esto es debido a que la tesis mencionada del significado por verificación no sería según el propio criterio contenido en él un enunciado cognitivamente significativo, dado que ni puede ser verificado empíricamente (pues no se presta a comprobación experimental), ni es analítico (puesto que no se trata de un enunciado propio del razonamiento matemático).

El empirismo lógico adscribió sin crítica alguna a la doble división propuesta por Kant, que los enunciados son: analíticos o sintéticos y a priori o a posteriori. La diferencia entre los dos primeros estriba en la forma como se les predica verdad: para los analíticos, sólo en función del significado de sus términos, ya que el predicado está contenido en el sujeto; para los sintéticos, en función de cómo es el mundo, puesto que el predicado aporta información que no está contenida en el sujeto; los analíticos, entonces, no nos dicen nada sobre el mundo: son puras tautologías; en cambio, los sintéticos sí hablan sobre el mundo. También hay una diferencia entre cómo se conocen los enunciados: algunos son cognoscibles a priori y otros a posteriori. Los a priori son cognoscibles por un puro ejercicio de la razón, sin necesidad de recurrir al mundo, pues no dependen de la experiencia, teniendo además tales juicios valor universal y necesario. Los a posteriori necesitan, para ser conocidos, que el sujeto recurra al mundo. Lo a priori es necesario (no puede no suceder) y lo a posteriori es contingente (puede no suceder).

Para los empiristas lógicos sólo podemos hablar de cómo es el mundo, y es porque lo percibimos mediante los sentidos. Los enunciados sintéticos acerca del mundo sólo pueden ser a posteriori, es decir, sólo comprobables empíricamente. El sentido de una proposición se determina por las experiencias sensoriales que nos pueden decir si esa proposición es verdadera o falsa. Si el sentido de una proposición se determina empíricamente, entonces para toda proposición con sentido en el lenguaje-físico, como “La Luna es redonda”, hay una proposición en el lenguaje-sensorial que le corresponde. Es decir, la oración “La Luna es redonda” puede reducirse a enunciados como “hay un objeto blanco y redondo en este momento tal que lo llamamos Luna”.

Sin embargo, hay otra manera de conocer el mundo, además de los sentidos, y es a priori, es decir, mediante el razonamiento lógico-deductivo, como las matemáticas, la lógica y los significados conceptuales. Sé que 2×2 es 4, siempre, y no necesito recurrir al mundo. Los conozco de manera a priori, sin experiencia. Pero, como lo conozco sin necesidad de experiencia, entonces no me dice algo sobre el mundo, siendo consecuentemente una proposición analítica. Ésta es verdadera sólo en virtud del significado y de las reglas estipuladas. 2×2=4 es verdadero por los usos estipulados que les damos a los signos '×' e ' = ', además de las reglas que seguimos al darles ese uso, y los significados que les damos a los signos 2 y 4. Por esto, todas las verdades a priori son, para los empiristas lógicos, analíticas. Como son a priori deben ser necesarias, y como todos los enunciados analíticos son tautologías, son siempre verdaderas. Por tanto, sólo se pueden calificar como proposiciones aquellas que son producto de la lógica, la matemática, y también que pueden ser empíricamente comprobadas. Toda otra oración es una proposición ficticia.

El principal problema del empirismo lógico fue que heredó del positivismo inglés del siglo XVIII la incapacidad para distinguir entre las imágenes y las ideas o conceptos, llamando a las impresiones sensibles “ideas”. Este error fundamental ha sido transmitido también a la filosofía analítica. Es crucial comprender que un concepto es una síntesis de imágenes, perteneciendo a una escala estructural superior y haciendo referencia a una multitud de seres individuales o imágenes de éstos. Si no se entiende que las ideas son relaciones ontológicas y únicas unidades de las proposiciones o premisas, entonces no se ha avanzado nada en lógica. Un error no menos importante del empirismo lógico fue suponer que había proposiciones a priori, propios de un razonamiento lógico-deductivo, y desvinculados de la experiencia. Por el contrario, el mundo sensible, es decir, la realidad que nos rodea, es de estructuras, fuerzas y funciones, de materia y energía, de tiempo y espacio. Todo ello es divisible en unidades. Las sensaciones, además de las señales que nos permiten constituir percepciones que nos faculta estructurar imágenes y de éstas, sintetizar ideas, nos proveen también la cantidad, como a cualquier otro animal. Sin embargo, la mente humana, que para nada es pasiva quam tabulam rasam, tiene la doble capacidad para abstraer de la cantidad el número y someterlo a la lógica matemática.

Filosofía analítica

Creer que la filosofía analítica es positivista, es un error. “Filosofía analítica” es un término genérico para un estilo de filosofía que comenzó a dominar en los países de lengua inglesa, en el siglo XX, y se refiere a una tradición de hacer filosofía caracterizada por un énfasis en la claridad y la argumentación, comúnmente alcanzadas a través de la lógica formal y el análisis del lenguaje, y por un gran respeto por las ciencias naturales. En un sentido estrecho, “filosofía analítica” se usa para referirse a un propósito filosófico específico que usualmente se fecha entre 1900 aproximadamente y 1960. El propósito analítico en filosofía comienza con el trabajo de los filósofos ingleses Bertrand Russel (1872-1970) y George E. Moore (1873-1958), quienes desarrollaron un nuevo tipo de análisis conceptual basado en los nuevos avances en lógica.

Los filósofos analíticos criticaban en primer lugar a la metafísica tradicional, en especial la hegeliana, por su creencia que es capaz de dar información acerca de la realidad describiendo cómo es el mundo y presumiendo que esta descripción está formada por proposiciones significativas y verdaderas, y que todo ello es posible básicamente con el recurso de la razón. Para ellos la filosofía no puede ampliar nuestro conocimiento sobre la realidad, pues la única realidad es la empírica. Ellos pensaban en general que la filosofía tradicional no es una actividad legítima, porque los problemas filosóficos son ficticios: no se pueden solucionar por la experiencia. Sostenían que las proposiciones de la filosofía tradicional carecen de sentido; para ellos las únicas proposiciones legítimas son las meramente analíticas o tautologías (el todo es mayor que las partes) y las empíricas (hoy está nublado). Un análisis lógico del lenguaje puede aclarar la confusión de los enunciados de la filosofía tradicional. Sin embargo, creían que existe una forma correcta de hacer filosofía, y se reduce a la aclaración lógica del pensamiento mediante el análisis, debiendo delimitar lo pensable y con ello lo impensable. La filosofía sería el análisis de las proposiciones de la ciencia, que serían purificadas de todo sinsentido y toda metafísica, y fundamentadas en la teoría del conocimiento. Para las dos preguntas fundamentales de toda epistemología ¿qué se puede conocer? y ¿cómo se puede conocer lo que se puede conocer?, su respuesta es empirista: se puede conocer la realidad espacio-temporal, el mundo de los hechos o mundo empírico, y se puede conocer como la ciencia natural conoce: mediante el recurso a la experiencia, es decir, mediante la percepción. A este propósito, que era claramente el de Hume, se añade una dimensión más, la del sentido: el límite de lo que se puede conocer es el límite del sentido, por lo tanto el mundo empírico es el ámbito de la realidad con sentido y el ámbito de lo que se puede pensar y se puede expresar mediante el lenguaje. Para los filósofos analíticos los únicos problemas se refieren a la realidad empírica, por lo que sólo pueden expresarse y solucionarse en el marco de las ciencias empíricas.

A continuación, haré una breve síntesis del pensamiento de dos filósofos de esta tradición que han tenido enorme influencia, Wittgenstein y Popper.

Ludwig Wittgenstein (1889-1951) fue no sólo un filósofo positivista y analítico; su preocupación principal fue la ética, la que incluye también la estética y la teoría de valores, y que subyace en su filosofía. En vida publicó sólo un libro, el Tractatus logico-philosophicus, en 1921. Después de su muerte se publicaron sus Investigaciones filosóficas, en 1953. Según Bertrand Russell su pensamiento se divide en dos periodos: un “primer Wittgenstein” o “Wittgenstein del Tractatus”, que influye en el Círculo de Viena, y un “segundo Wittgenstein” o “Wittgenstein de las Investigaciones”.

El Tractatus intenta explicar cómo funciona la lógica según había sido desarrollada hasta entonces por Frege y Russell. Muestra que la lógica es el andamiaje sobre la cual se levanta nuestro lenguaje descriptivo, que es la ciencia, y nuestro mundo, que es aquello que la ciencia describe por medio del lenguaje. Así, la tesis principal del Tractatus es la estrecha vinculación estructural entre lenguaje y mundo, hasta el punto que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas. Los hechos son estados de cosas, o sea, objetos en cierta relación. Los hechos poseen una estructura lógica que permite la construcción de proposiciones que representen o figuren ese estado de cosas. Así, una proposición es la figura lógica de un hecho. El lenguaje descriptivo representa objetos y está formado fundamentalmente por nombres. Al igual que un hecho es una relación entre objetos, una proposición será una relación de nombres, los cuales tendrán como referencia los objetos. De esta idea tan básica Wittgenstein extrae su teoría de la significación –el sentido– y de la verdad. Una proposición tendrá sentido en la medida que represente un estado de cosas lógicamente posible. Esto no implica que la proposición sea verdadera o falsa. Para que la proposición sea verdadera, el hecho que describe debe darse efectivamente. Si el hecho descrito no se da, entonces la proposición es falsa. Si algo es pensable, se debe formular en una proposición significativa. El pensamiento, que es la figura lógica de los hechos, es una representación mental de la realidad y se rige por la lógica de las proposiciones. Existe una identidad entre el lenguaje significativo y el pensamiento. La realidad es aquello que se puede describir con el lenguaje. Sólo es posible hablar con sentido de la realidad.

Pero si sólo es posible hablar con sentido de los hechos del mundo, ¿qué ocurre con los textos de filosofía y, en particular, con las proposiciones del propio Tractatus que no describen hechos posibles ni hechos del mundo, sino que se refieren al lenguaje y la lógica que rige nuestro pensamiento y nuestro mundo? Hasta aquí Wittgenstein había seguido una epistemología tradicional de corte más bien realista. Lo original es que ahora manifiesta que la forma lógica no puede expresarse en el sentido de que no se puede crear una proposición con sentido en que se describa la lógica, porque la lógica se muestra en las proposiciones con sentido que expresan el darse o no darse de un estado de cosas. La lógica está presente en todas las proposiciones, pero no es dicha por ninguna de ellas. En este sentido, la lógica es trascendental. La lógica establece cuál es el límite del lenguaje, del pensamiento y del mundo. Más allá del límite está lo inexpresable, lo místico. La tarea de la filosofía es llegar hasta los casos límites del lenguaje. Este es el caso de las tautologías, las contradicciones y, en general, las proposiciones propias de la lógica. Análogamente, la ética es también inexpresable y trascendental. La ética, lo que sea bueno o valioso, no cambia nada los hechos del mundo; el valor debe residir fuera del mundo, en el ámbito de lo místico. De lo místico no se puede hablar, pero una y otra vez se muestra en cada uno de los hechos que experimentamos.

Las Investigaciones filosóficas es el principal texto en que se recoge el pensamiento del llamado segundo Wittgenstein. El rasgo más importante de esta segunda época está en un cambio de perspectiva en su estudio filosófico del lenguaje. Si en el Tractatus adoptaba un punto de vista lógico para analizar el lenguaje, el punto de vista de las Investigaciones es pragmático. No se trata de buscar las estructuras lógicas del lenguaje, sino de estudiar cómo se comportan los usuarios de un lenguaje, cómo aprendemos a hablar y para qué nos sirve. El significado de las palabras y el sentido de las proposiciones están en su uso en el lenguaje, por lo que preguntar por el significado de una palabra o por el sentido de una proposición equivale a preguntar cómo se usa. Puesto que dichos usos son muchos y multiformes, el criterio para determinar el uso correcto de una palabra o de una proposición estará determinado por el contexto al cual pertenezca, que siempre será un reflejo de la forma de vida de los hablantes. Dicho contexto recibe el nombre de juego de lenguaje. Estos juegos de lenguaje no comparten una esencia común, sino que mantienen un parecido de familia. De esto se sigue que lo absurdo de una proposición radicará en usarla fuera del juego de lenguaje que le es propio. Una tesis fundamental de las Investigaciones es la imposibilidad de un lenguaje privado. Para Wittgenstein, un lenguaje es un conglomerado de juegos, los cuales estarán regidos cada uno por sus propias reglas. El único criterio para saber que seguimos correctamente la regla está en el uso habitual de una comunidad. Lo mismo ocurre con los juegos de lenguaje: pertenecen a una colectividad y nunca a un individuo sólo.

Existen diferencias entre el Tractatus y las Investigaciones. Mientras que para el Tractatus hay un sólo lenguaje, que es el lenguaje ideal compuesto por la totalidad de las proposiciones significativas –lenguaje descriptivo–, para las Investigaciones el lenguaje se expresa en una pluralidad de distintos juegos de lenguaje –del que el descriptivo es sólo un caso–. El Tractatus define lo absurdo o insensato de una proposición en tanto que ésta rebasaba los límites del lenguaje significativo, mientras que las Investigaciones entiende que una proposición resulta absurda en la medida en que intenta ser usada dentro de un juego de lenguaje al cual no pertenece. De ahí que, para el Tractatus, el significado está determinado por la referencia, lo que equivale a decir que si una palabra no nombra ninguna cosa o en una proposición no figura ningún hecho, carece de significado en tanto que resulta imposible asignarle un determinado valor de verdad. Pero en las Investigaciones se reconoce que en el lenguaje ordinario la función descriptiva es una de las tantas funciones del lenguaje y que, por ende, el dominio del significado es mucho más vasto que el de la referencia. Así, para las Investigaciones, el significado de una palabra está determinado por el uso que se haga de la misma. Así, el criterio referencial del significado es reemplazado por el criterio pragmático del significado. En cuanto a la noción de verdad, el Tractatus manifiesta que la verdad se constituye como la correspondencia entre el sentido de lo representado en una proposición y un hecho. Pero dado que las Investigaciones postula distintos usos posibles del lenguaje más allá del descriptivo, la aplicación del criterio semántico de verdad parece quedar restringida al ámbito del lenguaje meramente descriptivo.

A modo de crítica, diré primero que si bien el mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas, como afirma Wittgenstein, lo es en referencia a las relaciones de causa y efecto que se dan de hecho en la realidad y que podemos conocer mediante la observación y la experimentación para llegar a formular las leyes naturales que las rigen. Sin embargo, estas relaciones no son lógicas ni constituyen alguna estructura lógica. Tampoco están sujetas al análisis lógico, pues responden al modo de funcionamiento de las cosas. Por otra parte, el mundo es la totalidad de las cosas que en nuestra mente, que ya abstraídas como ideas, o entes que se relacionan de modo ontológico. Más exactamente, una cosa puede ser representada en nuestra mente como una idea o concepto y ser también definida por ser ontológicamente parte de una estructura y por poseer una función causal específica. De ahí que en la relación ontológica la cosa tiene referencia con una globalidad –una estructura– de escala mayor, en la cual ella es una unidad discreta, mientras que en su relación causal la cosa es causa y/o efecto. En una segunda instancia, y por tanto en una escala mayor de estructuración mental, de ambos tipos de relaciones –causal y ontológica– podemos llegar a formular proposiciones, las que pueden ser verdaderas o falsas, dependiendo de su correspondencia con la realidad. Estas proposiciones pueden entrar, en una escala aún mayor, a estructurar las relaciones lógicas y ser sometidas a este juego con el objeto de derivar un conocimiento nuevo que no estaba implícito en las proposiciones.

En segundo lugar, diré que lingüísticamente hablando, en gramática la palabra es un sustantivo o un adjetivo cuando la idea representa directamente una estructura, y es una preposición, una conjunción o un artículo cuando representa relaciones de estructuras. En cambio, las palabras que representan fuerzas se agrupan en lo que en gramática se designa como verbo, y aquellas referidas a modificaciones de fuerzas corresponden al adverbio. Podemos advertir que sólo el verbo tiene tiempo; ello se explica porque en la realidad sólo la fuerza actúa en el tiempo. Igualmente, sólo los sustantivos, juntos a sus adjetivos y artículos correspondientes, tienen número, pues las estructuras pueden ser múltiples. También podemos notar que las diferencias entre las acciones expresadas por los distintos verbos se refieren al modo de ser funcional específico de cada estructura particular. Cuando no es una simple identificación o definición de una cosa, toda oración se refiere a una acción e interpreta siempre un proceso mecánico desarrollado dentro de los parámetros espacio-temporales. El lenguaje siempre está referido a nuestra realidad material, aunque sea el fruto de la imaginación más descabellada, pues procede de nuestra experiencia que siempre tiene un origen sensible. Adicionalmente, el sistema de la lengua es en gran medida una estructura llena de prejuicios. No toca el fondo de las cosas, ni es crítico, sino que es mayormente anodino, ambiguo, eufemístico y se mueve en un nivel de ensueño. En consecuencia, si el objetivo buscado es la claridad y la verdad, se debe tener conciencia del material empleado.

Tercero, diré que si para Wittgenstein sólo la lógica es trascendental porque está presente en todas las proposiciones, lo que sí es propiamente trascendental son las características comunes de las cosas o estructuras, como la función y la fuerza, la materia y la energía, el tiempo y el espacio, la causa y el efecto, persona y sociedad, lo que permite la interacción de las cosas y seres en la realidad. Por ser también trascendentales, pertenecen a las relaciones metafísicas que podamos estructurar en nuestra mente.

Karl Popper

Karl Popper (1902-1994) fue filósofo, sociólogo y teórico de la ciencia. Estuvo muy relacionado con el Círculo de Viena, pero nunca se confirmó positivista. Nos ocuparemos aquí de su epistemología. En La lógica de la investigación científica, 1934, Popper propone un criterio de demarcación que distinga y separe en forma tan objetiva como sea posible las proposiciones científicas de las más especulativas, como las proposiciones metafísicas. Mientras Popper estaba consciente del enorme progreso del conocimiento científico, los problemas metafísicos se resistían a ser disueltos a pesar de no mostrar avances significativos desde la Grecia clásica. Para Popper las proposiciones metafísicas pueden tener sentido y es legítimo discutir sobre ellas, discrepando con esto de los positivistas, para quienes dichas proposiciones carecen simplemente de sentido. Esta discrepancia se hizo extensiva a Wittgenstein, con el añadido de que Popper no incluye dentro de las proposiciones científicas aquellas del psicoanálisis y del marxismo, las que para Wittgenstein sí tienen sentido. Este criterio de demarcación no decide sobre la veracidad o falsedad de la proposición, sino sobre si interesa ser discutida dentro de la ciencia.

La búsqueda de dicho criterio de demarcación aparece ligada a la pregunta ¿qué propiedad distintiva del conocimiento científico ha hecho posible el avance en nuestro entendimiento de la naturaleza? Para Popper una proposición es científica si puede ser refutada, es decir, susceptible de la verificación empírica, independientemente del resultado de la prueba. No coincidía con el inductivismo, según el cual cuando una ley física resulta repetidamente confirmada por nuestra experiencia, podemos darla por cierta o, al menos, asignarle una gran probabilidad. Pero tal razonamiento, como ya fue notado por Hume, no puede sostenerse en criterios estrictamente lógicos, puesto que éstos no permiten inducir una ley universal a partir de un conjunto finito de observaciones particulares. Popper abandona por completo el inductivismo en favor de las teorías. Sólo a la luz de las teorías nos fijamos en los hechos. Y si los hechos contradicen la teoría, ésta debe descartarse o modificarse. Afirma que aunque nunca las experiencias sensibles –los hechos– anteceden a las teorías, éstas necesitan de la experiencia –de las refutaciones– para distinguir cuáles teorías son válidas –aptas– y cuáles no.

El conocimiento científico no avanza confirmando nuevas leyes, sino descartando leyes que contradicen la experiencia. A este descarte Popper lo llama falsación. Desde entonces, el concepto de falsabilidad es comúnmente aceptado por la comunidad científica como criterio válido para juzgar la respetabilidad de una teoría. La falsación consiste en que la labor del científico trata principalmente en criticar y refutar leyes y principios de la naturaleza para reducir así el número de las teorías compatibles con las observaciones experimentales de las que se dispone. El criterio de demarcación puede definirse entonces como la capacidad de falsabilidad de una proposición. Sólo se admitirán como proposiciones científicas aquellas para las que sea conceptualmente posible un experimento o una observación que las contradiga. Así, dentro de la ciencia quedan, por ejemplo, la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica y, fuera de ella, el marxismo o el psicoanálisis. En el sistema de Popper se combina la racionalidad con la extrema importancia que la crítica tiene en el desarrollo de nuestro conocimiento, superando la polémica entre empirismo y racionalismo. Es por eso que tal sistema fue bautizado como racionalismo crítico.

Para Popper la ciencia no es más que un conjunto de teorías o hipótesis provisionales que explican causalmente los hechos. Aunque las teorías e hipótesis estén inicialmente sostenidas por evidencias, se deben tratar de refutar para sostener su validez, pues una evidencia contradictoria puede surgir y refutar una antigua teoría y plantear una nueva hipótesis. Todas las ciencias poseen unidad en su método de planteamiento de teorías, ensayo y error, por el que se eliminan las teorías no aptas. Es imposible predecir la historia futura simplemente porque es imposible predecir los descubrimientos científicos futuros.

A modo de crítica a Popper comentaré en adelante lo siguiente: la ciencia no busca solamente elaborar teorías, sino que descubrir principalmente las leyes naturales que gobiernan el universo. Estas leyes son universales y comandan las distintas relaciones de causa-efecto. La ciencia comienza formulando hipótesis, como por ejemplo, el caso de Galileo que se preguntaba si distintos cuerpos caen a una misma velocidad. Una hipótesis consiste en un postulado de hechos observados que aún necesitan su comprobación empírica. Es una proposición con base científica aceptable que sirve para responder de forma tentativa a un problema, siendo más confiable que una conjetura o una opinión. Los experimentos realizado por Galileo demostraron que, en efecto, los cuerpos caen a la misma velocidad, independiente de su tamaño y peso específico.

Una ley científica o natural es una proposición que afirma una relación causal y constante entre dos o más variables y que por lo general se expresa matemáticamente. Un ejemplo de ley es la de la gravitación universal, formulada por Isaac Newton (1564-1642), que afirma que la gravedad es la fuerza de atracción de dos cuerpos que es directamente proporcional a sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa. Las leyes científicas se enmarcan en los siguientes principios:
1) Todo lo existente está regido por leyes naturales.
2) Estas leyes son invariantes en el tiempo y en el espacio.
3) La actividad del científico consiste en describirlas.
4) La existencia de estas leyes es independiente de que la ciencia las describa, o no.
5) Es posible, en principio, conocer la totalidad de las leyes.

La ley de la gravitación universal no explica por qué acontece este fenómeno. Para ello se requiere una teoría científica. Por ejemplo, Albert Einstein formuló una teoría llamada de la relatividad general, que explica la gravitación por efectos geométricos en el espacio-tiempo a causa de la presencia de masa.

A causa de la creciente complejidad de la realidad que la ciencia va develando, resulta necesario recurrir a la teoría. Propongo definir como “teoría” un sistema cognoscitivo-comprensivo de estructura lógica-especulativa en un cierto ámbito de la realidad cuyos argumentos o proposiciones no son datos –como sostiene Popper–, sino que leyes naturales formuladas e hipótesis, cuyo objeto es confeccionar un modelo científico coherente y consistente que explique, interprete, unifique, profundice un conjunto amplio, no tanto de hechos, sino que de relaciones causales observadas, experimentadas y hasta medidas. De este modo, una teoría sirve para distintos propósitos: 1º explicar el conjunto de datos, observaciones, experimentos y experiencias relacionados con dicho ámbito de la realidad; 2º ampliar, corregir y/o sustituir otras teorías de otros ámbitos; 3º hacer predicciones sobre hechos aún no observados ni verificados. La certeza de una teoría está en relación directa a la cantidad de leyes científicas empíricamente demostradas, y en relación inversa a las hipótesis que contenga.

Es erróneo suponer que la argumentación teórica sigue las reglas de la dialéctica de Fichte o los saltos paradigmáticos propuestos por Thomas Kuhn (1922-1996), contradictor de Popper. Según Kuhn, el cambio científico tiene el carácter de revoluciones científicas, que son momentos de desarrollo no acumulativo en los que un viejo paradigma es sustituido por otro distinto e incompatible con él. Por el contrario, pienso que más que sufrir cambios revolucionarios de paradigmas y sustitución brusca de teorías, las teorías corrientemente evolucionan. Una teoría es ampliada y corregida en la medida que se integra mayor conocimiento científico en la forma de leyes naturales, que provienen de las hipótesis que han sido verificadas empíricamente. Ciertamente, una teoría es sustituida cuando se demuestra su incoherencia o inconsistencia. Hay teorías que han sido demostradas falsas, como el lamarckismo o el universo geocéntrico.

Por la naturaleza esencialmente misteriosa del universo, que está más allá de nuestro completo entendimiento, comprensión y conocimiento, siempre una teoría contendrá elementos no verificados empíricamente, además de conceptos elusivos. Puesto que en la teoría como sistema se argumenta con conceptos tan trascendentales como estructura, fuerza y función, materia y energía, espacio y tiempo, persona y sociedad, sólo una nueva metafísica que reflexione más profundamente sobre tales conceptos podrá evitar que la ciencia quede entrampada en teorías que no tienen correspondencia con la realidad en su complejidad. Tal es el caso de la teoría general de la relatividad, que a causa de algunas contradicciones –la masa requerida para un universo curvo– y de la exaltación de la figura de Einstein ha llegado a explicaciones absurdas, como la necesidad de postular materia oscura y energía oscura, similar al caso de observar el movimiento aparentemente errático de los planetas en la teoría geocéntrica de Ptolomeo, para el que se elaboraron también absurdas explicaciones. Una teoría alternativa se puede ver en http://.metrocosmos.blogspot.com. Aunque he invitado a decenas de prestigiosos cosmólogos a leerla, no he tenido el agrado de recibir algún comentario. Tal es la fuerza del prestigio que gravita en la comunidad científica que impide toda objetividad e imparcialidad. Kuhn puede tener razón, pero el cambio de paradigma sería el resultado de la obsecuencia humana.



CAPÍTULO 4 – CRÍTICA A LA FILOSOFIA TRADICIONAL



La contradicción fundamental en el discurso filosófico del ser, surgida tras los postulados antagónicos de Parmédides y Heráclito, fue superada sólo cayendo en la dualidad espíritu materia, en contra del ideal de la unidad natural del univer­so, el que contiene sólo lo múltiple y lo mutable de la materia. Tradicionalmente, la filosofía ha supuesto que la unidad y la inmutabilidad están vinculadas con la inmaterialidad de la idea, en tanto que la multiplicidad y la mutabilidad pertenecen a lo caótico del mundo sensible. De ahí se supuso que la idea debe ser concebida por una mente de naturaleza inmaterial y, por tanto, espiritual. Se ha supuesto también que es imposi­ble adquirir proposiciones de carácter trascendental a partir de la experiencia del mundo sensible, siendo ello posible únicamente por una acción de una razón de naturaleza espiritual. La ciencia, por su parte, ha encontrado que esta dualidad es un concepto arti­ficioso y erróneo, pues contradice la realidad que ha ido descubriendo, siendo la unidad del universo lo central y siendo además lo múltiple y mutable su forma de ser.


Introducción al tema


La historia para explicar qué conocemos constituye una gi­gantesca empresa que emprendió la filosofía desde sus mismos albores en la antigua Hélade, cuando en la comprensión del univer­so, en las cosas que contiene y en el acontecer, buscaba encontrar la racionalidad y el sentido de todo. En la filosofía podemos destacar algunos aspectos fundamentales que ahora, desde la perspectiva científi­ca, siguen tan vigentes, mientras que otros aspectos resultan ser suposiciones, creencias, pretensiones y teorías ingenuas. El punto de vista científico, que persigue explicar el ‘cómo’ de las cosas del universo mediante la observación, la experimentación y verificación, y la formulación de hipótesis y teorías, ha puesto en jaque la labor y el fruto de los más eminentes y dedicados pensadores que la humanidad ha tenido al ir desentrañando la realidad en la medida que ha ido develando la causalidad en el acontecer. Como resultado de este quehacer, la ciencia ha transformado radicalmente la visión que los seres humanos habían forjado por siglos de Dios, del universo y de sí mismos. Este proceso se está verificando ante nuestras propias narices, en una revolución cultural sin precedente.

Para solucionar el problema ‘qué son las cosas’, fue necesario pasarse al problema ‘qué conocemos acerca de ellas’. En gran medida la polémica histórica fundamental de la filosofía ha radicado en si las ideas tienen o no existencia propia, en si son o no independientes de la razón, en si son o no anteriores a la experiencia sensible, en si son o no de naturaleza distinta al mundo sensible, en si se refieren a muchas cosas o a cosas estrictamente individuales, en si son o no verdaderas representaciones de las cosas, en si de ellas se puede derivar conocimiento ulterior. Idealistas, realistas, nominalistas, racionalistas, positivistas, empiristas, fenomenológicos, existencialistas, empiristas lógicos, analíticos, han defendido denodadamente una u otra postura. El problema discutido no es menor, pues se refiere tanto a la naturaleza del sujeto que conoce como del objeto que se conoce, y apunta por consiguiente a cómo concebimos la naturaleza y la existencia de Dios, de los seres humanos y del universo y sus cosas. Ciertamente, las implicancias han sido profundas en la metafísica, la epistemología, la ética, la psicología, la antropología, la política, la estética, el derecho.

Para ubicarnos en el problema epistemológico, que, como ha sido visto desde el comienzo del pensar filosófico, precede al pensamiento metafísico, se reconoce ampliamente que existe una radical diferencia entre el sujeto que conoce y el objeto del conocimiento, y entre el mundo de las ideas y el mundo real. Por una parte, está la cuestión de las respectivas naturalezas de la representación y de lo representado. Así, para los idealistas, la representación es más real que lo representado. Y para todo el pensamiento anterior a la era computacional y exceptuando en cierta medida el materialismo, la representación es de naturaleza espiritual, en tanto que lo representado pertenece al mundo material. Por la otra, está el alcance del objeto de conocimiento, siendo generalmente considerado como algo pasivo y comprendido como una entidad englobada en sí misma y cuyas vinculaciones son secundarias. Pocos filósofos, y además en forma tímida, han considerado que los objetos son funcionales y que lo que es más significativo en la realidad son las relaciones causales entre las cosas más que las cosas mismas.

Contradicciones

Tres temas en los que la ciencia contradice a la filosofía tradicional parecen ser decisivos, y serán analizados en este ensayo. El primero se refiere a la unidad que confiere racionalidad e inteligibilidad. Así, para la filosofía tradicional, que concibe el mundo sensible como caótico en tanto múltiple y mutable, la unidad está principalmente en la idea y secundariamente en las cosas; éstas poseen unidad en tanto son participativas del ser, entendido más bien como un ente de la razón. En cambio, la ciencia ha descubierto que el mundo sensi­ble, al que identifica con el universo, no sólo contiene la unidad exigida por una racionalidad, sino que cualquier otro tipo de unidad inteligible y racional procede necesariamente de este mismo universo y las cosas que contiene. La unidad y el orden del universo y sus cosas se encuentran en las leyes naturales que la ciencia va descubriendo, pues son universales, se aplican en todo el universo. No es extraño que en ausencia de la ciencia empírica el universo hubiera aparecido como un caos en la edad precientífica.

El segundo tema que se tratará se refiere a la naturaleza de la idea. Para la filosofía tradicional la idea no puede ser mate­rial, pues es tan intangible que resulta no creíble que pueda ser tan material como un trozo de roca; y si ella es inmaterial, la razón debe ser de naturaleza espiritual para poder contenerla. Este argumento apoya la creencia en un compuesto espiritual cons­tituyente del ser humano y de la separación del universo en dos naturalezas distintas. Para la ciencia, en cambio, tanto la idea como la mente y la razón son tan materiales como todo el universo sensible. En definitiva, si el universo que descubre la ciencia posee una unidad, es precisamente por su materialidad. Cualquier dualidad materia-espíritu contradice dicha unidad. En cambio, para la filosofía tradicional dicha dualidad es irrelevante en relación a la unidad del universo, puesto que la unidad es una propiedad, no de las cosas, sino de la ontología.

Por último está el tema de las proposiciones trascendenta­les, propias de una metafísica. Así, la filosofía tradicional hace depender las proposiciones trascendentales del apriorismo, y que para Kant resultó ser el verdadero problema de su crítica, pues buscó la posibilidad de obtener proposiciones trascendentales a priori y, ciertamente, sin el recurso de la inducción. El punto que se analizará es que para la filosofía tradicional lo necesario y universal de una proposición proviene del hecho de que está constituida por ideas de carácter inmate­rial y con unidad intrínseca. Así, si las ideas son más reales que lo que representan y siendo la verdad un atributo intrínseco de la proposición (antes que de su concordancia con la relación objeti­va que representa), la proposición tendrá carácter de necesario.

Para la ciencia, en cambio, el valor de necesidad de las proposiciones sobre el universo y sus cosas proviene directamente de la adecuada comprensión de las relaciones causales, y éstas dependen de leyes universales, es decir, del modo determinista de funcionar del universo y sus cosas, que es justamente lo que aquella descubre. Este hecho hace que las proposiciones que conoce la ciencia respecto a la causalidad tengan efectivamente el carácter de necesidad y se refieran al universo entero, como la ley de la gravitación universal, a pesar de que la misma ciencia constituya un proceso de conocimiento inacabado. Puesto que las causas pertenecen al modo de funcionar de las cosas a escala universal, las proposiciones referidas a ellas tienen también el carácter de universal, lo que junto con su necesidad las hace trascendentales.

Lo que estos tres temas tienen en común es que surgieron de la dualidad introducida tras la contradicción fundamental de los discursos de Parmédides y Heráclito. Si el ser es uno, ¿cómo puede ser también múltiple y mutable?, preguntaba el primero, mientras que el segundo no podía pensar en otra cosa que no fuera el permanente devenir de la multiplicidad de cosas. Hasta ahora, en la solu­ción de este problema, siempre que se ha obtenido la unidad en algún aspecto, ha resurgido la dualidad en otro. Así, Platón obtuvo la unidad en la Idea, pero resurgió la dualidad entre ésta y la realidad sensible. Aristóteles hizo proceder la idea de la realidad sensible, unificando ambos mundos, pero la dualidad reapareció en sus conceptos de forma-materia, acto-potencia, esencia-existencia, sustancia-accidente. Siglos después, Des­cartes aceptó decididamente la existencia de dos mundos apartes, sus res cogitans y res extensa. Pero no era fácil prescindir del anhelo de unidad que podía explicar el sentido del universo y darle racionalidad. Kant intentó buscarla en la razón, pero la dualidad renace en la distinción que él hizo entre el entendi­miento y la razón, entre el objeto inteligible y el mundo sensible y entre la cosa en sí y la cosa como aparece, forzado a ello por considerar caótico el mundo sensible y a priori la idea.

Pareciera que si uno acepta la noción de ser necesario en un universo contingente, de alguna u otra manera se pierde la unidad del ser, quedando el universo polarizado, como ha sido el caso de la historia de la filosofía hasta el presente, al regis­trar la dualidad principalmente entre lo real y lo ideal, cen­trándose el problema principalmente en la epistemología. Pero si así ha ocurrido históricamente, ha sido por desconocimiento de cómo el universo funciona y por creer demasiado en el poder de la razón. Tras lo descubierto por la ciencia nosotros podemos afir­mar que el caos que aparece al observar el mundo sensible es sólo aparente. Detrás de él, se encuentra una maravillosa racionalidad que confiere unidad a las cosas sin necesidad de ser impuesta por la razón. La ciencia puede aportar los antecedentes requeridos para superar definitivamente el problema de la dualidad que tanto ha incidido en la cultura occidental, y sin caer, por otra parte, en el reduccionismo del monismo que niega uno de los términos de la dualidad. Podríamos decir que el pecado de la filosofía tradicional ha sido la dualidad, y la ciencia la ha castigado con la amenaza de su desaparición. Es simplemente la dualidad la que debe ser negada y rechazada por ser tan artificiosa y contraria al conocimiento que la ciencia ha venido develando. Analicemos con mayor detalle entonces a continuación estos tres temas que la ciencia critica a la filosofía tradicional.


La razón frente al caos


Desde siempre la humanidad ha concebido la realidad como un mundo desordenado y caótico que arbitrariamente afecta la totalidad de la existencia. Esta arbitrariedad ha demandado antropológicamente el reconocimiento de un orden animista que explicaría el funcionamiento de las fuerzas naturales, las que se pueden desencadenar positivamente tras rogativas y expiaciones colectivas o individuales. En la práctica la necesidad de supervivencia en un medio conflictivo, confuso e inesperado ha exigido de los seres cerebrados mucha cautela y también mucho aprendizaje. Más bien, tanto la cautela como la capacidad para aprender confieren mayores oportunidades para la supervivencia. De hecho, este ambiente que mezcla los peligros con las oportunidades ha sido el acicate para que la inteligencia haya evolucionado, permi­tiendo a estos organismos mejores posibilidades de supervivencia y reproducción. La inteligencia ha ido evolucionando para discrimi­nar el desorden y encontrar lo constante y lo repetitivo.

La experiencia, el apren­dizaje y el conocimiento de la iteración posibilitan una economía de esfuerzos para evitar los peligros y encontrar los medios para sobrevivir. Según lo descubierto por el conductismo, el aprendizaje se logra a través del mecanismo de ensayo y error, siendo su objetivo no repetir el mismo error, el que puede provocar incluso un daño irreversible. El fruto de este mecanismo es el aprendizaje de relaciones de causa y efecto, el que sirve para prever los efectos de una acción propia o de un acontecimiento externo al individuo y que lo puede afectar. La iteración de la causalidad nos señala también que la naturaleza se comporta de acuerdo a ciertos parámetros prees­tablecidos, aquello que denominamos leyes naturales y que la ciencia descubre.

En los seres humanos, y más precisamente en la genética de la cognición de nuestra especie, el mecanismo de selección natural que busca una mejor adaptación al ambiente, que es la evolución biológica, implantó además el anhelo por el orden y la unidad como medio para discriminar el caos. Esta capacidad es el fruto del pensamiento abstracto y racional, por el que se obtienen las relaciones ontológicas y lógicas. Mediante el conocimiento de las relaciones causales y el pensamiento de las relaciones ontológicas y lógicas, un ser humano adquiere un notable dominio sobre el hostil, pero también generoso medio. Estas relaciones apuntan hacia una realidad que puede ser comprendida, porque ésta posee intrínsecamente un orden y una unidad. De este modo, a la realidad aparentemente caótica nuestro intelecto le debe imponer orden, en el sentido de inmutabilidad y unidad, si ha de ser conocida, sometida y domina­da. El problema epistemológico que naturalmente aparece es si la caótica y desordenada realidad posee un orden y una unidad que pueden ser conocidos, o dicho orden y unidad pertenecen a nuestra razón.

Históricamente, la concepción de una realidad identificada con el caos fue asumida sin crítica alguna por la epistemología tradicional, y razonada en términos de multiplicidad y mutabili­dad. Englobar lo caótico dentro de lo múltiple en el espacio y lo mutable en el tiempo fue el legado de Heráclito. Esta epistemolo­gía efectuó una radical cirugía sobre la concepción de una reali­dad identificada con el caos y opuesta a una razón ordenadora y unificadora. Ella seccionó el universo en dos realidades distintas: la realidad sensible del objeto inteligible y la realidad racional del sujeto cognoscente. De acuerdo a la epistemología racionalista, lo sensible está sometido al caos y al desorden, y posee únicamente multiplicidad y mutabilidad; en cambio, lo racional es el lugar de las ideas eternas e inmutables. Según ésta, el prime­ro es propio de lo material y corrupto, y conduce al error; el segundo corresponde a lo inmaterial y espiritual, y es la fuente de la verdad. Para explicar la unidad e inmutabilidad de la idea, la epistemología emprendió la tarea de tender un puente entre ambas realidades. A causa de la desconfianza que merece la reali­dad sensible como fuente de certeza, se creyó que la idea es posible sólo a través de la actividad de la razón.

La historia de la filosofía nos muestra que nunca ha habido acuerdo acerca de la forma del puente, y las posiciones se ubica­ron en un campo ideológico cuyos extremos han sido dominados, uno por el idealismo y el otro por el realismo. La respuesta particu­lar al problema de la posibilidad de la existencia de las ideas en la razón, propio de la teoría del conocimiento, estableció su ubicación en dicho campo. Así, para los idealistas las ideas preexis­ten en la razón y, por tanto, son innatas. En cambio, para los realistas las ideas provienen primeramente de la realidad sensi­ble, siendo abstraídas por la razón. En lo que hubo justificado acuerdo fue en negar validez a los intentos de los empiristas para alcanzar juicios absolutos mediante el puro método inducti­vo.

Existe consenso en que conocer es conceder racionalidad a una realidad que se presenta caótica. La acción para otorgar orden lógico y racional puede realizarse de cuatro maneras. En primer lugar, se puede suponer que la razón misma es la poseedora de la racionalidad, siendo capaz de imponer orden a una realidad supuestamente caótica. En esta actitud vimos que existieron ini­cialmente dos posturas: primero, la de Platón, quien separó una razón, considerada preexistente, de una realidad, considerada aparente; y segundo, la de Aristóteles, quien supuso que la experiencia de la realidad gatilla la capacidad ordenadora de la razón. Del segundo, los tomistas supusieron posteriormente que la razón genera ideas universales; y los nominalistas supusieron, por el contrario, que ésta logra generar únicamente ideas parti­culares. Tiempo después, Kant, siguiendo el camino de Platón, recurrió a sus formas a priori y a sus categorías para obtener un objeto inteligible emanado del entendimiento, pero no de la experiencia sensible. Los neokantianos quisieron ir más lejos: deducir verdades lógicas por su carácter trascendental, a priori, ideal, objetivo y atemporal, sin considerar que la mente es subjetiva, relativa y contingente.

En segunda instancia, en la vereda opuesta la fenomenología fue un intento para conocer la realidad de una manera objetiva, buscando analizar la relación que hay entre los hechos o fenómenos y la conciencia, pero sin lograr explicar cómo la mente puede conocer los objetos. En el extremo el empirismo lógico, al igual que la filosofía analítica, rechazó todo conocimiento que no pudiera relacionarse con lo inmediatamente sensible y empírico, tildándolo de sinsentido.

Tercero, se puede suponer que la percepción de la realidad es falible y, por tanto, no confiable. Esta es la postura del escepticismo, el que nunca ha tenido algo que apor­tar. Nuestra época, tildada de posmoderna porque reniega de una verdad filosófica, al tiempo que encuentra efectivamente que toda verdad científica nunca está completa, pudiendo incluso ser eventualmente rebatida por nuevos descubrimientos científicos que la contradigan, se encuentra inmersa en el escepticismo y el relativismo y se expresa en un mundo de imágenes y emociones.

Por último, se puede suponer que la realidad misma es caóti­ca tan sólo en apariencia, pero que detrás de aquello que aparece, existe no sólo un orden, sino que también una gran unidad. Ambas características pueden y deben ser descubiertas, ya que todas las cosas en la realidad no sólo se relacionan ontológicamente, sino que, principalmente, de maneras causales y en formas muy determi­nadas, fruto de leyes naturales de carácter universal, y pertene­cen a distintas escalas incluyentes. Esta tercera manera de superar el aparente caos en la naturaleza, que surgió con el método científico, debiera ser asumida por una verdadera episte­mología. Ella es analizada en mis libros La llama de la mente (ref. http://unihum4.blogspot.com)  y El pensamiento humano (ref. http://unihum5.blogspot.com).

Desde el punto de vista de la relación causal, objeto del estudio de la ciencia, podemos observar precisamente que en los fenómenos que se dan en el universo la multiplicidad no es efecto de la mutabilidad, ni ambas son causas del desorden y el caos. En primer término, la materia posee una capacidad intrínseca para ordenarse y organizarse en una multiplicidad ilimitada de estruc­turas, las que poseen a su vez la capacidad para desempeñar funciones de acuerdo a posibilidades muy determinadas y concre­tas. En segundo lugar, la mutabilidad es explicada por la acción de fuerzas que no son impredecibles ni arbitrarias, sino que están sujetas a leyes deterministas y universales. Estas obligan a las cosas a funcionar y a comportarse de maneras muy determina­das. Por último, las cosas del universo existen porque tienen coherencia, y son coherentes porque son precisamente funcionales; y nuestra mente, por su parte, es coherente porque trata con cosas que son coherentes y no caóticas.

Desde el punto de vista de la constitución y funcionalidad de las cosas éstas, que pertenecen a escalas distintas, están compuestas por cosas de escalas menores y, a su vez, forman parte de cosas de escalas mayores. La pertenencia implica funcionalidad. Así la funcionali­dad propia de cada cosa le viene por la funcionalidad particular de las cosas que la componen, e interviene en la funcionalidad de la cosa de la que forman parte. La función particular de una cosa permite que la cosa de la que forman parte posea una función específica.

Por lo tanto, para la ciencia el caos que observamos en la realidad sensible es sólo aparente. Por el contrario, la realidad de nuestro universo contiene solamente orden y unidad si logramos realmente comprenderlo. Nuestro intelecto necesita conocer única­mente las causas que relacionan las múltiples cosas de nuestro universo para comenzar a entender su ordenamiento y unidad. Afortunadamente, la infinidad de relaciones causales pueden asi­milarse a un número determinado de fuerzas que han llegado a ser conocidas y definidas y para la cual poseen teóri­camente una unidad primordial. La relación causal produce en el universo la simetría, la elegancia y el equilibrio que cautivan y deleitan al científico cuando observa la realidad desde la dimen­sión microscópica hasta la dimensión microscópica.

La contradicción clásica entre lo uno y lo múltiple que dio origen a los diversos sistemas filosóficos que conocemos, puesto que éstos emergieron precisamente como modos de superarla, no tiene sentido alguno para una filosofía que se fundamente en la ciencia. Para ésta, la unidad no le viene al ser ni por su esencia ni por la imposición de ésta por el sujeto que conoce. Por el contrario, las cosas poseen unidad por sí mismas: todas las cosas del universo tienen un origen común, están constituidas por el mismo tipo de partículas fundamentales, pueden transfor­marse unas en otras, se afectan causalmente entre sí, están sometidas al mismo tipo de fuerzas, transfieren energía entre sí, existen en campos de fuerza comunes, se comportan de acuerdo a leyes universales que les son comunes y basadas en el modo espe­cífico de funcionamiento de las fuerzas y estructuras. Esto es, las cosas del universo tienen unidad en sí mismas por origen, funcionamiento y composición. La unidad no les viene a las cosas primariamente por el ser, que es un concepto más bien intelectual y a posteriori, sino que ella proviene fundamentalmente porque las cosas son esencial­mente fuerzas y estructuras que funcionan en las distintas esca­las del universo, afectando cada una de ellas en la medida de su funcionalidad al mismo universo.

De lo anterior se deduce que las cosas, aunque múltiples, no son caóticas. La multiplicidad no es informe, sino que proviene de la capacidad de la materia (no de la materia prima desde luego, sino de la estructura y la fuerza, complementariedad que analizo en mi libro La clave del universo, ref. http://unihum3.blogspot.com)  para organizarse y reorga­nizarse indefinidamente en estructuras y desempeñar funciones ilimitadamente variadas, pero cada función según las posibilida­des concretas de subsistencia y de la acción concreta de las estructuras particulares. Las fuerzas por las cuales todas las estructuras se relacionan causalmente entre sí están sujetas a las leyes deterministas que surgen de los especiales modos de cómo las estructuras funcionan e interactúan.

En resumen, el hecho sustancial es que la razón humana produce en la mente ideas que no existen en la realidad objetiva, y las ideas, que son universales y abstractas, son efectivamente representaciones conceptuales de cosas absolutamente individuales y concretas de esta realidad. Y la razón también produce ideas en tanto relaciones verdaderas de cosas objetivas, pues estas cosas se relacionan causalmente en el universo real.


El espíritu y la materia


La filosofía tradicional nunca ha podido liberarse de la dualidad espíritu-materia, y muchos filósofos contemporáneos per­sisten en observar la realidad desde esa perspectiva. Sin embar­go, la concepción de la metafísica del ser, que asume esta duali­dad, no sólo representa un obstáculo para aceptar las conclusio­nes de la ciencia, sino que no encuentra sentido alguno en lo referente a la forma de cómo funcionan las cosas del universo. Los problemas con la noción de ser son que puede predicarse tanto del espíritu como de la materia, al tiempo que no le es relevante la distinción entre estructura y fuerza.

La teoría de la dualidad espíritu-materia supone que la materia tiene un carácter puramente pasivo, atemporal e indeterminado, lo que obliga a postular (Aristóteles) un principio complementario de naturaleza acti­va e inmaterial, la forma, para explicar la multiplicidad y el cambio en los entes. Para explicar la vida biológica, algunos han debido recurrir a un cierto principio vital, inmaterial, que denominan alma, la parte del ser que anima al cuerpo material. Todos suponen que este principio inmaterial, en el caso del ser humano, es espiritual, y es identificable con la razón, o la mente, sin llegar a definir psicológicamente la diferencia entre estos conceptos. De cualquier manera, para la dualidad, en primer lugar la razón sería inmaterial porque se arguye que sólo una mente no-mate­rial es capaz de contener ideas o conceptos, dado que éstas son concebidas como inmateriales a causa de su carácter abstracto y universal. En segundo término, ella sería inmaterial, y más propiamente espiritual, porque es capaz de conocer y ordenar lógicamente los contenidos de conciencia de modo activo.

La causa de esta creencia, subyacente en la epistemología tradicional y que condicionó su metafísica, fue el asignar un carácter inmaterial a nuestro intelecto. Las culturas del Medite­rráneo oriental habían sido dualistas desde el tiempo de Egipto de los faraones, por lo que a los antiguos griegos no les costó nada suponer que el ser humano está compuesto por materia y espíritu. Creían, en consecuencia, que las ideas deben pertenecer al mundo espiritual. Milenios después, en la Edad Media, para demostrar que la razón es espiritual santo Tomás de Aquino pensó que basta con enunciar el principio “quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur”, esto es, que tanto el contenido como el contenedor son de la misma naturaleza, y afirmar a continuación que la idea es inmaterial.

Siglos después, siguiendo la tradición platónica, Kant tam­bién concibió al sujeto del conocimiento como espiritual. En tal caso es forzoso que el objeto que conoce debe comprenderse como inmaterial y suponer que precisa de un entendimiento para que genere representaciones inmateriales del material sensible y llegue a producir el objeto inteligible. De este modo, el objeto cognoscible, del mismo modo que el sujeto cognoscente, pertenece al ámbito de la conciencia. Esta tradición constituyó el funda­mento de las corrientes filosóficas posteriores: espiritualismo, positivismo, neocriticismo, idealismo, historicismo, filosofía de los valores, pragmatismo, realismo, fenomenología, existencialis­mo, incluso de las corrientes que suponían ser contrarias y críti­cas, como el marxismo, pero que caían igualmente en las garras de la dualidad.

Por el contrario, la ciencia (como también el empirismo lógico y la filosofía analítica)  no encuentra nada inmaterial ni en las ideas ni en la mente. La razón que imaginaba Aristóteles para describir analógicamente la inmaterialidad de nuestro intelecto, sobre la cual las impresiones inmateriales de la experiencia sensible van inscribiendo el conocimiento quam tabulam rasam, es por el contrario un intrincado, poco explorado, pero prodigiosamente funcional y denso entramado de neuronas que actúan concertadamente, cada una de ellas a modo de transistor, y todo este conjunto es además material. Incluso el argumento tomista para demos­trar la inmaterialidad de la razón a partir de la inmaterialidad del concepto mediante el principio que se refiere a que tanto el contenido como el contenedor deben ser de la misma naturaleza es tautológico y puede ser empleado de la misma manera para demos­trar que nuestra mente, en cuanto contenedor, es material si demostramos que las ideas, en cuanto contenidos, son también materiales. Para la teoría del conocimiento científico, éste es precisamente el caso, puesto que las ideas pertenecen a los conjuntos estructurados a partir de constituyentes biológicos, donde las fuerzas electroquímicas son decisivas, siendo la es­tructura neuronal del sistema nervioso central empleada a modo de hardware.

El proceso del conocimiento es el producto de la combinación tanto de la información material (sensorial) suministrada por el aprendizaje y la experiencia contenida en la memoria y su poste­rior elaboración conceptual y lógica, como de las características estructurales de nuestro cerebro. Así, también podemos suponer que aquel “Mundo de las Ideas” imaginado por Platón tiene en cierta medida existencia real, pero las funciones psíquicas de nuestra estructura cere­bral, la cual es construida en cada ser humano por codificadas y precisas órdenes de determinados genes que componen nuestra dota­ción genética hereditaria. Del mismo modo como la combinación de dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno produce siempre una molécula de agua, las neuronas, codificadas por los genes, se estructuran para hacer posibles las ideas.

Nuestras ideas no son innatas, como sí lo son ciertas imágenes y emociones instintivas que se constituyen en zonas más primitivas del cerebro, más debajo de su corteza, durante su formación en el periodo de gestación en el útero materno, y que compartimos con los animales superiores. La configuración establecida genéticamente de nuestro cerebro de estructuras con programas prefigurados con­voca y guía el aprendizaje y permite la elaboración y comunica­ción de ideas de maneras muy determinadas, activadas por instancias estructurales biológicas y sus correspondientes funciones psicológicas. Éstas son comunes a todos los individuos de nuestra especie, de modo que nuestra inserción social nos pone en contacto con determinados conjuntos estructu­rados de ideas colectivamente aceptadas.

Lo mismo que para Platón, cabe decir de las “categorías” y “formas a priori” de Kant, o del “subconsciente colectivo”, depósito de los “arquetipos”, que son los conocimientos signifi­cativos que se originaron desde los remotos tiempos de nuestros primitivos ancestros, según el psicoanalista C. G. Jung, y que –nosotros podría­mos explicar– por constituir ventajas adaptativas, terminaron por integrar el código genético que conforma el cerebro, como el temor a los ofidios o el reconocimiento de los atractivos sexua­les en el otro sexo. Todos ellos procuraban explicar el modo de funcionamiento del cerebro humano y sus capacidades intelectivas como supuestamente experimentamos, pero sumidos en el prejuicio de la dualidad, por el que se asume que la facultad intelectiva es espiritual y separada radicalmente del mundo sensible y mate­rial.

En cambio, si la misma razón es concebida como material –en esto podemos remitirnos a la neurofisiología o a la cibernética electrónica–, no se requiere de un entendimiento que inmaterialice el compuesto sensible de la experiencia, sino de un mecanismo de nuestro universo material que permita la comparación, la verificación, la separación, la estructuración, la relación del material infor­mativo. Este material informativo es tanto entregado directamente por lo sensible a través de los sentidos de sensación como suministrado indirectamente por otro mecanismo de naturaleza del mismo universo material y que posee la capacidad para guardar la información que proviene de lo sensible, que es la memoria. Ambos mecanismos materiales existen en nues­tro cerebro perfectamente material.

Con esta organización estructural, el intelecto material (“el recipiente” de santo Tomás) puede estructurar ideas y proposiciones también perfecta­mente materiales (“lo recibido”). En tal caso, el objeto del conocimiento kantiano podría salir fuera del entendimiento y pasar a perte­necer a la cosa en sí, pues ya no necesita vincularse con una razón inmaterial, siendo ésta, por el contrario, completamente material. El único inconveniente para conocer al objeto identificado con la cosa en sí sería el princi­pio de incertidumbre de Werner Heisenberg, que señala que es imposible hablar de la cosa tal como es, al constatar que medir es perturbar, es decir, que es imposible, en principio, medir una magnitud física sin perturbar el sistema observado. Pero dicho principio opera en el mundo infinitesimal de la física cuántica y desprovisto de inter­ferencias. En una escala superior la perturbación llega a ser irrelevante. En cualquier escala mayor se conocen funciones de las cosas y es además posible conocer la cosa en sí.


La trascendentalidad de una proposición sintética


Si la filosofía tradicional idealista afirma que la unidad y la inmaterialidad pertenecen a las ideas, y el raciona­lismo asegura además que algunas ideas se relacionan necesariamen­te entre sí, como, por ejemplo, el color y la extensión, se debería concluir que existen proposiciones necesarias que son a priori. Esto es, si los componentes de la proposición, las ideas, son más reales que lo que representan, y siendo la verdad un atributo de proposiciones a priori antes que de la concordancia de las relaciones que representan, habrá proposiciones necesarias. Así, pues, el racionalismo puede sostener que una proposición a priori es necesaria desde el instante que es afir­mada, puesto que supone que tal propiedad es inherente a la forma de conocer. Ahora, que la verdad de una proposición necesaria pueda provenir a priori por el sólo hecho de obtenerse de principios racionales, y no por originarse de la realidad sensible, es un asunto que conviene sólo a la metafísica racionalista del ser.

Kant va más lejos aún. Para él la propiedad para que una proposición sea necesaria se la confiere el sujeto. De ahí se deducen dos características. Primero, la verdad se fundamenta en el sujeto y no en un objeto de la realidad sensible, con lo que llega a un completo subjetivismo. Segundo, la creencia de Kant de que las proposiciones metafísicas, necesarias por excelencia, deben ser proposiciones sintéticas a priori, es decir, afirma­ciones o negaciones cuyos predicados no pueden derivar de la experiencia, pero que aportan nuevo conocimiento. De ahí, para establecer la validez de la metafísica Kant se ve obligado a exigir del sujeto una actividad subjetiva y una “tras­cendentalidad” con el propósito de obtener el carácter necesario que exige una proposición sintética a priori. Incluso el objeto de conocimiento, que para él ha sido producido por el entendi­miento a través de las “formas a priori” para asumirlo como representación de elementos materiales fenoménicos, no puede estar presente en una proposición a priori, pues estos elementos sensibles son caóticos e informes.

Pero si nosotros demostramos, primero, que la razón no nos provee proposiciones de carácter necesario y, segundo, que aquellos elementos materiales no son caóticos ni informes, sino que provienen de las relaciones causales deterministas y necesarias, propias del mundo sensible, todo aquel andamiaje subjetivista, construido forzadamente por Kant, carece entonces de justificación, y debería caer estrepitosamente. Ya la aseveración de que no podemos conocer las cosas en sí, los noume­na, pero como aparecen, en cuanto fenómenos, pierde fuerza.

Sin necesidad de preguntarle a Kant sobre cómo puede él afirmar que hay un mundo real si acaso no se le puede conocer, podríamos afirmar que lo que conocemos efectivamente son las cosas como se nos aparecen, es decir, que los objetos del conocimiento son de hecho apariencias de las cosas. Pero también podríamos sostener con el mismo énfasis en la perspectiva realista lo siguiente: Primero, que existe un mundo real cuya existencia es independiente de nuestro conocimiento. Segundo, que mediante nuestros sentidos podemos conocer las cosas del mundo real en tanto objetos externos a noso­tros y como son. Tercero, que únicamente conocemos las cosas de modo a posteriori, pues deberíamos entender que la cosa se constituye en objeto cognoscible hacia un sujeto cognoscente cuando sujeto y objeto se relacionan cognoscitivamente en forma espontánea. Cuarto, que este conoci­miento a posteriori es también “sintético” a causa de nuestra capacidad para relacionar ontológicamente las representaciones cognoscitivas de las cosas, en nuestro pensamiento abstracto, en unidades ontológicas cada vez más universales. Quinto, que el tiempo y el espacio pertenecen a la causalidad natural entre las cosas y no, como suponía Kant, a las formas a priori de nuestra sensibilidad que hacen pensable, bajo la unidad del concepto, un dato empírico asumido por aquéllas; pues lo necesario de una relación ontológica o de una proposición proviene del determinismo de la causalidad del universo y no de su supuesto inmovilismo.

Esto es, lo que estamos afir­mando en parte es que tanto el sujeto está en condiciones de conocer como el objeto está en condiciones de ser conocido, y no, como pretendió Kant, a través de la acción única y unilateral del sujeto. También estamos afirmando que podemos conocer la cosa en sí, tal como es, como veremos a continuación.

Aunque estamos lejos de la distinción que Aristóteles hizo entre substancia y accidente, estamos aún más lejos de la distinción que Kant hizo entre el fenómeno y la cosa en sí, puesto que, como ya indicamos, se trata de una distinción de esencias y no de la realidad. En cuanto a la primera distinción, debemos pensar que no describe la realidad como realmente es. Las cosas se componen de cosas de escalas inferiores y a su vez son componentes de cosas de escalas superiores. Además, todas las cosas, en sus propias escalas, son funcionales en cuanto son causas y efectos, por lo que, más que sus atributos, lo que percibimos de las cosas son sus funciones, siendo además la percepción una relación causal entre el objeto y el sujeto. Si una cosa tiene peso, es por la masa que contiene, la que es atraída por la fuerza de gravedad que ejerce la Tierra; si es azul, es porque absorbe la radiación de todos los demás colores del espectro lumínico, reflejando el azul que recibe. Además, si sentimos el peso de una cosa es porque su masa interactúa con la masa de nuestro cuerpo, y si sentimos que una cosa es azul es porque nuestro ojo es capaz de captar la radiación en tal frecuencia y longitud de onda.

Por tanto, no basta con afirmar la existencia de las cosas, como Aristóteles. Es preciso subrayar que las cosas son eminentemente seres individuales que se relacionan causalmente entre sí y con nosotros, porque ellas y nosotros somos funcionales. Si Aristóteles no vio este decisivo aspecto, es porque él no contó con las conclusiones de la ciencia empírica, y relegó la causalidad que se observa en la naturaleza a sus cuatro causas (formal, material, eficiente y final). Si la funcionalidad es lo que define una cosa, constituyendo su esencia, entonces la relación causal es más significativa e importante que el ser y su existencia.

En cuanto a la distinción kantiana, nosotros podemos concebir el fenómeno como correspon­diente a las funciones propias de cada cosa en cuanto origen de causas y receptora de efectos. Así, pues, podríamos concordar con Kant que las cosas pueden conocerse por sus funciones si identificamos apariencia, en el sentido de esencia, con función, en el sentido de causa y efecto. Así, pues, nuestros sentidos captan las manifestaciones de las cosas y nosotros podemos relacionarlas ontológicamente tras relacionar sensaciones en percepciones, percepciones en imágenes, imágenes en ideas en escalas ascendentes e inclusivas. También podemos llegar a conocer las causas que las relacionan.

Sin embargo, al contrario de lo que Kant concluyó, también podemos conocer la cosa en sí, el noúmeno, pues si podemos conocer la función, también es posible conocer su origen. Para ello, es necesario efectuar una relación ontológica tan abstracta y universal como la que se necesita para llegar a predicar el ser de todas las cosas. Podremos decir que definir las cosas por el ser no nos dice qué es la cosa en sí. Para conocer la cosa en sí debemos primero entender que toda cosa es esencialmente funcional, es decir, es fenómeno, precisamente porque es estructura y fuerza. Ambas pueden llegar a ser conocidas tras comprender que las cosas se relacionan causalmente. Toda cosa está compuesta de estructura y fuerza como las dos caras de una moneda. Aunque en mi referido libro La clave del universo (ref. http://unihum3.blogspot.com) describo más extensamente los conceptos de fuerza y estructura, ahora es pertinente indicar que ambas, fuerza y estructura, son los elementos que comparten todas las cosas del universo. Estas dos esencias de las cosas, que explican por qué son fenómenos, definen al mismo tiempo a todo ser por lo que es, explicando en consecuencia la cosa en sí.

Esta comprensión proviene de entender al modo de la ciencia empírica que todas las cosas surgen, se destruyen y se van alterando porque son estructura y fuerza. Ambos elementos están tras la explicación del cambio como producto de la relación entre una causa y un efecto. Una estructura es funcional porque siempre ejerce fuerza, ya sea como causa, ya sea como efecto. En el ejercicio de la fuerza una estructura puede afectar otra estructura o verse ella misma afectada por otra estructura de un modo determinado según la fuerza ejercida y el modo de ejercerla. Todo ejercicio de fuerza produce cambio, que es aquello que hace que la realidad aparezca tan caótica para alguien que no tenga una mentalidad científica.

En consecuencia, podemos sostener, en contra de Kant, que una proposición necesaria no proviene de categorías subjetivas, sino del determinismo del universo y de cómo funcionan las cosas. Así, por mucho que el sujeto que conoce se aproxime a la realidad en forma parcial, según su propio modo particular de conocer y desde una situación concreta del tiempo y del espacio, y que viva además inmerso en una realidad en permanente transformación y evolución, desde la cual es imposible mantener referencias absolutas, las proposiciones necesarias pueden ser efectuadas por nuestro inte­lecto únicamente por razón del modo determinista y causal de funcionamiento del universo. Tras entender el modo causal que rigen las cosas para relacionarse, entendimiento hecho posible por la ciencia, podemos relacionar ontológicamente el origen del actuar causal y predicar estas características de todos los seres.

La sospecha de que la subjetiva razón humana es limitada para conocer objetivamente aquellas proposiciones sintéticas a priori con valor necesario, que postulaba Kant, indujo a Fichte, Schelling, Hegel y a los idealistas alemanes a conceder una realidad supra-­humana a la razón, pero sin renunciar a su carácter necesario e inmaterial. Esta escuela de pensamiento, que se apoya sobre elementos puramente mágicos y míticos, y cuyos máximos exponen­tes, como el mismo Hegel y también el joven hegeliano Marx, fue tan dogmáti­ca como omnisciente, estando absolutamente lejana de lo que estamos sosteniendo.

El sistema kantiano ha sido lamentablemente decisivo en el desarrollo de la filosofía contemporánea. Por la supuesta imposibilidad del entendimiento de conocer la cosa en sí, se destruyó el funda­mento para la certeza del conocimiento objetivo. El nihilismo de Nietzsche anunció el escepticismo general y Heidegger puso en duda el fundamento de los fundamentos, el ser. El terrible legado de Kant fue el renunciar a la posesión de un universo no sólo unificado, sino que racionalmente comprensible.


Conclusión


Trascendentalidad

Este ensayo persigue encontrar un concepto trascendental, y por tanto filosófico, que unifique el universo, dándole racionalidad, y que surja fundamentado en la actividad de la ciencia. Por ello no prose­guiremos con el análisis de las corrientes filosóficas poskan­tianas. No deseamos alargarnos innecesariamente acerca de tales materias en esta obra, uno de cuyos propósitos es ser relevante a la relación entre filosofía y ciencia, cosa que las filosofías postkantianas se han esmerado en complicar y confundir en el fútil intento por ser ellas mismas relevantes. Es sorprendente consta­tar en la historia que tanto ingenio humano se consuma en desa­rrollar y aceptar teorías tanto ingenuas y banales como irreales.

Nuestros juicios pueden adquirir el carácter de necesario, incluso frente a la certeza de un universo cuyo tiempo y espacio sabemos ahora que son relativos. Precisamente, este tipo de universo es el que la ciencia ha encontrado en su investigar y no aquel cosmos estático, perfecto y eterno concebido por los gran­des filósofos de la antigüedad para justificar justamente lo necesario del juicio. Así, por ejemplo, Aristóteles supuso que el mundo es eterno y es el centro de esferas eternas que lo rodean, las que eran para su época sinónimo de perfección.

La segunda característica que hace que una proposición sea trascendental es su universalidad, es decir, que sea válida para todo el universo. En efecto, las cosas las conocemos filosófica­mente por referencia a ideas más universales, esto es, por sus relaciones ontológicas, de las cuales la más universal es la idea de ser, y científicamente por sus manifestaciones, es decir, por sus relaciones causales, las que obedecen a leyes universales. Es precisamente la combinación de las relaciones ontológicas de nuestro pensamiento abstracto con las relaciones causales empíricamente verificables que genera la ciencia, en combinación con las relaciones lógicas que produce nuestro correcto pensamiento racional, lo que permite un conocimiento trascendental.

Por otra parte, lo que justifica la verdad de una proposi­ción es que refleje fielmente la causalidad natural del universo. Puesto que, probablemente, el desarrollo científico no tiene previsiblemente término en consideración a la infinidad de su campo de estudio, a su parcial inaccesibilidad y a su infinita­mente potencial sutileza, la realidad nunca podría llegar a ser conocida de manera total y constituirá siempre un misterio para nosotros, lo que no significa que no podamos tener conoci­miento trascendental de ella, como lo son las leyes naturales que logramos descifrar. Si lo que conocemos no son únicamente cosas o entes relacionados entre sí en forma ontológica, sino también relacionados causalmente, estas relaciones causa­les, que son precisamente la materia del estudio de la ciencia, deben incorporarse al campo de interés de la filosofía, pues son universales, además de necesarias, al constituir por derecho propio leyes que se cumplen para todo el universo. Además, son naturalmente anteriores a las relaciones ontológicas, por lo que permiten responder con mayor certeza y objetividad a la pregunta acerca de qué son las cosas.

Aunque la misma realidad objetiva es externa y relativa, y aunque el sujeto que conoce está limitado en sus posibilidades de conocer, podemos afirmar empero que a causa del determinismo del funcionamiento del universo las propo­siciones trascendentales no sólo no son imposibles, sino que resultan del modo científico de conocer el universo. Por otra parte, si la realidad es objetiva, es decir, es externa a los suje­tos que conocen, que somos ciertamente nosotros, podemos necesariamente tener juicios verdaderos acerca de ella. Y si los modos de funcionamiento determinados de las cosas de la realidad valen para el universo, nuestros juicios podrán tener el valor de necesarios y universales. Nuestros juicios serán necesarios, porque son deterministas; y serán universales, porque valen para todo el universo. Estas dos carac­terísticas hacen que una proposición sea trascendental. Por lo tanto, si podemos obtener proposiciones con valor trascendental, podemos ciertamente llegar a formular proposiciones objetivas y establecer verdades indiscutibles, de carácter absoluto.

A priorismo

El escaso desarrollo de la ciencia en el pasado explica que la epistemología y la metafísica tradicionales se edificaran sobre lo que ahora nos parecen suposiciones y nociones a priori, y carentes, por tanto, de una base empírica. Más arriba se describieron las tres nociones o prejuicios que dominaron la historia de la filosofía tradicional: la dualidad espíritu-materia, la oposición entre el caos de lo real y la razón de lo ideal, y la ilusión de las proposiciones a priori necesarias. Estas nociones filosóficas son precientíficas, pues han sido desbaratadas por el surgimiento de la ciencia.

Cuando la ciencia está experimentando un desarrollo tan extraordinario, lo que en la actua­lidad no se justifica es que algunos filósofos persis­tan en este tipo de esquemas filosóficos tradicionales. Aún más, es posible constatar que parte de la filosofía no sólo se ha vuelto incapaz para responder al hombre contemporáneo en sus anhelos del conocimiento de las últimas cuestiones, sino que se ha tornado críptica o simplemente irrelevante a la perspectiva científica por haberse encerrado en sus propias categorías pre­científicas. Posiblemente, parte de la culpa corresponda a la formación académica impartida en los estudios de filosofía que no sólo no valora las matemáticas, que es el lenguaje de la ciencia y con la cual muchos filósofos se sienten bastante incómodos, sino lo que la ciencia tiene que decir. De otro lado, probable­mente, quienes estén haciendo actualmente filosofía que sea rele­vante a nuestros contemporáneos sean precisamente los mismos científicos, quienes integran teorías distintas en unidades tota­lizadoras de escalas mayores, pues filosofar no es precisamente un atributo que otorga un título de licenciado en filosofía, sino que se refiere al cuestionar la realidad con mayor propiedad para buscar una racionalidad aceptable.



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NOTAS:
Todas las referencias se encuentran en Wikipedia.